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Pinturas negras [Goya]

Valeriano Bozal


Hacia 1819-1823, técnica mixta sobre pintura mural pasada a lienzo. Una manola: Leocadia Zorrilla, 145 x 129 cm [P754]; El Santo Oficio, 127 x 266 cm [P755]; Asmodea, 127 x 263 cm [P756]; Las parcas (Atropos), 127 x 266 cm [P757]; Duelo a garrotazos, 125 x 261 cm [P758]; Dos viejos, 142 x 65 cm [P759]; La romería de San Isidro, 138 x 436 cm [P760]; El aquelarre o El gran cabrón, 140 x 435 cm [P761]; Dos viejos comiendo, 49 x 83 cm [P762]; Saturno devorando a un hijo, 143 x 81 cm [P763]; Judit y Holofernes, 143 x 81 cm [P764]; Dos mujeres y un hombre, 125 x 66 cm [P765]; La lectura, 125 x 65 cm [P766]; Perro semihundido, 131 x 79 cm [P767].
Se conoce con el nombre de Pinturas negras el conjunto de catorce pinturas que Goya realizó al óleo directamente sobre las paredes de dos salas -pisos bajo y alto- de la llamada Quinta del Sordo, próxima al río Manzanares, propiedad que adquirió en 1819 y que legó a su nieto Mariano en 1823, antes de marchar a Francia. Fueron trasladadas a lienzo por Salvador Martínez-­Cubells, restaurador del Museo del Prado, en 1874 y donadas por su propietario el barón Frédéric Émile d'Erlanger, en 1881, al Estado, que las asignó al Museo del Prado, donde se conservan. La disposición original de las pinturas se ha reconstruido gracias a la información suministrada por diferentes documentos, entre ellos el inventario realizado por Antonio de Brugada a la muerte de Go­ya (1828) y las fotografías de Laurent, hacia 1864. Sin embargo, no existe consenso pleno sobre la disposición original en ambas salas. Sala de la planta baja: Saturno devorando a un ­hijo, Judit y Holofernes, Una manola: Leocadia Zorrilla, Dos viejos, Dos viejos comiendo, El aquelarre o El gran ­cabrón y La romería de San Isidro. Sala de la planta alta: Dos mujeres y un hombre, La lectura, Duelo a garrotazos, El Santo Oficio, Las Parcas (Átropos), Asmodea y ­Perro semihundido. Los estudios radiográficos de las pinturas han permitido conocer que debajo de éstas había otras, de distintos motivos y estilo diverso, parcialmente reutilizadas por Goya y parcialmente tapadas. Podemos ver muestras de esas pinturas reutilizadas en los paisajes de las actuales, en especial, por ejemplo, en Duelo a garrotazos. El hecho de que Goya las reutilizase, sus rasgos estilísticos y la calidad de las pinturas sugieren que fue el propio artista el que las realizó. Cuándo lo hizo, es decir, cuándo empezó a trabajar en la Quinta, es cuestión sobre la que no pueden hacerse muchas precisiones. Sabemos que estuvo gravemente enfermo en los últimos meses de 1819 -así lo indica su Goya y su médico Arrieta (1820, Institute of Arts, Mineápolis)-, por lo que podía haber empezado a pintar en los meses anteriores, parar con ­motivo de la enfermedad y, en buena medida bajo la influencia de ésta, cambiar el tono de las pinturas que reemprende en 1820. Dos dificultades para esta hipótesis: la brevedad del tiempo transcurrido entre el 27 de febrero -fecha de la compra- y la enfermedad, a partir de septiembre; el hecho de que los Disparates, sobre los que llevaba trabajando por lo menos desde 1815, parecen un preludio de las Pinturas negras, por lo que no parece adecuado hacerlas depender exclusivamente de la enfermedad. Tampoco sabemos si cuando marchó a Francia en 1824 había dado por terminadas las pinturas o éstas quedaban, en el estado actual, sin terminar, lo que agudizaría las dificultades para interpretar el programa iconográfico. Sobre la naturaleza de este programa, si es que lo hubo, poco puede decirse con consenso. Las interpretaciones son tantas como los intérpretes. Destaca en la sala de la planta baja la figura de Saturno devorando a un hijo -bajo la que originalmente había un bailarín-. Aquí no devora a un niño de corta edad, carece de atributos ­mitológicos y acentúa el éxtasis de la acción en lo desencajado de su expresión y la actitud general. La figura devorada es de un joven, incluso de una joven, a juzgar por la conformación de su cuerpo. En este caso, de aceptarse esta interpretación, el paralelismo con Judit estaría marcado por una doble contraposición: si la joven y bella ­Judit mata a un maduro y poderoso Holofernes, el viejo Saturno devora a una mujer joven. En ambas pinturas, como es propio de toda la serie, Goya prescinde de las notas anecdóticas que permiten establecer una conexión directa entre las escenas y sus fuentes mitológicas o históricas, y destaca la acción y emociones de los personajes: mediante sus gestos y actitudes, también mediante la luz. Frente a estas dos obras, a ambos lados de la puerta de entrada, Una manola: Leo­cadia Zorrilla y Dos viejos. Los títulos no deben sobreinterpretar las pinturas: no sabemos si se trata de doña Leocadia, su ama de llaves -y, según algunas sospechas, su amante-, y tampoco está claro que esos personajes sean dos frailes -nombre con el que fue conocida la obra durante mucho tiempo-. Uno lo parece, a juzgar por la indumentaria, barbas y cayado, pero podría no serlo -Goya se representó de forma parecida en un dibujo posterior: Aun aprendo (Álbum G, Prado)-, y más tiene de demonio el personaje que susurra algo a su oído. La fealdad extraordinaria, el rostro bestial, las singulares orejas así parecen corroborarlo. De esta manera, su sentido no estaría lejos de Una manola, pintura en la que las más extremas belleza y juventud -mucho más joven de lo que por entonces era doña Leocadia- se relaciona con la muerte, visible en el túmulo. Sentido que se completaría con Dos viejos comiendo, uno de los cuales, cadavérico, más asemeja muerte que viejo. Este dominio de la noche, o de la muerte, se completa con dos pinturas de escenas cotidianas. El gran cabrón representa un aquelarre de iniciación en el que un personaje demoníaco, con su «ayudante», preside la reunión de brujos y brujas -con algunas fisonomías de frailes y beatas-, mientras que a la derecha espera una muchacha muy joven. Esta iniciación al mundo de la noche, no al de la vida, se complementa con la pintura situada ­enfrente, La romería de San Isidro: un grupo de romeros de toda clase y condición social avanza hacia nosotros. El que originalmente era un acontecimiento lúdico y luminoso, una romería festiva, se ha convertido en procesión estremecedora. En todas estas pinturas desarrolla el artista aspectos de un lenguaje que ha evolucionado considerablemente. No solo huye de cualquier pauta académica -rasgo tanto más notable cuanto que en estos años es estrella ascendente el academi­cismo neoclásico de Vicente López-, sino que dota a su pincelada de una marcada libertad. Las miradas espantadas, la distorsión de rostros, gestos y actitudes se han pintado con brochazos enérgicos, visibles a primera vista, y acusados contrastes de blancos, ocres y grises. Los efectos de luz valoran las carnes y las telas, también las oscuridades de los fondos sobre los que destacan las figuras. Cuando se trata de grupos numerosos, no solo produce Goya una fuerte sensación unitaria, sino que dota a la multitud de una entidad específica. La acción metamorfosea la figura. El dramático pathos de Saturno, la violencia de ­Judit, la melancolía serena de la manola, la sosegada atención del viejo barbado, el perverso susurro..., son manifestaciones de esa metamorfosis que el mundo de la noche propicia. Encuentra su máxima expresión en el ­colectivo de brujos y brujas del Aque­larre: se han trastocado las edades y los sexos, y los personajes adquieren una fisonomía bestial. Si la sala de la planta baja recrea el mundo de la noche, que algunos autores denominan infernal, no parece tan clara la interpretación de la sala superior. Al fondo, frente a la puerta, una pintura representa a un hombre masturbándose del que se ríen dos mujeres. Sus rostros salaces se han hecho bestiales. En paralelo, en la otra pintura, La lectura, varios hombres leen el que puede ser un panfleto político. Podemos contemplarlas como dos «escenas de ­cos­tumbres» de las que ha desaparecido el pintoresquismo. Las dos obras que hay a su lado, en los laterales, parecen seguir esa pauta, aunque con algunos matices. Duelo a garrotazos presenta una cruel lucha que solo puede terminar con la muerte, en uno de los más bellos paisajes pintados por Goya. Su tratamiento de la luz y de la atmósfera hace más trágico el enfrentamiento de las dos grandes figuras del primer término. Habitualmente se considera que representa el enfrentamiento civil entre españoles. Peregrinación a la fuente de San Isidro, enfrente, nos permite contemplar una procesión dirigida por diversos personajes que tienen más de brujas que de beatas, grupo en el que destaca un familiar de la Inquisición irónicamente tratado. De nuevo el paisaje, su brillante iluminación, y el acusado contraste con el espacio oscuro de la procesión son rasgos llamativos de la pintura. Si todas estas son «escenas de lo cotidiano» -la sexualidad, el debate político, la violencia, la religión y el ­clericalismo-, no sucede lo mismo con las escenas situadas en el primer tramo de la sala: Las Parcas en la misma pared que Duelo a garrotazos y Asmodea frente a ella; Perro semihundido en la entrada, al lado de la puerta (cuál sea el lado es cuestión no consensuada). Aunque la conexión con aquellas es patente -la muerte en Duelo y en Átropos, el viaje en Peregrinación y Asmodea-, como también lo es entre Átropos y Asmodea -viajes y motivos no cotidianos, mitológico uno, bíblico el otro-, el significado de estas pinturas no es por completo claro. En Átropos altera Goya la narración de Hesío­do que le sirve de fuente. Explica Hesíodo en la Teogonía el nacimiento de las hijas de la Noche, Cloto, Láquesis y Átropos, que conceden a los mortales la posesión del bien y del mal, persiguen sus delitos y los delitos de los dioses. Incluye el artista un cuarto personaje, un hombre inerme, conducido por las diosas en un paisaje que recuerda algunos de los realizados en los Caprichos. Este fantástico, a la vez que realista, paisaje nocturno, plateado, contrasta con la luminosidad de Asmodea, una obra ante la que han fracasado todos los intentos de interpretación. Si bien el título parece referirse al libro de To­bías, en éste es Asmodeo y no Asmodea quien figura; algo similar a lo que sucede en El diablo cojuelo, de Luis Vélez de Guevara, también propuesto como fuente. Tampoco el sentido de Perro semihundido es muy preciso. El reciente descubrimiento de un negativo fotográfico de Laurent ha hecho pensar que el perro mira a dos pájaros revoloteando ­(Arnáiz, 1996, p. 63), pero la imagen no parece del todo concluyente. La que ahora vemos -si es que difiere en ese punto de la que Goya pintó- se ha convertido en verdadero emblema del mundo contemporáneo, «comentada pictóricamente» por artistas que, como Antonio Saura, la han hecho suya. La angustiosa inseguridad que en el perro se expresa -¿se hunde, sobresale del talud, se afirma, mira o no a algo...?-, la parquedad de los motivos -la cabeza del perro, el talud por el que asoma y el espacio indefinido, que ocupa la mayor parte de la pintura-, su escueta organización formal de horizontales y verticales, el propio «gesto humano» del ­perro, son algunos de los rasgos que fundan esa condición emblemática, factores de su intensa emocionalidad: condición y emociones que el Perro extiende a todas las Pinturas negras.

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