Recuerdo un verano ochentero de juventud y bares, en que escuché hasta destrozar una cinta de casete del primer y único álbum del grupo Peor Impossible del que Rossy era integrante. Una fascinante portada, una fotografía coloreada de Ouka Leele donde se representaba una libérrima versión de Las Meninas.
Recuerdo también verla, fascinado, en fotografías de Vallhonrat o Alberto García-Alix. Y, claro, en el cine de la mano de mi cineasta de cabecera, Pedro Almodóvar, su descubridor para la gran pantalla, que además le ideara, en parte, el nombre artístico que ahora ostenta la actriz. Era La ley del deseo y caía el año 1986. Rossy representaba a una presentadora que entrevistaba a un director moderno, Eusebio Poncela.
La secuencia era breve, pero de gran eficacia, no solo por su ironía sino también por su novedosa frescura, con esa habilidad del cineasta de retratar lo extraordinario y hacerlo verosímil. Rossy se reía a mandíbula batiente sin que supiésemos bien por qué, con una energía inesperada y nueva. Aquella era casi la risa del propio Almodóvar que miraba al nuevo mundo y el futuro en medio de una España efervescente que cambiaba.
Años después, recuerdo en El gran Lebowski de los Coen, a Julianne Moore reírse con la misma inexplicable intensidad. Ese hilo invisible que conectó siempre a Pedro con el mundo exterior, su forma de hacer, mirar y contar que definitivamente lo han convertido en universal. La ley del deseo, sin duda, marcó mi juventud y me ha acompañado toda mi vida.
Años más tarde, me ha fascinado rememorar sus ecos en películas como La mala educación o Dolor y gloria. Una suerte de trilogía donde revisita tres grandes asuntos esenciales en su obra, pero con perspectivas temporales diferentes: el deseo, el amor y el cine. Un manifiesto donde se puede interpretar casi por completo todo su ideario emocional y artístico.
Enseguida llegó Mujeres al borde de un ataque de nervios y su gran fenómeno internacional que catapultará a Rossy globalmente. A partir de ahí y como resultado del éxito de la película, la actriz empapelaba la ciudad de Nueva York en una brutal campaña para Gap, desfilaba para Thierry Mugler o se convertía en icono compartido, con el también amigo de Almodóvar, el diseñador Jean Paul Gaultier.
Conocí a Pedro y a Rossy en una noche de diciembre de 1994. Dunia y yo participábamos en la organización de una gala en la Sala Xenon de Madrid, junto al grupo Diabéticas Aceleradas, con el fin de recaudar fondos para la investigación contra el sida. Ambos actuaban en dicha gala, junto a otros muchos artistas que admiraba como Bibiana Fernández, Alaska o Lola Flores.
Aquel era el arranque de muchísimas veladas y de una jugosa amistad. La primera noche de muchas más, impensables y nutrientes para dos canarios que acababan de aterrizar en Madrid.
Años más tarde y muchas películas después, a Pedro le hacían un homenaje en el MoMA de Nueva York, y nos invitaba a un grupo de amigos entre los que estábamos Rossy y yo mismo. A veces, cuando tienes a gente muy cerca, tu mirada no alcanza la perspectiva suficiente para entender su influencia y su importancia, por pura necesidad de aprehender a los amigos y sentirlos en casa.
Aquella noche en el MoMA, comprendí cosas que sabía, pero que quizá no tenía realmente asumidas en toda su magnitud. Toda la sociedad neoyorquina del cine, la música y la moda se rendía ante el cineasta y por extensión ante su icónica actriz. Los entendí entonces mucho más juntos y complementarios de lo que nunca imaginé, porque, en realidad, mirándolos bien de cerca, Rossy no es Pedro, así como Pedro no es Rossy. Sin embargo, sus mundos paralelos cada vez que se han juntado se muestran como un todo impresionantemente único. Así pienso que los mira el mundo, tanto desde los ojos más artísticos, como desde el marketing más espontáneo.
«El triunfo de Rossy es un triunfo de la voluntad, la inteligencia y el tesón. Ella se sabía original desde niña y fue construyéndose una armadura para luchar contra todo tipo de adversarios, el principal de todos, el mal gusto y el gusto convencional. Y a la chita callando ha aprendido un oficio en el que ya se mueve como pez en el agua, la interpretación, y ha sabido desarrollar todas las fantasías en las que esa niña mallorquina de los 70 había soñado. Es nuestra pin up internacional. Disfrutemos como corresponde de su momento actual, una Rossy en su esplendor»
*Este reportaje pertenece al número de mayo de Harper's Bazaar.
PELUQUERÍA Y MAQUILLAJE: KLEY KAFE (ESTHER ALMANSA). PRODUCCIÓN: BEATRIZ VERA. ASISTENTE DE FOTOGRAFÍA: ENRIQUE ESCANDELL. ASISTENTE DE ESTILISMO: DIEGO SERNA.