Polémicas en torno a las imágenes de Eva Perón, por Andrea Giunta

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Polémicas en torno a las imágenes de Eva Perón, por Andrea Giunta

12 Enero 2012

Reproducimos a continuación uno de los Ensayos sobre Arte Argentino y Latinoamericano, que han aparecido en el nuevo libro de Andrea Giunta Escribir la imágenes (Siglo XXI Editores). Agradecemos a la autora y a la editorial que nos han permitido compartir este material con nuestros lectores.  


El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer
Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva
sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y
cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el
crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología.

JORGE LUIS BORGES, “El simulacro”

Si la realidad es impenetrable, existen zonas privilegiadas
–pruebas, indicios– que permiten descifrarla.

CARLO GINZBURG, Mitos, emblemas, indicios

La búsqueda del sentido es un juego cautivador cuyos encantos
se asemejan a los de la exploración, los de la pesquisa, incluso
de la adivinación, y comprendo que uno se deje atrapar.

GEORGES DUBY, La historia continúa

En la biografía que escribe sobre Eva Perón, Alicia Dujovne Ortiz señala que la distancia entre el peronismo y sus adversarios radicaba, entre otras cosas, en un abismo estético. Al señalar esto no alude a problemas vinculados al campo del arte, sino a cuestiones que podríamos calificar como más viscerales, que remiten al violento choque entre cultura ilustrada y cultura popular que se produjo con el ascenso del peronismo. Un choque que se reiteró en diversos espacios y que encontró distintas formas de visibilidad.

Basta recordar, en este sentido, el desprecio y la repugnancia que en los sectores liberales produjo ver cómo el pueblo que ingresó el 17 de octubre a la Capital Federal lavaba sus pies en las fuentes de Plaza de Mayo. “Dos Argentinas frente a frente –dice Dujovne Ortiz–, la una en la calle y la otra (la de los descendientes de europeos) espiando por las ventanas” (Dujovne Ortiz, 1997: 126-127).

Podríamos hacer una extensa enumeración de costumbres, olores e imágenes que sirvieron a los sectores dominantes para desarrollar un catálogo que hacía del pueblo peronista más una fauna animal que un grupo humano. Estos repertorios descriptivos no estaban lejos de aquellos que señalaba Franz Fanon cuando analizaba las formas en que los colonos se referían a los colonizados; formas en las que destacaba las clasificaciones zoológicas con las que los primeros construían verdaderos bestiarios. “Aluvión zoológico” fue, precisamente, el calificativo que el diputado radical Ernesto Sammartino acuñó para la historia al referirse a esas masas que habían penetrado, violado la ciudad (Dujovne Ortiz, 1997: 127).

Pese a no aparecer entre sus propuestas, el enfrentamiento estético al que se refiere Dujovne Ortiz puede remitirnos a cuestiones directamente vinculadas a las artes visuales, que también encierran este conflicto entre alta cultura y cultura popular al que nos referimos.

Resultan todavía insuficientes los estudios sobre artes visuales durante el peronismo. Estos no suponen simplemente señalar que después de 1944-45 se produce uno de los movimientos de vanguardia más vigorosos de la plástica argentina –me refiero a los grupos de artistas concretos–, sino que implican preguntarse cuál fue el vínculo entre el campo artístico y el peronismo, cómo se planteó la relación entre la escena oficial y la no oficial, crítica y/o contestataria, si existió un arte del peronismo y cómo fue, y en caso de que no haya existido, por qué. La más superficial aproximación a este nudo de problemas nos confronta con un conjunto de cuestiones apasionantes frente a las cuales la historiografía recorre por caminos separados la historia del arte y la de la cultura.

No es que durante el peronismo nada haya sucedido en términos de artes visuales, sino que, al parecer, nada verdaderamente importante se habría producido. Compartir esta afirmación presupone compartir también el lugar ideológico desde el que se la formula: nada importante si nos ubicamos en la perspectiva del arte moderno y de las vanguardias para armar nuestra genealogía de hechos relevantes.

El problema no interesa porque se proponga postular nuevos valores ni invertir los establecidos. Tampoco se busca atribuir características de renovación vanguardista, anticipación o calidad a obras producidas dentro del programa del peronismo. Lo que me interesa rescatar es, ante todo, el silencio. Me interesa, porque esta cuestión permite reflexionar sobre otras cuestiones relevantes para la discusión y que tienen que ver con la manera en la que estamos construyendo la historia del arte en Latinoamérica.

Indagar en este silencio sirve para pensar cómo se articulan los relatos establecidos, cuáles son los valores que los rigen y cómo se ordena su discurso a partir de la recuperación de una trama que ha servido para establecer un orden que no logra romper con los patrones instaurados por la tradición europea de la historia del arte. Lo que propongo aquí es comenzar a trabajar sobre el lado oscuro, oculto, de esa historia, para mirar las imágenes no desde la teleología de la exaltación vanguardista,sino desde la trama cultural en la que estas circularon y se reprodujeron.

Conflictos y coexistencias

Tal como los famosos discursos de Oscar Ivanissevich –ministro de Educación entre 1948 y 1950– nos recuerdan, las relaciones entre las artes visuales y el peronismo fueron tensas. Reiteradas veces la bibliografía asimiló la estética del peronismo a la de aquellos regímenes con los que se lo comparaba, el nazismo y el fascismo.

Sin embargo, el peronismo no organizó exposiciones de arte moderno, al que tildó de “degenerado”. Existió, sin embargo, una lectura espejada y anticipada. El Salón Independiente, organizado en 1945 como un frente que reclamaba por la democracia y que se oponía al fascismo, estableció una narrativa que se mantuvo durante los diez años del peronismo.(1) El régimen no carecía de estética, pero esta prácticamente no intervino en el campo de las artes eruditas. Es sabido que el peronismo prefería el realismo a la abstracción. Era la representación realista la que mejor permitía acercar el arte a los objetivos que encerraban los máximos deseos expresados por Eva Perón:

Aspiramos a que la cultura llegue a todos aquellos trabajadores de la patria que busquen un refugio espiritual o que anhelen elevar su nivel intelectual, y pondremos al alcance de ellos todos los medios que les fueron sistemáticamente negados por gobiernos anteriores, que cerraron sus puertas a las masas laboriosas, tan ansiosas de cultura como de justicia.(2)

Sus palabras tenían el sentido de una reparación. Pero las medidas que instrumentaron la búsqueda de nuevas formas de distribución de la cultura no radicaron tanto en prohibiciones estéticas o en preceptivas sobre las expresiones artísticas que serían admitidas por el régimen, sino en el establecimiento de mecanismos de difusión incluyentes que permitieran acercarles a los sectores populares lo que hasta entonces les había sido negado.(3)

También es cierto que los reglamentos de los salones nacionales, aquella representación artística en la que todos los artistas querían estar presentes, comenzaron a incluir ciertas pautas que favorecían determinados temas. Esto es claro a partir de 1946, cuando se crean los premios que proveyeron a los despachos de los ministros de obras vinculadas a las funciones que cada uno desempeñaba.

Así, por ejemplo, el premio “Ministerio del Interior” sólo podía concederse, según establecía el decreto firmado por el Presidente de la Nación, a una “obra de carácter folclórico que [presentara] escenas, costumbres, paisajes y tipos característicos de las regiones del interior del país”.(4)

Es obvio que, sobre estas bases, las relaciones del peronismo con los grupos de artistas abstractos que representaban a la vanguardia artística no serían fluidas. El desinterés no provenía sólo del régimen, indiferente a esas formas crípticas, para cultas minorías.
 
La animosidad provenía también de los artistas que sumaban razones para enfatizar el espíritu antiinstitucional inherente a las iniciativas de la vanguardia. Las razones que impedían el diálogo quedaron emblematizadas en las frases de Ivanissevich, que proponía la extirpación de las expresiones artísticas que consideraba morbosas:

Ahora los que fracasan –sostenía el Ministro–, los que tienen ansias de posteridad sin esfuerzo, sin estudio, sin condiciones y sin moral, tienen un refugio: el arte abstracto, el arte morboso, el arte perverso, la infamia en el arte. Son estas etapas progresivas en la degradación del arte. Ellas muestran y documentan las aberraciones visuales, intelectuales y morales de un grupo, afortunadamente pequeño, de fracasados.
[...] El arte morboso, el arte abstracto, no cabe entre nosotros, en este país en plena juventud, en pleno florecimiento. No cabe en la Doctrina Peronista, porque es esta una doctrina de amor, de perfección, de altruismo, con ambición de cielo sobrehumano. No cabe en la Doctrina Peronista, porque ella nace en las virtudes innatas del pueblo y trata de mantenerlas, estimularlas, exaltarlas.(5)

Este discurso de corte fascista no debe conducirnos, sin embargo, a conclusiones apresuradas. El peronismo no destruyó ni proscribió ni limitó la actividad de los artistas abstractos. Por el contrario, y contradiciendo la narrativa que destaca la oposición entre abstracción y peronismo, estos, por momentos, convivieron.

En 1952 se presentaba en el Museo Nacional de Bellas Artes la exposición La pintura y la escultura argentinas de este siglo. La exhibición, que reunía cincuenta años de arte argentino, incluyó todo: desde el escudo peronista en la fachada del museo hasta los retratos de Perón y Evita flanqueando la exposición, y una sala completa de obras de artistas abstractos.

Auspiciada por la Dirección General de Cultura del Ministerio de Educación, la exposición fue presentada como “el hecho cultural del 2° Plan Quinquenal”. El Plan expresaba una voluntad de renovación y de apertura internacional, y la muestra también se involucraba con estas ideas. El pluralismo fue el eje del recorrido por la historia del arte argentino, que también incorporaba a los abstractos contemporáneos.(6)

Los movimientos Madí y perceptista no fueron excluidos de esta exposición en la que la multiplicidad de estilos sirvió para ilustrar las capacidades creativas del nuevo hombre argentino. La exposición no se tejía, sin embargo, al margen de la retórica de la imagen que reproducía el discurso del régimen, señalada por el escudo y los retratos oficiales.

En las salas, todos los artistas abstractos estaban representados con sus obras. Aún más: en 1953 la abstracción fue la estética que predominó en la representación argentina en la segunda Bienal de San Pablo.(7)

Esta relación cambiante con la escena del arte y con el arte abstracto atraviesa el proceso de recepción de dos representaciones de Eva Perón realizadas entre 1950 y 1952, años en los que cristalizan los rituales peronistas y en los que su figura y la de Perón pasan a ocupar el centro de los actos oficiales y adquieren rasgos de culto (Plotkin, 1994).

Esto fue así sobre todo en el caso de Eva. En el conjunto de imágenes que contribuyeron a consolidar su culto, las producidas dentro del terreno del arte estuvieron atravesadas por diversos conflictos.

Numa Ayrinhac fue, desde 1948 y hasta su muerte, el 23 de marzo de 1951, “el pintor oficial”, “el retratista del pueblo”, tal como, al parecer, comenzó a identificárselo en esos años durante los que realizó más de veinte retratos de Perón y de Eva. Ayrinhac no era, sin embargo, un simple retratista. Nacido en Francia en 1881, se radicó en la provincia de Buenos Aires en 1884 y si bien en los primeros años tuvo una formación de artesano, estudió más tarde con Ernesto de la Cárcova, a quien, además, acompañó en su viaje a Francia, donde vivió por más de diez años.

Allí asistió a la Academia de Bellas Artes de París y más tarde al taller Grande Chaumière; presentó su obra con regularidad en el Salón de París y llegó, incluso, a obtener la Medalla de Oro en la Exposición Internacional de Toulouse. Durante la Primera Guerra regresa a la Argentina y se dedica plenamente a su profesión, especializándose en el retrato y en el paisaje. Cuando comienza a pintar a la familia Duarte, Ayrinhac era el retratista de la sociedad; no resulta difícil pensar que Eva, que ahora se vestía con los modistos de los poderosos, quisiera también apropiarse de sus pintores.

Ayrinhac utilizaba para sus retratos procedimientos tradicionales: componía la escena ubicando a su modelo en un paisaje inexistente, armado con diferentes fragmentos de la realidad. En cuanto a sus retratados, seguía un camino semejante: los hacía posar pero también utilizaba fotografías y componía la imagen con, por ejemplo, el rostro de una toma fotográfica y las manos de otra.

Así, aunque la imagen tenía la apariencia de haber sido realizada frente a su personaje, de haber conservado el registro de un contacto real, generado durante el tiempo de realización de la pintura, era, en verdad, un contacto que había pasado por diversas mediaciones: los bocetos, las tomas fotográficas, la decisión del artista de seleccionar fragmentos para recomponerlos en su imagen y el tiempo de ejecución frente a los apuntes y las fotografías de su modelo.
 
Todos estos materiales y momentos adquirían, por la fuerza de su pincel, una nueva existencia y se hacían, por la pasta de la pintura, una nueva realidad. La necesidad de contar con retratos para los despachos oficiales y para los grandes transatlánticos hizo que los encargos no se detuvieran y que Ayrinhac llegara a utilizar el mismo rostro, tomado de la misma fotografía, para realizar varios cuadros en los que su modelo sólo se cambiaba de vestido. Entre todos los retratos que hizo de Eva, uno alcanzaría una gloria tan inmensa que lograría, incluso, hacer desaparecer a su autor.

En la segunda quincena de setiembre de 1951, pocos días después de la renuncia de Eva ante las multitudes a la candidatura a la vicepresidencia que estas le habían ofrecido el 22 de agosto, en una masiva manifestación convocada por la CGT, aparece, publicada por ediciones Peuser, La razón de mi vida.

Esta autobiografía, escrita en primera persona por el periodista español Manuel Penella de Silva y corregida (sobre todo en su feminismo instintivo) a pedido de Perón por el ministro de Asuntos Técnicos Raúl Mendé (Dujovne Ortiz, 1997: 250-253), terminó siendo tan escasamente real como su retrato.(8)

El libro, que en poco tiempo alcanzaría el millón de ejemplares, llevaba en la tapa y en las primeras páginas uno de los retratos de Eva pintados por Ayrinhac. Ella aparecía aquí en una compleja síntesis construida en el borde de la entramada retórica con la que había diseñado su imagen pública. El cabello rubio, estirado y recogido en el rodete que había adoptado desde 1947 y que cuidadosamente su peluquero Pedro Alcaraz reinventaba cada mañana buscando un modelo distinto, asomaba atado en una trenza detrás de cuello; los aros y la gargantilla de rubíes y brillantes eran lujosos pero no llegaban a la ostentación que le había valido los ataques y ridiculizaciones de las clases dominantes.

Es sabido que las joyas eran para Eva un elemento central para la seducción de su audiencia. Vale la pena recordar, en este sentido, la respuesta que según sus biógrafos había dado al dictador español Franco cuando este se mostró sorprendido ante los oros y pedrerías que había elegido para encontrarse con los obreros españoles: “A los pobres –le había dicho ella– les gusta verme linda. No quieren que los proteja una vieja mal vestida. Ellos sueñan conmigo y no puedo decepcionarlos” (cit. en Dujovne Ortiz, 1997: 160). Eva quería, con su imagen, despertar el deseo. Sobre este principio se apoyaba también, en parte, la política que desarrollaba desde su Fundación: mostrar y dar el lujo a los pobres para que estos aprendieran a desear y a pedir (Dujovne Ortiz, 1997: 161).

La imagen recurría a una exuberancia recortada por cierta austeridad: el vestido de broderie oscuro con una rosa de seda natural rosada aplicada en el hombro, diseñado por Rocheau, no registraba el despliegue de brillos y drapeados con el que aparecía en otros retratos;(9) todo trabajaba sobre un límite que tendía a darle grandeza sin renunciar a una contenida y digna simplicidad (imagen 11).

11. Numa Ayrinhac: Retrato de Eva Perón publicado en Eva Perón, La razón de mi vida, Buenos Aires, Ediciones Peuser, 1951.

Eva aparecía sonriente, con una mirada dulce y guardiana, liderando con su figura un paisaje que compactaba la pampa (emblematizada por la representación del ombú) con la cordillera. Esta imagen cargada de vida y optimismo, que acompañaba los cientos y cientos de libros que llegaban a las manos de miles de mujeres y de niños, difundía una versión muy diferente de aquella que diariamente conocía la población que seguía el progresivo deterioro de su salud.

Mientras la radio transmitía permanentes misas pidiendo por su restablecimiento, la imagen era casi la contracara vital de una Eva que se extinguía en la enfermedad. Un talismán que conservaría el registro de un instante que reunía gestos de distintas tomas fotográficas.

Esta representación de Evita se desparramaría por el mundo acompañando las traducciones del libro –al italiano, al inglés, al francés, al japonés, al Braille–, los sellos postales adheridos a miles de cartas, los libros con los que los niños aprendían a leer.

12. Sello postal con la imagen de Eva Perón.

También, casi inmediatamente, se incorporaría a los actos políticos previos a las elecciones del 11 de noviembre de 1951, en los que el pueblo la llevaría como estandarte. La imagen ganaba el espacio público en un momento de tensiones. Además del heroico renunciamiento del 30 de agosto, el levantamiento de Benjamín Menéndez del 28 de septiembre y los datos alarmantes acerca de su salud alimentaban un clima de angustia y zozobra. Es en este clima candente cuando el 18 de octubre de 1951 se declara Santa Evita en lugar de San Perón, y cuando su imagen pasa a integrar los rituales que servirían para recrear la base mítica de la
legitimidad del régimen (Plotkin, 1994: 130).

El de 1951 fue, por lo tanto, un año clave en el proceso de canonización de su imagen. No resulta entonces extraño que cuando Ignacio Pirovano, director entonces del Museo Nacional de Arte Decorativo, viaja a París en 1950 y recibe el impacto de la escultura de Sesostris Vitullo, un artista que le era hasta ese momento totalmente desconocido, piense pocos meses más tarde que era el indicado para hacer un monumento de Eva.

Cuando Pirovano ve la obra de este artista argentino –que desde 1925 residía en París en una situación de completa pobreza e ignorado por las autoridades argentinas–, decide utilizar sus poderes (credenciales del Ministerio de Educación y pasaporte oficial otorgado por Relaciones Exteriores) (Pirovano, 1997: 13-17) y sus vinculaciones.

Logra así llevar al taller de Vitullo a sus amigos Georges Salles, director general de Museos de Francia, y Bernard Dorival, del Museo Nacional de Arte Moderno de París, quienes, “duros de asombro y admiración” (Pirovano, 1997: 15), le ofrecieron las salas del museo para realizar una retrospectiva de su obra. No sorprende entonces que, en el momento en que se requerían las mejores manos para forjar la imagen, para cincelar el rostro de aquella a quien se estaba atribuyendo el carácter de santa, se pensara en Vitullo, el artista argentino que había logrado la admiración de París.

Pero Vitullo no era un retratista. Tenía un programa y una estética que pretendían apartar sus temas de las contingencias. Su obra estaba marcada por la “voluntad de llegar a la abstracción por el duro camino del análisis de formas concretas” (Dufet, 1953:22) y este programa no era, obviamente, el más apropiado para captar en forma realista los rasgos y los gestos de Eva. Vitullo escribe a Pirovano pidiendo información sobre su modelo. Decide retratarla como un “arquetipo símbolo”, como liberadora de las razas de América, como un “mascarón de proa rodeado de laureles” (Barone, 1973).

Pero ese rostro esquemático y no identificable, distante de su imagen popular, no podía representar la agenda de los funcionarios. Antes de exponer la obra en su retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de París, Vitullo la descubre en la embajada argentina, a cuyo sótano es rápidamente trasladada.

Vitullo no podía disolver su estética ante la imagen que debía representar; tenía, necesariamente, que ajustar la imagen a su programa. Pero la obra, que presentaba un rostro anguloso y cortante, ajeno a la sonrisa dulcificada y a la mirada protectora que convocaba a las multitudes, fue retirada de la embajada sin llegar a exponerse en la muestra retrospectiva. La muerte casi inmediata de Vitullo, el 27 de mayo de 1953, envolvió a esta pieza en el misterio y su existencia permaneció casi desconocida hasta 1973, cuando
la revista Crisis publicó un artículo sobre ella; y en 1996-97 regresó al país y fue, finalmente, presentada en Buenos Aires.(10)


13. Fotografía de la escultura de Sesotris Vitullo, Monumento a Eva Perón, 1952.  

Que el arte abstracto se expusiera en el Museo Nacional o fuera protagonista en una representación internacional del arte argentino no implicaba que el rostro de Eva pudiese ser sometido a un tratamiento abstractizante. La imagen molestaba por lo distante que estaba de su modelo; tal era esta distancia que sólo el título y la inscripción firmada, grabada en una de sus caras, permitían identificarla: “Yo seguiré para mi pueblo y para Perón desde la tierra o el cielo. EVITA” .

La frase, en un acto cuyos autores no se conocen, fue secretamente eliminada por el cincel. Sumida en el anonimato, la escultura de Eva desapareció transitoriamente de la escena pero no logró, nunca, diluir a su autor. Un extraño intercambio existió entre ellos, ya que recién en los años noventa, debido a la avalancha comercial que se apoderó de la figura de Eva, los nombres de ambos fueron reinscriptos: el de Eva, cuando la obra fue rebautizada; el de Vitullo, al acceder a una retrospectiva que lo reinstaló en el espacio artístico argentino.

Mientras que el retrato pintado de Eva cayó en la redada que destruyó sus imágenes durante la Revolución Libertadora, sus reproducciones se apropiaron de la memoria de su rostro a tal punto que aún hoy forma parte del repertorio central que se utiliza para condensar su imagen.

Sólo en los años noventa, cuando el peronismo dejó de representarse como una amenaza para los sectores dominantes, ambas imágenes superaron el conflicto en el que por diversos motivos habían quedado sumergidas para ingresar en el inexpugnable territorio del arte y también para llegar, incluso, a ser atrapadas por el poder del mercado en el que todos los bienes se convierten en mercancía negociable.

 

1 Véase pp. 91 y ss.

2 Reproducido en el catálogo del Segundo Salón Nacional de Estudiantes de Artes Plásticas Eva Perón, Salas de Exposición de la Dirección General de Cultura, 1952.

3 Por ejemplo, la “Exposición de 50 dibujos antiguos de la colección Bayley”, que llevaba los dibujos atribuidos a Masaccio, Carracci, Murillo, Il Correggio, entre otros –patrimonio del Museo Nacional de Bellas Artes–, a varias ciudades del interior del país, en el marco de los
“Festivales de Cultura” realizados entre el 21 de septiembre y el 28 de noviembre de 1953.

4 Véase el decreto reproducido en el catálogo del XXXVI Salón Nacional de Artes Plásticas de 1946.

5 “Inauguróse ayer el XXXIX Salón de Artes Plásticas”, La Nación, 22 de septiembre de 1949.

6 Gyula Kosice, Martín Blaszko, Yente, Ennio Iommi, Raúl Lozza, Fernández Muro, Tomás Maldonado, Curatella Manes, Miguel Ocampo, Aníbal Biedma, Alfredo Hlito, etc. Véase el catálogo de la exposición La pintura y la escultura argentinas de este siglo, Museo Nacional de Bellas Artes, 1952-53.

7 Entre otros, Martín Blaszko, Sarah Grilo, Alfredo Hlito, Gyula Kosice, Raul Lozza, Tomás Maldonado, Fernández Muro, Miguel Ocampo, Lidy Prati, Julián Althabe, Claudio Girola, Ennio Iommi. Véase el catálogo de la II Bienal de San Pablo de 1953: 67-71. El envío estaba organizado por la Subsecretaría de Difusión del Ministerio de Relaciones Exteriores de Argentina.

8 Según Dujovne Ortiz (1997: 252): “En octubre de 1951, un mes después de la publicación de La razón de mi vida, el autor del manuscrito que nunca leeremos fue a visitarla por última vez para decirle adiós: se volvía a Europa. La encontró pálida y triste. Por su enfermedad, pero también por haber demostrado poco coraje al permitir que Perón la despojara”.

9 Por ejemplo, en el retrato en el que está junto a Perón, también de Ayrinhac, que se encuentra en el Museo de la Casa Rosada, o aquel del que se conserva sólo la fotografía y que precedía la exposición La pintura y la escultura argentinas de este siglo, ya citada.

10 Fue expuesta en la Fundación Proa en marzo de 1997. La trajo al país
Guido Di Tella y es propiedad de la Universidad Torcuato Di Tella.