Dicen que no has vivido si no has visto caminar a Sophia Loren. Siempre creí que el escritor Sam Kashner se refería a "con las piernas abiertas y embarazada en las calles pedregosas de Nápoles en Ayer, hoy y mañana, o atravesando la campiña italiana devastada por la guerra mientras se balancea con una maleta en la cabeza en Dos mujeres". O como dijo Roberto Benigni con entusiasmo: "Es como ver a toda Italia caminando: esta es la Torre de Pisa, aquí el Palacio Pitti, allá los Uffizi… y las góndolas de Venecia".

Pero no.

La primera vez que vi en mi vida a Sophia Loren fue, cómo no, a través del celuloide.

Recuerdo que no subiría más de un metro del suelo, era aún un crío de ocho años allá por 1986. Uno de los mejores amigos de mis progenitores dirigía el jerezano Cine Delicias y cuando querían encerrarnos –y la sala estaba vacía– nos ‘enjaulaban’ entre las más de 300 butacas de roído fieltro rojo haciéndonos ‘tragar’ alguna ‘vetusta’ cinta. Lo que nuestros padres creían que era un castigo, para nosotros se trataba de una bendición. Y ahí estábamos, siete criaturas absortas mientras una voluptuosa señora morena se contoneaba despojándose de prendas frente a Marcello Mastroianni en Ieri, oggi, domani de Vittorio De Sica. Ahora, mi mente vuelve a recordar aquella cita: ‘No has vivido si no has visto caminar a Sophia Loren’.

Pero tampoco.

Hoy sí. La veo. Y la veo caminar hacia mí.

El reloj de la suite presidencial del hotel Giorgio Armani de Milán marca pasadas las doce de la mañana. Es la hora fijada para nuestra entrevista. Entrevista posada que la diva italiana no concede a un medio de comunicación desde hace casi una década. Sentado en un amplísimo sofá cobrizo, noto cómo mis piernas comienzan a temblar cuando la puerta corredera a mi izquierda se abre de par en par. 1,74 centímetros de auténtica belleza envueltos en un mono azul Klein que desvela sus aún prominentes curvas a sus 84 años. "Ciao, caro! Come stai?", dice con una sonrisa que abarca medio rostro. Comienza a caminar hacia mí cuando le expelo: ¿Sabe que dicen que no has vivido si no has visto caminar a Sophia Loren?

Le da un ataque de risa.

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Fotografía de Felix Valiente / Estilismo de Ana Tovar.

Decía también Kashner que "Loren es el paseo más famoso en la historia del cine. ¿Quién más inspira toda la gama de encantos femeninos, desde el sexo hasta la maternidad? ¿Quién no sueña con quedarse dormido en un momento mágico en el pecho de Sophia?". No es de extrañar. Un rostro maravillosamente vulpino, casi satánico, para Richard Burton, mientras que para la cineasta y directora Lina Wertmüller, que dirigió a Loren en cuatro de sus películas, "está Garbo, Dietrich, Monroe y Sophia".

Pero, quizá, el paseo más famoso en la vida de Loren –y el que más la ha acompañado– se basó en la obra del periodista y escritor italiano Alberto Moravia La ciociara, que dio base al guión de la película Dos mujeres, también de Vittorio De Sica. Sophia interpreta a Cesira, una mujer de garra que, ante el avance de la guerra, decide huir de la capital italiana, ocupada durante nueve meses por el ejército alemán. En ese paseo, que quedará para siempre en la retina de la cinematografía, Sophia baja del tren junto a su hija y no llevan nada más que dos maletas que colocan sobre su cabeza. Descalzas y sin nada más que su orgullo, huyen del horror, la guerra y la miseria. Esta no fue más que una escena que Loren ya había vivido, solo que el papel principal lo protagonizó años antes su madre, la siempre aspirante a actriz Romilda Villani. Villani luchó toda su vida por lo que hoy es su hija, una estrella del celuloide, pero se cruzó en su camino con Riccardo Scicolone.

"Mi vida no es un cuento de hadas", dice Sophia mirándome fijamente mientras juega con una diminuta taza de té verde, de la que da pequeños sorbos. Y continúa: "Cuando eres pequeña y vives en una guerra es muy doloroso. No puedes dormir a causa del sonido de las bombas, de los disparos, de oír que tus cercanos han muerto. Y piensas que debes estudiar para salir de aquello. Pero regresas al colegio y el sonido de los disparos vuelve a retumbar en ti, y piensas por momentos que tu vida va a ser siempre igual, que nunca saldrás de aquello".

Sophia y su hermana Anna Maria, tres años menor, se refugiaban en casa y pasaban las tardes y las noches viendo películas americanas de Tyrone Power o Rita Hayworth. "Todo lo que yo soñaba era convertirme en uno de ellos, pero no por tener sus vidas, sino por mejorar la mía, la nuestra. Al cumplir los 13 años la guerra había acabado –recuerda emocionada Sophia–, y dos más tarde decidí presentarme a un concurso de belleza en Nápoles, Princess of the sea. Al comunicárselo a mi madre su primera pregunta fue: ‘¿Y qué te vas a poner?’. Efectivamente, no tenía nada, solo desparpajo y unas ganas enormes de convertirme en alguien, de salir en los periódicos, pero no por la fama, quería cambiar el rumbo de mi familia, salir de ese atolladero, ayudarles a mejorar. Necesitaba darle a mi gente algo por lo que seguir viviendo". Lela, su abuela, como en una premonición de Lo que el viento se llevó, decidió descolgar del salón unas cortinas de color rosa palo para confeccionar un vestido y pintó de blanco unas viejas sandalias de piel. Así, Sophia logró ser una de las doce princesas que acompañaban a la reina de Nápoles y su rostro salió publicado en el diario de la sureña ciudad italiana.

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Fotografía de Felix Valiente / Estilismo de Ana Tovar.

Henchida de orgullo, Romilda creyó que era el momento para viajar hasta Roma y enseñarle al padre de Sophia en quién se había convertido su hija. "Yo no conocía a mi padre, nos había dejado abandonadas, y mi madre simplemente quería que me viese. Después de muchas pesquisas conseguimos contactar con él y nos vimos, nos vimos… –repite con añoranza–. Pero nos dimos cuenta de que aquello no cambiaría en nada nuestra vida, mi padre no iba a hacer nada para transformar la situación. Y nos marchamos".

Esa noche pidieron auxilio a un primo que vivía en la capital para que les diera alojamiento. Al día siguiente les comunicó a Romilda y Sophia que se estaba rodando Quo Vadis en Roma y que por hacer de extra podrían ganar algún dinerillo. "Recuerdo que mi madre y yo trabajábamos día y noche vestidas de figurante, pero cuando aquello terminó nos sentimos perdidas. No teníamos dinero y no podíamos pagar casa, ropa y comida. Fue entonces cuando conocí a una chica que trabajaba en el mundo de la producción –acierta a resolver mientras le cambia el gesto triste por el júbilo– que me invitó a salir a un night club, donde conocí a una familia que organizaba otro concurso de belleza, el de Miss Roma. Entre el jurado había muchos productores de cine y uno de ellos era el señor Carlo Ponti, que para mí entonces solo era un nombre, no había visto ninguna de sus películas. Allí mismo me dijo que tenía muchas posibilidades de ganar. Poco después me pasé por su despacho para decirle que no tenía vestido para presentarme al certamen de belleza. ‘¡Pruébate el que quieras!’, me dijo girándose hacia un armario repleto de vestidos usados por las actrices que habían participado en sus películas. Elegí uno y me dijo: ‘¿Sabes quién usó ese vestido? Gina Lollobrigida’. ¡Gina!, exclamé yo, lo quiero".

Días después se coronó como la segunda mujer más hermosa de Roma y su rostro volvió a ocupar las portadas de periódicos, revistas y programas de televisión. Comenzaron poco a poco a ofrecerle pequeños papeles y a codearse con estrellas como Dino De Laurentiis, en aquel momento esposo de Silvana Mangano, o el cómico italiano Totó. Por entonces, su amistad con Carlo Ponti crecía y se hacía más difícil para el resto. "Él era 22 años mayor que yo y poca gente lo entendía. Además, estaba casado –se desposó a los 29 años con Giuliana Fiastri, hija de un general– y el divorcio era muy difícil".

PREGUNTA: ¿Es usted tan fuerte como aparenta?

RESPUESTA: No, no lo soy. Soy muy fuerte cuando creo en algo, si no puedo llegar a ser muy débil. La gente puede herirme muy fácilmente cuando noto que algo está mal, es incorrecto o falso.

P: ¿La han herido muchas veces?

R: Bueno, no crea, porque siempre he sabido rodearme de gente ‘normal’. Adoro a la gente cercana, que los toco y siento.

Esta mujer que tengo frente a mí fue también la primera en ganar un Oscar en una lengua extranjera haciendo historia en el mundo del cine. Fue en 1962 por Dos mujeres, rodada íntegramente en italiano: "Jamás había sucedido nunca antes. Fue algo increíble que recordaré toda mi vida. Guardo aún en mi cabeza todos los detalles de aquella madrugada. Yo no quise ir a la ceremonia, creo que de lo contrario nunca habría ganado. Así que me quedé en casa y ni siquiera vi la gala. Eran las seis de la mañana cuando Cary Grant me llamó: ‘¡Has ganado! ¡has ganado!’. Me caí derrumbada en el sofá".

P: A veces mira hacia atrás y piensa, ¿qué he hecho yo para merecer esto?

R: Sí. Y pienso si he sido inteligente para estar en el lugar correcto con la gente precisa o si por el contrario lo merezco porque he estado tan cerca de lo que realmente amaba hacer…

P: ¿Aunque su experiencia en Hollywood fue igual de positiva?

R: No, no fue algo bonito. Me recuerdo siempre en un coche, yendo de calle en calle, de un teatro a otro. Era muy diferente. Imagina una italiana sin hablar inglés allí. Duro, fue duro. Pero crees que estás en el sitio correcto en el momento correcto, incluso cuando piensas que no todo te va bien.

P: Hace cuatro años decidió publicar su autobiografía, ¿por qué entonces?

R: No sé cuántas autobiografías se han publicado de mí a lo largo de mi carrera. Muchas, mamma mia! Y algunas se acercan, pero yo nunca he publicado nada.

P: ¿Qué habría sido de no haber sido actriz?

R: No lo sé, quizá doctora. O quizá escritora y guionista.

P: ¿Se arrepiente de algo en su vida?

R: Nooooo –dice alargando ad infinitum la negación–. De nada. Quizá solo hay una cosa, pero no dependía de mí, y es que mi marido se fuese tan pronto. Todo lo que soy se lo debo a Carlo. Esa persona que me introdujo en el mundo del cine, quien me prestó ropa, me dio cobijo, amor, me hizo a mí misma, ese hombre fue Carlo Ponti. Y el padre de mis dos hijos, lo más importante de todo…

En ese preciso instante lanza una descomunal sonrisa y sin decir palabra se levanta del sofá para dirigir de nuevo sus pasos a la habitación de la suite. Regresa en escasos segundos con un álbum de fotos entre las manos. Se vuelve a sentar a mi lado, lo abre y repasamos juntos las más de cien fotografías, una a una, de la que ahora es su vida y sus recuerdos: su casa en Ginebra, Suiza, y la vida americana de sus dos hijos, Carlo, pianista, y Edoardo, cineasta, con el que va a colaborar en su próxima película, La vie devant soi.

P: ¿Ha renunciado a algo en su vida?

R: He renunciado a cosas, pero nunca me he arrepentido de ello. He sido firme y fiel conmigo misma. Ahora solo necesito serenidad en mi vida y un futuro para mis hijos. Sophia se despide con un beso en mi mejilla, apoya sus enormes manos a cada lado de mi rostro y me besa la frente. Tutta la fortuna per te, creo oírle decir. Emocionada, se levanta y gira sus pasos de nuevo hacia la habitación cuando, de espaldas, gira la cabeza haciéndome un gesto de despedida.

Ciao!

Dicen que no has vivido si no has visto caminar a Sophia Loren.