A ver cómo te lo explico, José Alberto. Que una cantante muestre sus tetas al público como un acto de reivindicación no tiene nada que ver con el destape. Tampoco con el topless que, aunque no lo creas, sigue ofendiendo hoy a muchos josealbertos. Ni siquiera, sorpréndete, con las revistas porno que hojeabas a escondidas en el cuarto de baño para percutirte el risketo y que gracias a los dioses ya no hay que ocultar bajo la cama porque existe Internet, jodío.

No, verás, Jesús Daniel. El gesto de Eva Amaral, que apelaba a tantas mujeres, tiene que ver con todo lo que tú no eres respecto a esas tetas. Consiste en exigir que sus tetas, o las de Rocío Saiz, o las de Rigoberta o las de Bebe, las suyas y todas las nuestras, las tetas pares y las tetas impares, las tetas veinteañeras y las octogenarias, las flácidas, las turgentes, las blancas y las negras, se modelen con nuestra mirada y no con la tuya. Que sean, independientemente de lo que han sido para ti y para todos los tú de nuestra agotadora historia. Que primero nos pertenezcan a nosotras, Ángel Manuel, y después… también.

Tú no puedes sostener que ese gesto de dejar los pechos al aire en un escenario está obsoleto y al mismo tiempo que a una mujer que canta para sus fans se la lleve la policía por escándalo público, Juan Francisco. O estás a setas o estás a Rolex, cariño.

También he escuchado lo de que los pechos al aire están mal porque toda nuestra sociedad está hipersexualizada, Carlos Andrés. Lo está: ya lo creo que lo está. Pero miraste hacia otro lado cuando Carrefour ponía relleno en las partes superiores de los bikinis de niñas de 4 años. No supiste o no quisiste mirar cuando durante décadas —escúchame, Ramón María: décadas— aparecían en televisión como adorno floral, vestidas con lo justo no por voluntad propia, sino masculina. Y lo hacían junto a señores de humor chispeante que se metían con ellas en jacuzzis, les dedicaban comentarios sicalípticos, les hacían cantar el mamachicho. No éramos: éramos con respecto a vosotros.

Tampoco te fijaste mucho en aquellos políticos que organizaban orgías con menores en pleno ejercicio de sus funciones gubernamentales. No te molestaste en mirar cómo se sentía una mujer cuando salía a la calle y la abrasaban a piropos no solicitados. Llámalos piropos, Enrique Roberto, llámalos agresiones sexuales verbales en toda regla.

Decidiste no mirar, o quizá esto también se te pasó sin querer, cuando tus compañeros, quién sabe si tú también, achacaban el ascenso de la única mujer de la oficina a que se la habría chupado al jefe. O cuando una diputada acusó de eso mismo a una ministra en el Congreso. Qué risas, ¿verdad?

Miraste hacia otro lado cuando los jueces sentenciaban que el agresor sexual quedaba libre porque la mujer iba provocando. Sí, pásmate: antes de preocuparte hasta perder el sueño por la Ley del solo sí es sí resulta que nosotras llevábamos a nuestras espaldas un número insoportable de sentencias judiciales que nos juzgaban con esa mirada hipersexualizada de la que te quejas ahora. Y en ese pasar sin mirar por nuestras vidas, ahora crees que María José Cantudo poniendo cachonda a media España para poder ganarse las lentejas era el colmo de la libertad femenina. Es lo que tiene no mirar a lo importante y entretenerte en lo accesorio.

Me comparas, Sergio Norberto, a las mujeres que exhiben escote en espectáculos para goce y disfrute eminentemente masculinos con que una mujer que ha vendido cuatro millones de discos y que no va a vender ni un ejemplar más por enseñar las tetas reivindique a otras compañeras sometidas a escarnio por hacer lo mismo. Me comparas unas tetas tomando el sol en la playa con las que se exhiben para reclamar que se nos deje de ver como eso, como dos tetas.

Tú, Felipe Luis, tú mismo clamabas contra las tetas mostradas que no estaban destinadas a darte placer: las tetas de Femen. Las tetas de las mujeres que dan el pecho en lugares públicos. O las tetas de las nudistas. Las tetas que no recibes gratis en Pornhub, y que salen a recordarte que se va terminando tu reinado en solitario. Esas tetas te han ofendido siempre y te indigna hasta lo más profundo del tuétano de tus huesecillos que las mujeres comiencen a defender los límites de su cuerpo de los ojos que las miran. Porque ves caer otra piedra de tu castillo infranqueable, y eso no mola nada.

Ya, no le pondrás ese nombre. Te desharás en críticas que se contradicen entre sí («eso ya se hacía en los setenta»/«no sé por qué tienen que enseñar las tetas delante de la gente»). Probablemente buscarás darle otra vuelta de tuerca a tu argumento hasta que encaje. Yo también he forzado dos piezas de puzle cuando no sabía cómo resolverlo, Antonio Emilio. Todos hemos sentido esa pulsión.

Pero perdóname por recordarte lo que es obvio, también para ti: esas tetas que ahora, para no importarte nada, no paras de convocar, no están en los periódicos para tu goce. Ya siento ser yo quien te lo recuerde. Esas tetas tan lejos del porno que consumes a hurtadillas, cuando tu mujer no te mira, son las tetas de la conciencia colectiva. La de las mujeres que piden paso y reclaman su espacio no a tu lado, no detrás ni delante, ni encima ni debajo: en un lugar hecho para ellas. Y sí: esas tetas, querido Lucas Alejandro, os dan miedo.