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La reina de Saba

La historia de Isabel Barreto la primera mujer almirante


y gobernadora de las islas Salomón

Mario Escobar

Copyright © 2021 Mario Escobar


Todos los derechos reservados.
ISBN:
DEDICATORIA

A las mujeres que han emprendido caminos


que ningún hombre ha transitado jamás.

A los cientos de españoles que dejaron sus vidas en el Pacífico


y descubrieron mundos que jamás pudieron narrar.

“Y el rey Salomón dio a la reina de Saba todo lo que ella quiso, y todo lo que pidió, además de lo
que Salomón le dio. Y ella se volvió,
y se fue a su tierra con sus criados.”
2 de Crónicas 9:12

“Quienes no se mueven no notan sus cadenas.”


Rosa Luxemburgo
CONTENIDO

La reina de Saba
DEDICATORIA
Prólogo
Primera parte: Las mujeres intrépidas
1. Una vida entera
2. Vicisitudes
3. La Gran Dama
4. Polizón
5. Paita
6. El piloto
7. Una salida precipitada
8. La nave capitana
9. El Santa Isabel
10. La pequeña batalla
11. Las Marquesas
12. El recibimiento
13. Mi hijo
14. Rebelión
15. Mala espada
Segunda parte: Islas Salomón
16. Malope
17. Colonia
18. Agonía
19. Sufrimiento
20. Decisiones
21. Almiranta
22. Perdidos
23. Angustiados
24. Islas
Tercera parte: Manila
25. La ciudad
26. Disputa
27. Amor prohibido
28. La discusión
29. El nuevo gobernador
30. Amante
31. Las trompetas
32. Pobreza o riqueza
33. El secreto
34. Retorno
Cuarta parte: Nueva España
35. Terror
36. Rumbo incierto
37. Frente a costas desconocidas
38. Nueva Albión
39. Acapulco
40. Problemas
41. Lima
42. Audiencia
43. Chile
Quinta parte: España
44. Viaje a España
45. La Corte
46. El valido
47. Lágrimas
Epílogo
Algunas aclaraciones históricas
Ruta del primer y segundo viaje de don Álvaro de Mendaña
Datos de personajes históricos
Prólogo
Todavía no había amanecido a pesar de que, en la línea del horizonte, la claridad comienza a
dividir la oscuridad de la noche del presto día. Isabel ya está en pie y, con la vela encendida, mira
de nuevo las cartas esféricas. Las examina con el mismo cuidado con el que acariciaría al niño
que nunca tuvo. Más tarde las guarda en su arcón, como si fueran el último tesoro que aún le
quedara. Después se asoma a la ventana y otea el horizonte entre los abedules que ya están
amarillos. Echa de menos la Mar, las interminables jornadas donde los galeones surcaban lo
desconocido y se adentraban en el fin del mundo.
La sirvienta llama a la puerta, y con un gesto le anuncia que el desayuno está listo, toma su
manto y se cubre los hombros, la casa se siente fría. Baja por las escaleras torpemente, nota cómo
los huesos le crujen tanto como la madera podrida y, cuando llega a la cocina, se siente exhausta.
La criada le pone un poco de pan de centeno con queso, la mujer come con poca gana y enseguida
los deja a un lado, regresando a sus ensoñaciones como un quijote melancólico y taciturno.
Unos fuertes golpes en la puerta despiertan del todo a las dos solitarias mujeres. Se miran
sobresaltadas, con los ojos le indica a la criada que se apresure a abrir la puerta, a pesar de que
no esperan a nadie a esas intempestivas horas.
—¿Quién va con estas prisas? —pregunta la mujer, pero la única respuesta que recibe es un
silencio tan incómodo como el estruendo de los golpes. Duda, mira de nuevo a su ama y abre el
portalón. Fuera, el frío y la oscuridad reinan de tal forma que siente un escalofrío que le recorre el
cuerpo. No se ve a nadie con la escasa luz que se escapa por la rendija.
—¿Quién va?
No hay respuesta, pero entonces, alguien empuja la puerta con fuerza y la criada cae al suelo,
golpeándose en la cabeza.
—¡Dio mío! —exclama la muchacha asustada e intenta levantarse, pero dos figuras negras
entran empujando el frío al templado interior de la casa. La figura más alta apunta con un arcabuz
a la sirvienta y le dispara a bocajarro. La sangre salpica por todas partes, mientras la otra figura,
vestida de negro, cierra el portalón.
—Isabel Barreto, supongo. Sois vos, ¿verdad?
La señora no se molesta en contestar. No teme a las armas de fuego y, sobre todo, no teme a la
muerte. Ya se ha visto cerca de ese trance muchas veces.
—Perdone que no me presente —dice la figura más alargada, embozado el rostro y con una
daga en la mano. Su acento le delata como extranjero, posiblemente inglés.
—¿Desde cuándo el diablo anuncia su llegada? —comenta Isabel sin levantarse de la mesa.
—No soy el diablo, señora. Solo quiero que nos dé las cartas de navegación de su esposo.
—¿Qué esposo? He tenido dos y ambos están ya descansando con nuestro Señor.
—De don Álvaro de Mendaña, el descubridor de las islas Salomón en los mares del sur.
Isabel se pone en pie y se aproxima al hombre, huele a perfume y a sudor de caballo. Sin duda
ha hecho un largo viaje.
—¿Sabéis que aquí se queman a los herejes? No he conocido a un inglés que no lo sea.
—No tengo tiempo, señora y mucho menos paciencia.
La mujer se dirige a las escaleras con un candelabro en la mano y comienza a ascender hasta su
cuarto. Los dos hombres la siguen hipnotizados por la luz; ella se inclina sobre el arcón y lo abre
con una llave que tiene colgada al cuello. El tintineo suena al chocar la cadena con el metal.
En su interior hay algunas sedas, sobres, rollos de cartas marinas atados con cintas rojas.
Isabel se gira hacia ellos y les dice:
—¿Es esto lo que buscáis?
Los ojos azulados de los dos enmascarados brillan ante la luz de las velas.
Entonces, la mujer lanza el candelabro al arcón y los papeles y las telas comienzan a arder.
—¡Hideputa, apaga eso de inmediato!
Mientras una de las figuras se afana por sofocar el fuego, el otro hombre pone su puñal en el
cuello de la dama.
—¿Queréis ocultar más tiempo la ruta a las islas Salomón? Juro por mi rey Jacobo que no
habréis de vivir por más tiempo.
El hombre le corta el cuello y la última luz que ilumina los ojos azules de Isabel son los
recuerdos de los mares turquesas y las playas de arena tan blanca como la harina de aquellas islas
lejanas. Después se desploma en el suelo de madera hosco y exhala su último suspiro.
—Aquí únicamente queda este cuaderno —comenta el hombre alzando con la mano un pequeño
librito encuadernado en piel y cerrado con una pequeña argolla dorada.
El asesino toma el librito y lo guarda bajo su capa. Los dos hombres se dirigen hacia la planta
baja, tienen que llegar a su barco antes de que amanezca y los españoles descubran su hazaña.
Mientras corren hacia la barca que los espera en la playa, el más alto siente el lomo del cuaderno
en su costado y reza a Dios para que encuentren en él lo que no han hallado en las cartas esféricas.
Primera parte: Las mujeres intrépidas
1. Una vida entera
Los sueños son el camino que nos empujan a conseguir gestas inimaginables. Mi esposo llevaba
casi veintiocho años persiguiendo los suyos y cuando me convertí en su esposa, aquellas
fantásticas quimeras se hicieron también las mías. Los intrépidos y, a veces, temerarios idealistas
son los que trastornan el mundo. Los hombres antiguos domesticaron al caballo y construyeron los
primeros buques con la ensoñación de dejar su modesta aldea y descubrir qué había al otro lado
del mar que sus ojos contemplaban en el horizonte. Mientras la humanidad roturaba la tierra y los
bosques comenzaban a tener dueño, unos pocos aventureros intentaron ir más allá. Se lanzaban al
mar a la aventura, como si la suerte ya estuviera echada, esperando que los dioses los ayudaran a
alcanzar la gloria y la inmortalidad. Los griegos fueron los primeros que se dejaron seducir por el
espíritu de Jasón y sus argonautas. Moisés, patriarca del pueblo elegido, también emprendió un
viaje épico con los israelitas hasta la tierra prometida. Homero recorrió con su imaginación
lugares mágicos, a pesar de la oposición de los dioses. Pero fue el gran Heródoto el primer
viajero que surcó las olas del viento e intentó comprender el mundo en su plenitud. Desde
entonces todos los hombres que así se han considerado, han perdido el respeto a Poseidón y han
cruzado mares y océanos en pos de la gloria. Mi esposo, Álvaro de Mendaña, no buscaba honores
ni fortuna, ni privilegios ni títulos, era de ese tipo de españoles que se conformaban con
contemplar con sus ojos la vida y devorarla con los sentidos, pero antes de contar su historia y la
mía déjenme que me presente.
Mi nombre es Isabel Barreto, nacida en las tierras que el apóstol Santiago bendijo y convirtió
en míticas, criada en bosques misteriosos de neblinas aterradoras y prados salpicados de fecundos
animales. Algunos han comentado que mi abuelo era Francisco Barreto, conocido gobernador de
la lejana India; otros han escrito que mi progenitor era Nuño Rodríguez Barreto, conquistador del
Perú, nacido en Lisboa y que mi madre era Mariana de Castro, natural de la isla de Madeira. A
veces hay que permitir que tu historia se convierta en leyenda, porque los vanos mortales somos
demasiado vulgares para alcanzar la inmortalidad.
Siendo todavía muy joven salimos de nuestra casa para no regresar. Mis hermanos y yo vimos
la ciudad de Lima por primera vez en 1588; en aquel momento yo tenía quince años y mi hermano
Lorenzo era algo mayor. El resto de mis hermanas y hermanos apenas levantaban un palmo del
suelo. Si no hubiera sido por la generosidad de doña Teresa de Castro, esposa de García Hurtado
de Mendoza, recién nombrado virrey del Perú, no quiero imaginar cómo hubiéramos sobrevivido
en una tierra extraña. Mis padres poseían una considerable fortuna por su negocio de transporte de
mercancías, pero al poco de llegar al Nuevo Mundo nos dejaron huérfanos. Nos dejaron
demasiado pronto, cuando todavía no comprendíamos nada del mundo.
Ahora que todo esto forma parte del pasado, mientras observo nuestra nave en el puerto y
comenzamos a soñar con un nuevo viaje a las islas Salomón, tomada del brazo de mi galante
esposo, no puedo evitar sentirme emocionada.
—No es muy glorioso nuestro navío —comentó Álvaro que a sus cuarenta y ocho años aún
conservaba gallardía y elegancia.
—La gloria no está en el barco, esposo, siempre se encuentra en su almirante.
Álvaro me sonrió y después revisó con la mirada las velas, los aparejos y los cuatro palos.
—¿Aguantará un viaje tan largo y difícil? Hace veintiocho años nos costó lograr la hazaña,
ahora soy más viejo, llevamos cuatro navíos y casi cuatrocientas almas, entre ellas mujeres y
niños. Nada puede fallar.
No me gustaron sus palabras, sabía que era joven e impetuosa, algunos me miraban con malos
ojos, porque las mujeres bellas siempre hemos sido juzgadas con severidad por los caballeros y
las damas, como si fuera un sacrilegio haber sido favorecida por los deseos de Venus.
—Ya sé que el glorioso emperador Carlos prohibió a las mujeres embarcar para el Nuevo
Mundo y han estado excluidas de casi todas las hazañas que los españoles hemos conseguido en
este glorioso siglo, pero eso está a punto de cambiar. El almirante Colón, Juan Sebastián Elcano y
Vasco Núñez de Balboa no gozaron de vuestra fortuna. Las mujeres siempre damos otra
perspectiva a las cosas. Pensad en doña Inés Suárez, sin ella no hubiéramos conquistado Chile.
Mi esposo me observó con admiración y cariño, le gustaba comentar que jamás había conocido
a una mujer como yo, aunque no estaba segura de si lo hacía simplemente para halagarme.
—A veces exageráis como un sevillano y divagáis como un gallego —bromeó Álvaro.
Los dos regresamos del puerto a caballo hasta nuestra residencia en la ciudad. Mientras
recorríamos las calles recordé mi amada Galicia, a pesar de llevar tantos años lejos de ella.
Siempre que veía las montañas pensaba en sus verdes colinas. Los montes de Lima estaban
pelados y una niebla perpetua nos helaba los huesos.
—¿Estáis otra vez ensoñando, querida esposa?
—No me acostumbro. Siempre que miro las montañas creo ver las de mi pueblo.
—Pensáis que yo no echo de menos el Bierzo. No hay español que se precie que no sienta
cierta melancolía por su tierra. Aquí intentamos reproducir el viejo mundo, pero nada es igual ni
nada sabe de la misma forma.
Llegamos a las puertas de nuestro palacete y los criados se hicieron cargo de las cabalgaduras.
Caminamos por el suelo empedrado hasta el patio interior. Allí estaban Gerónimo y Diego
practicando con la espada. Me puse detrás de Diego y le pedí su arma. Después me remangué las
faldas con la mano izquierda y arremetí contra Gerónimo. Estuvimos un buen rato batallando hasta
que toqué su pecho con la punta del acero. Mi hermano frunció el ceño y tiró la espada.
—¡Maldita sea, Isabel! ¡Ya sabes que la guerra no es cosa de mujeres!
—Siempre te he vencido a la esgrima. ¿Acaso no soy una mujer?
Mi esposo soltó una carcajada. Seguimos nuestro camino hasta el salón principal, allí Lorenzo
y Lope de Vega se entretenían mirando cuidadosamente las cartas esféricas.
—Aquí se encuentran mis dos cuñados preparando la expedición. Nunca he conocido a
hombres tan tenaces como ellos.
Álvaro había luchado tanto tiempo para preparar su segundo viaje a las Salomón, que apenas
podía creer que ahora todos estuviéramos a su lado. No se acostumbraba a no tener que soñar a
solas, ahora debía compartir sus anhelos con nosotros.
—Le comentaba a Lope que tiene que partir de inmediato a Paita, para prepararlo todo.
Necesitamos más colonos y avituallamiento. Las islas no se van a poblar solas y tenemos que
llevar víveres suficientes.
—Todo se andará, Lorenzo. Las prisas jamás han sido buenas consejeras.
—¿Prisas? —preguntó Álvaro sorprendido—. Llevo desde antes de que vuestras mercedes
naciesen queriendo regresar a las islas. Cada minuto cuenta, sabéis que hay más enemigos de esta
expedición que amigos. El rey ya no quiere ampliar más el imperio, los ingleses nos acosan por
todas partes, y es de la opinión de limitarse a afianzar lo que ya hemos conquistado.
—Tenemos de nuestro lado al virrey —comentó mi hermano Lorenzo.
—Los virreyes vienen y van, no sabemos cuánto tiempo nuestro querido marqués de Cañete
estará en el Perú.
—No temáis, esposo, García Hurtado de Mendoza se encuentra aún en la edad de la virilidad y
su esposa no le dejará que nos abandone.
Álvaro arqueó una ceja, era un hombre apasionado pero escéptico, muchas veces había visto
cómo su amado plan se retrasaba por imprevistos o falta de recursos.
—Seguiremos con nuestros planes, que no quiera Dios que el virrey se arrepienta o los
marineros se nieguen a echarse a la mar. Ya saben vuestras mercedes que nuestro piloto Pedro
Fernández de Quirós es de los más capaces del mundo, pero tiene dudas acerca del viaje. El
viernes día nueve iremos al encuentro de Lope, que saldrá mañana mismo para Paita, y que tendrá
todo listo a nuestra llegada. Mañana comenzarán a cargarse las naves y preparar las cartas
esféricas nuevas.
A Lorenzo y Lope les pareció bien las órdenes de mi esposo. Después me retiré a mis
aposentos. La mañana era fresca, como todas en aquella ciudad. Mientras me desnudaba escuché
que alguien llamaba a la puerta.
—Adelante.
Mi hermana Leonor se asomó y después entró sin esperar mi permiso.
—Estáis cambiándoos, vendré más tarde.
—No hace falta Leonor, podéis entrar.
Me senté en el borde de la cama y la invité a que me imitase.
—¿Por qué yo no puedo ir en la expedición? Os acompañará Mariana, Diego, Lorenzo y Luis.
—Ya lo sabéis, Mariana viene con su esposo Lope, bueno su futuro esposo quiero decir, aquí
debéis quedaros Gerónimo, Gregorio, Antonio y vos. Nuestra familia tiene muchos negocios en
Lima y Nueva España.
Leonor parecía contrariada, era la que más se parecía a mí, con aquellos ojos azules y su pelo
triguero. Su piel blanca y tersa daba la sensación de estar esculpida en mármol.
—Yo tengo sed de aventuras como vos, no quiero quedarme para atender la casa y dar de
comer a mis hermanos.
—Os prometo que una vez que estemos establecidos en las islas os haremos llamar.
Necesitaremos muchas manos para construir allí un mundo nuevo. Será como el viaje de nuestro
querido almirante Colón. Álvaro está a punto de realizar una hazaña de la que hablarán los
hombres durante generaciones.
Leonor apoyó su cabeza en mi pecho y acaricié sus largos cabellos.
—¿No será que echaréis de menos a vuestro prometido?
El prometido de mi hermana, Rodrigo, viajaba en nuestra nave con el cargo de teniente. Dos
lágrimas comenzaron a surcar sus mejillas y llegaron hasta mis dedos.
—Ángel mío, cuidaré de tu amado y cuando os volváis a ver, con la ayuda de Dios, podréis
casaros.
Mientras consolaba a mi hermana me pregunté si sabría que no es fácil ser esposa: los hombres
eran demasiado orgullosos para comprender que Dios nos había creado para complementarnos, no
para que el varón se enseñoreara de la hembra. Nuestro Señor me había dado por marido a un
hombre excepcional, pero todas las esposas no tenían la misma fortuna.
2. Vicisitudes
Puerto del Callao, 7 de abril de 1595

No soy marinera, el mar siempre me ha causado un profundo respeto, por ello valoraba mucho que
mi esposo hubiera ofrecido a don Pedro Fernández de Quirós la dirección de las naves. Don
Pedro era un hombre recto y severo, su expresión siempre transmitía una mezcla de preocupación
y soberbia, algo poco común entre los portugueses que había tratado, que eran muchos. Aunque el
rasgo que más caracterizaba a su persona era la altivez. Llevaba desde joven sirviendo en la
Armada española, ya que nuestros dos reinos estaban unidos bajo un único monarca desde que el
rey Prudente reclamase la corona de Portugal, tras la muerte de su sobrino Sebastián I. El piloto
iba siempre acompañado de un escritor y poeta llamado Luis Belmonte Bermúdez, que se
dedicaba a contar la vida del piloto mayor, como si se tratara del mismísimo Pizarro.
El día anterior había partido para Paita mi cuñado Lope de Vega y mi hermana Mariana parecía
muy alicaída.
—No te preocupes, Lope es un diestro navegante —le dije mientras observábamos cómo se
cargaba la nao. Los indios se afanaban en subir las provisiones en fardos y las tinajas de agua
junto con los animales que nos acompañarían en el viaje.
—Ya lo sé, pero no nos hemos separado desde nuestro compromiso. Le echo mucho de menos.
Aquel comentario me hizo sonreír, ambos eran tan fogosos que habían escandalizado a los
criados en nuestro palacete. Me preguntaba cómo se las iban a apañar en un barco estrecho, donde
la intimidad prácticamente no existía. No estaban aún casados, pero actuaban como si ya lo
estuvieran.
—Eres demasiado apasionada, hermana —le comenté esbozando una sonrisa. Mi hermana
sonrió con una mirada picarona.
—Yo no me he casado con un viejo.
Aquel comentario me ofendió, Álvaro era muchas cosas, pero su vigor no tenía nada que
envidiar al de un joven mozo.
—Más vale la experiencia que la imprudente juventud, mi esposo sabe explorar lugares
recónditos, no lo olvides.
Estábamos en estas lides cuando se escuchó una fuerte discusión en el castillo de popa. Don
Pedro Marino Manrique, que gobernaba a la gente armada, era el maese de campo, ya que al
proponernos conquistar las islas necesitábamos una fuerza militar, y discutía acaloradamente con
el contramaestre.
—Sus hombres no pueden entrar en la embarcación arrollando a los marineros. No olvide que
son nuestros invitados.
El maese de campo echó mano a la espada y levantó el mentón.
—¿Qué os creéis vos? Nosotros somos soldados de su majestad, no marineros baldragas.
—¿Baldragas? ¡Por la Virgen Santísima, dadme una espada!
—¡Tranquilizaos caballeros! —tuve que intervenir.
Los dos hombres me miraron molestos, a los españoles no les gustaba que una mujer les
llamase la atención.
El maese de campo guardó su arma y caminó hacia los camarotes, seguido por sus oficiales.
Estaba abriendo la puerta cuando el piloto dijo a mi espalda:
—Mal empezamos, un maese de campo debe ser templado y con los nervios de acero.
El maese se detuvo y miró hacia nosotros.
—¿Acaso no conoce la jerarquía del mar? Soy el oficial al mando y si os ordeno que estrelléis
el barco contra unas rocas, me debéis de obedecer.
El piloto se asomó a la barandilla y con un gesto altivo le contestó:
—Yo no conozco más mando que el del adelantado, yo soy capitán de esta nao y en el mar
quien da las órdenes soy yo.
Dos de los soldados subieron corriendo por la escalera y se le enfrentaron, mi hermana dio un
paso atrás asustada, pero yo me interpuse.
—Guardar la bravura para la mar océana y los indios, que ya tendréis tiempo de demostrar el
valor que se le presume a los soldados del rey. ¿Acaso no sabéis que un reino dividido contra sí
mismo no prevalece?
No sé si fueron aquellas palabras de Cristo Nuestro Señor o que al final la templanza regresó a
bordo, pero los dos soldados bajaron a la cubierta y acompañaron a su señor a los camarotes.
Después me giré hacia el piloto y con paños destemplados le dije:
—Mesura señor piloto, que Dios nos llama a la paz y no a la discordia.
El hombre frunció el ceño al verse reprendido por una dama, pero las reglas de la galantería le
impidieron contestar. Luis Belmonte en cambio, con su lengua fácil se atrevió a decir:
—“Ira de mujer, ira de los dioses”.
A lo que yo respondí:
—Mejor decid: “Ira de mujer, ira de Lucifer”.
El poeta puso la mano en el brazo del piloto y sin contestar se alejó de nosotras.
Mi esposo Álvaro llegó al punto, al saber lo que había sucedido. Estaba rojo de ira y caminaba
con paso acelerado. Subió al castillo de popa y puso los brazos en jarras.
—¿Qué ha sucedido?
—No os preocupéis, ya sabéis lo que pasa cuando hay dos gallos en el mismo corral.
—¿Os han ofendido? Por Dios, que lo pagará caro.
—Esposo, las españolas sabemos guardar nuestra honra, no os preocupéis.
Álvaro miró hacia el piloto, sabía que no podía soliviantarlo, no había otro mejor en todo el
Nuevo Mundo.
—Está bien, pero no consentiré peleas a bordo ni que os falten el respeto, por algo soy el
adelantado y he preparado este viaje durante décadas, para que unos mentecatos lo pongan en
peligro. —Se acercó a su mujer, la agarró de la cintura y la miró a los ojos—. Cuidaos del piloto,
pero también del maese de campo. La ambición es buena en pequeñas cantidades, pero la soberbia
es peligrosa.
Álvaro me besó en la frente y después bajó para acelerar el embarque. Teníamos que partir en
un par de jornadas. Después bajé con mi hermana hasta el camarote. Nuestra actitud festiva había
cambiado por completo, justo al abrir la puerta observé a un joven desconocido, se ruborizó al
verme.
—Señora —dijo mientras hacía una reverencia.
—¿Quién sois vos?
El joven pareció azorarse más aún, como si no estuviera acostumbrado al trato con las damas.
—Tomás Escobar, aprendiz de piloto.
Mi hermana sonrió y el joven nos abrió la puerta.
—Muy galante, espero que disfrute del viaje —le dije mientras el joven inclinaba la cabeza.
Al llegar al camarote principal, mi hermana no pudo aguantar más.
—¡Qué buen mozo! Este sí que te hubiera cabalgado hasta el alba.
—¡Por Dios, Mariana! Ya veo que necesitas ver a tu esposo con urgencia.
Nos asomamos a la ventana y vimos el sol reflejado sobre el océano. Una niebla quería
rodearnos como signo de malos presagios, pero el viento del sur impedía que llegara hasta
nosotros. Aquel océano infinito, casi ignoto, nos esperaba, recordé las proféticas palabras de
Homero que decían: “¡Ay, ay!, ¡cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen,
proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les
corresponde”. Esperaba que en nuestro caso no se hicieran reales, pero no podía evitar sentir un
mal presagio.

3. La Gran Dama
Puerto del Callao, 9 de abril de 1595

El día previsto de nuestra partida el viento era tan escaso que enviamos la galeota por delante,
para que fuera recogiendo alimentos y algunos marineros para la travesía. Nuestro galeón era
pesado y viejo, parecía moverse con la lentitud de las tortugas que había visto en algunas playas
del Nuevo Mundo. Aunque la fortuna vino a traernos mejores presagios de los que esperábamos.
Tras el retraso nos dirigimos al puerto de Santa, en la desembocadura del río Chimbote. Mi
esposo se encontraba algo molesto por la tardanza en el viaje, a pesar de que sabía que los vientos
eran los únicos responsables de acelerar o retrasar la travesía. Aquella mañana estábamos
entrando en el puerto cuando vimos un galeón bien surtido.
—Mirad ese barco —dijo Álvaro mientras contemplábamos la nao cercana.
—Parece que está con el calado hundido por la carga —comentó el maese de campo, que tenía
más de pirata que de soldado.
—Abordadlo con algunos hombres e informadme con qué productos comercia.
Pedro Marino tomó una docena de hombres y con una barca subió al galeón. Observamos cómo
llegaba hasta la cubierta, donde le salió al encuentro el capitán y un sacerdote. Nos encontrábamos
tan cerca que pudimos escuchar la conversación.
—Buenos días nos de Dios —saludó el sacerdote.
—Buenos días a vuestras mercedes —contestó secamente el maese de campo.
—¿Qué se os trae por esta nuestra nave?
—¿Vuestra nave? ¿Desde cuándo un vicario es dueño de un galeón?
—Eso no os incumbe.
El maestro de campo se dirigió al capitán, ignorando al clérigo.
—¿Qué mercancías transportáis?
El capitán parecía algo nervioso, pero sin mirar al dueño de la nao contestó a don Pedro.
—Transportamos harina, maíz y esclavos negros de la Habana.
Los ojos del maese brillaron al pensar en las ganancias de dichas mercancías, dos de ellas
eran de las más preciadas en el Perú.
—Harina y esclavos. Pues ambas quedan decomisadas en nombre de don Álvaro de Mendaña,
adelantado y almirante de su majestad el rey de España.
—Esto es un asalto, sois piratas no soldados de su majestad.
Don Pedro se abalanzó sobre el vicario y le apretó el cuello con su mano derecha, haciendo
que este se pusiera de puntillas.
—¿Pirata yo? Se os pagará lo que se os debe al regreso de la expedición. Estáis sirviendo al
rey y a Dios. ¿No queréis la evangelización de las islas del mar del sur?
—Sí, en ese caso que Dios os guarde, por favor soltadme.
—Os dejaremos a los esclavos y nos llevaremos el maíz, para que veáis que no somos
avariciosos.
El maese de campo soltó al pobre clérigo y este se derrumbó en el suelo. Con un gesto los
soldados comenzaron a subir la harina y el maíz a la barca para después transportarla hasta la San
Jerónimo, mientras realizaban la operación don Pedro dejó la nao y regresó a la nuestra.
—¿Qué hacemos con los negros? Podrían ser de utilidad en las Salomón.
—¿Esclavos? Queremos hombres libres que sepan cultivar la tierra, por eso llevamos familias.
No es nuestro deseo repetir en las islas los errores del Nuevo Mundo —le contesté algo molesta,
pero él supo responderme con premura.
—Tengo entendido que vuestra familia se enriqueció con el comercio de esclavos. Los
portugueses son los mayores comerciantes de negros del mundo.
Mi padre y el resto de mi familia había amasado una fortuna con la trata de esclavos, algo de
lo que no me sentía especialmente orgullosa.
—Lo que hiciera mi casa en el pasado no le incumbe.
—Maese de campo, será mejor que deje a mi esposa. No son portugueses, son gallegos, aunque
si lo fueran no habría ningún mal en ello. Dios ha hecho de dos reinos uno solo.
Don Pedro nos hincó su mirada torcida y después gritó a sus hombres para que se apresuraran.
El sacerdote en el otro barco miraba los sacos y clamaba al cielo al ver su fortuna evaporarse de
repente. Sabía que mi esposo pagaría sus deudas, pero el vicario podía pasar años antes de que
viera un solo doblón.
Tras cargar las nuevas provisiones nos alejamos del puerto y nos dirigimos a Santiago de
Miraflores, donde Lope de Vega nos esperaba con algunas familias que se harían a la mar con
nosotros: gente hacendosa, agricultores y artesanos llegados de España unos años antes. Allí tenía
previsto mi hermana casarse con su prometido, antes de que en alguno de sus encuentros se
quedara preñada y tuviéramos que pasar la deshonra de un hijo nacido fuera del matrimonio.
La ciudad de Santiago de Miraflores estaba al lado de la desembocadura del río Zaña. Muchos
la llamaban la “Sevilla del Perú”. La había fundado poco más de treinta años antes el virrey
Diego López de Zúñiga. Era una tierra fértil. Los indios habían creado hacía siglos una compleja
red de riego que los castellanos habían usado para cuidar sus cosechas. Lo único malo de la zona
era que aquellas tierras se inundaban con cierta facilidad, lo que destruía campos y casas.
Lope de Vega estaba allí reuniendo a algunas familias para nuestro viaje. En cuanto llegamos y
pusimos pie en tierra, era la primera vez que lo hacíamos desde nuestra salida del Callao, mi
esposo dispuso que antes de embarcar había que casar a las parejas amancebadas, para que Dios
llevara a buen término nuestro viaje. Se preparó para ello la iglesia del pueblo y después de una
ceremonia corta y una misa breve, se vació rápidamente la capilla, para comenzar la boda de mi
hermana.
Mariana era una de las mujeres más bellas del Perú, tenía el mismo color azulado en los ojos
que mi madre y que yo también había heredado, pero su pelo era rojo y rizado. Su piel blanca,
algo tostada por el sol del Nuevo Mundo, parecía de la seda más fina. Lope de Vega era un
hombre atractivo, algo mayor que ella, galante, alegre y valiente.
Estábamos todos esperando en la capilla impacientes, cuando entró mi hermana del brazo de
mi hermano Lorenzo toda la iglesia se puso en pie. Antes había entrado yo con mi cuñado, al no
tener ningún familiar que le acompañara en el viaje.
Los ojos de Lope no podían expresar más amor. Mientras mi hermana caminaba hacia el altar,
el hombre parecía nervioso, sudaba a mares y la tensión del momento le tenía aturdido. Aquella
ciudad era mucho más húmeda y calurosa que Lima. El rostro de Mariana estaba velado, pero al
llegar al altar él levantó con delicadeza la transparente tela blanca y ambos sonrieron, como dos
chiquillos que acabaran de enamorarse.
Mi esposo estaba al lado del sacerdote, se había vestido con sus mejores ropajes, lo que le
hacía parecer más joven y apuesto. Aquellos pocos años de matrimonio apenas le habían
emblanquecido los cabellos junto a las sienes, y seguía siendo un hombre fuerte y fogoso.
—Don Lope de Vega, capitán y oficial a mi mando, estamos aquí para que contraiga sagrado
matrimonio con Mariana Barreto, hija de Nuño Rodríguez Barreto y Mariana de Castro. ¿Os
presentáis ante mí de manera libre y voluntaria para dejar de ser dos y convertiros en una sola
carne?
Los dos afirmaron con un sonoro sí.
—Por la potestad que me ha concedido el virrey García Hurtado de Mendoza, marqués de
Cañete y servidor de su majestad el rey Felipe II, yo os declaro marido y mujer, lo que ha unido
Dios que no lo separe el hombre.
La pareja se besó delante de mi esposo que los miraba sonriente. Después se sentaron para
escuchar la misa y tomar la comunión. Al salir, los cocineros habían preparado una comida cerca
del puerto. La tarde era algo más fresca gracias a la brisa del mar; las mesas alargadas se
encontraban repletas de manjares y los invitados estaban sentados según su rango. En la mesa
nupcial, presidiendo se encontraba mi esposo, al lado Lorenzo y Lope, Mariana y yo, algo más
allá Pedro Marino y Pedro Fernández de Quirós, el resto de capitanes y Luis Belmonte.
—¡Quiero hacer un brindis por los novios! —vociferó Luis Belmonte algo achispado por el
vino.
Se hizo un silencio y todos levantamos las copas.
—Hasta ahora los españoles habíamos sido alabados por todos los hombres por nuestro valor
y honra, a partir de nuestro viaje, también las españolas lo serán. Doña Mariana y el nuevo
almirante Lope de Vega, título que le ha concedido hoy mismo nuestro adelantado, serán la
primera pareja que pueble las islas Salomón a la imagen de un nuevo Adán y Eva. ¡Que vivan los
novios!
Todos chocamos nuestras copas y repetimos a coro vivas y alabanzas.
Estábamos en lo mejor de la comida cuando uno de los oficiales de guardia se acercó y dijo
algo al oído de mi esposo.
—¿Estáis seguro? —dijo en voz alta, después frunció el ceño y mandó callar a los invitados.
—Necesito que la oficialidad me acompañe, el resto puede continuar con la fiesta.
A pesar de ser la boda de mi hermana, no podía dejar a mi esposo solo y le seguí. Tenía el
corazón en vilo cuando llegamos cerca de las naos.
—Querida esposa, disfruta de la boda de tu hermana.
—No, Álvaro, mi lugar se encuentra siempre al lado de mi esposo.
Sabía que no podía convencerme de lo contrario así que accedió a que le acompañase; el
piloto también su puso en pie y su cronista, que no quería perderse nada, para reflejarlo en su
libro.
Llegamos al puerto y un oficial señaló un galeón nuevo, reluciente y de velas tan blancas como
la nieve de Sierra Morena.
—Esta nao, señor, es mucho más veloz, nueva y de mayor calado. La San Jerónimo no llegará a
las Salomón —dijo Quirós acercándose a la nao.
—No estoy de acuerdo, la San Jerónimo ha hecho un excelente servicio durante todos estos
años.
—No lo dudamos —añadió Pedro Marino—, pero la madera está podrida y la carcoma la ha
debilitado, las velas remendadas mil veces y tiene menos capacidad que esta.
Observé el rostro apenado de mi esposo, la San Jerónimo había sido su galera preferida, la
conocía como la palma de su mano.
Lorenzo se aproximó hasta él y le colocó una mano en su hombro.
—Querido cuñado, sois como un padre para mí, respetaré vuestra decisión, pero creo que
nuestros oficiales tienen razón.
—Varios colonos nos han dicho que no entrarán en una nave tan vieja —añadió Lope con el
ceño fruncido. Sabíamos que era un hombre de palabra y aquello no era una invención.
Mi esposo dio un profundo suspiro antes de contestar.
—¿A quién pertenece esa nao?
—Es una nave comercial que llevaba harina, azúcar y otras mercancías a Panamá.
—Maese de campo tome la nao y traiga a los carpinteros de ribera para que la examinen. La
requisaremos para el viaje a las islas Salomón.
El maese corrió presto con sus hombres a ocupar el barco, los dos o tres marineros que se
resistieron fueron arrojados por la borda y un sacerdote que era dueño de la mitad de la mercancía
comenzó a rezar a pleno pulmón, para que todas las maldiciones del cielo cayeran sobre nosotros.
Uno de los soldados le dio un empujón y comenzó a blasfemar sin pudor. Mi esposo mandó darle
una bolsa de doblones y le pidió a Lorenzo que le ofreciera un pagaré con la premisa de que le
darían el resto de lo adeudado antes de dos años, tras su regreso al Perú.
La celebración de la boda tuvo que aplazarse y toda la tripulación cambió la mercancía de uno
al otro barco.
Cuando Mariana y yo entramos en los nuevos aposentos nos alegramos del cambio, eran mucho
más amplios y elegantes que los de la vieja San Jerónimo. Gracias a la nueva nao pudimos incluir
a algunas familias más entre el pasaje. Necesitábamos manos fuertes para construir nuestras
ciudades y arar nuestros campos en las nuevas tierras.
Mi hermana y yo comenzamos a explorar la nao, estaba tan llena de mercancías que apenas
entraban las que habíamos acumulado en el viaje. Vimos dónde acomodaban a las familias y
jugamos con los niños, que con sus caras angelicales nos hicieron sentir que nuestro viaje llegaría
a buen puerto.

4. Polizón
Aquella noche me desperté indispuesta, nos encontrábamos en alta mar. Nuestras cuatro naos se
dirigían a Paita, desde donde nos introduciríamos en el mar del Sur, ya que mi esposo sabía que
desde allí los vientos nos serían más propicios. El océano se encontraba algo revuelto y decidí
salir de mi camarote para tomar un poco el fresco. No había nadie en la cubierta, únicamente el
timonel permanecía en el castillo de popa, inclinado sobre el timón como si dormitase. Me dirigí
al castillo de proa y me quedé mirando la negrura, solo iluminada por la tenue luz de la luna, que
se reflejaba sobre las aguas. El aire fresco me despejó un poco, temía pasarme gran parte del
viaje mareada. Ya me había advertido mi esposo de que lo que unos llamaban Pacífico o mar del
Sur era de todo menos pacífico. Respiré hondo, y me dejé llevar por el sonido de las olas
golpeando la roda y la espuma que ascendía hasta el bauprés mojándome la cara. De repente vi
una sombra a un lado y me asusté. Un marinero corrió hacia mí y se lanzó hacia algo que se movía
en la oscuridad. Cuando lo levantó vi unos ojos blancos y brillantes en un rostro muy negro.
—Señora, no me haga nada por favor.
El hombre que sujetaba al esclavo no era otro que el aprendiz de piloto Tomás Escobar.
—Doña Isabel, ¿quiere que lo arroje por la borda?
—¡No por Dios! Eso sería lo mismo que matarlo. Estamos retirados de la costa y no podría
llegar a nado. Pobre alma perdida, ¿qué haces en nuestra nao?
—Cuando cargaban el barco me escondí en las bodegas —contestó en un mal español que nos
costó descifrar.
—¿No sabes que vamos al otro lado del mundo?
El hombre comenzó a llorar. Sus lamentos comenzaron a preocuparme, cualquiera podía
escucharlos en medio del silencio de la noche.
—Vengo de la costa de barlovento, unos hombres me atraparon cerca de mi poblado y me
encerraron en un castillo. Después nos transportaron con otros hermanos en un barco, pasamos
toda la travesía tumbados, encadenados y casi sin comida. La mitad de los prisioneros murieron,
después mis amos me vendieron en La Española y un sacerdote me compró para revenderme en
Perú. Por favor, no me tire por la borda.
Jamás había hablado con un esclavo, únicamente con una mujer que mi madre había tenido por
criada algunos años, pero la buena de Jacinta jamás mencionó su tierra en África.
—Por ahora será mejor que vuelvas a esconderte, si te ven los hombres no dudarán en
arrojarte por la borda. Te ayudaré a que desembarques en Paita, el último puerto antes de que nos
alejemos de la costa.
—No señora, me encarcelarán y después de azotarme volveré a ser un esclavo. Yo soy un
guerrero fuerte, puedo trabajar.
—Ahora escondeos, ya lo pensaré. ¿Cuál es vuestro nombre?
—Mi nombre cristiano es Felipe.
—Felipe, escóndete en las bodegas y no salgas hasta que yo te avise.
El hombre corrió hacia la escotilla y desapareció ante nuestros ojos. Tomás Escobar me miró
incrédulo.
—No podemos llevar polizones, señora. El agua y la comida están justas. De hecho el piloto
se ha quejado de que no dio tiempo a llenar todas las vasijas de agua. No hay nada peor que la sed
en medio del mar.
Me pareció que aquel mozo andaba más zafado que la primera vez que nos cruzamos. Ya no me
temía, casi me sonreía de forma algo pícara y descarada.
—Soy la mujer del almirante, yo digo lo que se puede y lo que no se puede hacer.
—No quería importunaros.
—No lo hacéis, pero es mejor que sepáis a qué ateneros. En un barco hay una jerarquía y los
aprendices están justo por encima de los grumetes.
Me senté sobre una caja de madera y el joven se apoyó en una baranda.
—Tenéis acento del sur —le comenté.
—Soy de Sanlúcar de Barrameda. Mi familia siempre ha sido de navegantes, pero ninguno ha
salido jamás del golfo de Cádiz. Me escapé de casa y me embarqué en Sevilla para América como
grumete. Después ascendí a marinero y Pedro Fernández de Quirós me admitió en la expedición
como aprendiz de piloto.
—Una carrera larga y provechosa para un chico tan joven.
—No soy tan joven, pero al ser barbilampiño y tener este pelo rubio todos me echan menos
edad. Hace poco cumplí veinticuatro años.
Me sorprendió que fuera apenas tres años menor que yo. Tenía la sensación de que apenas
había dejado mis juguetes infantiles y al poco fui la mujer de Álvaro. Mi padre había preparado la
boda antes de morir y la dote de cuarenta mil ducados había ayudado a mi esposo a organizar la
nueva expedición.
—Bueno Tomás, espero que este viaje os sirva para aprender el arte de pilotar una nao.
—Lo más difícil no es pilotar, lo realmente complicado es crear cartas esféricas. Su esposo
nos ha pedido cinco antes de que partamos para las islas. Una para cada nave y otra para él.
—Entonces no os falta trabajo —le dije a sabiendas de que era un trabajo arduo y laborioso.
—Por eso salí a la fresca, me dolía la cabeza de estar inclinado sobre los mapas. El piloto
hizo el primero y me encargó que copiara el resto. Es un trabajo que parece sencillo, pero una
equivocación de unos centímetros en el papel puede convertirse en varias leguas de distancia en el
mar y hacer que nos perdamos.
—Un día me gustaría aprender a leerlas —le comenté. Me interesaba todo lo que tenía que ver
con el mar. Necesitaba entender lo que sentía mi esposo al ver aquellas cartas.
—Os enseñaré señora con mucho gusto. Aunque pensé que esas cosas no interesaban a las
damas.
—Hay muchas cosas que desconocéis de las damas, me temo.
Me puse en pie y me dirigí a la popa, justo cuando llegaba a la puerta que daba a mi camarote
levanté la vista y contemplé unas botas que se apartaron con rapidez. No reconocí a su dueño,
pero por la forma sin duda se trataba de un soldado, tal vez un espía del maese de campo. Aquel
hombre no me daba ninguna confianza, aunque sabía que mi esposo sabría mantenerlo en su sitio.

5. Paita
El puerto de Paita conservaba el nombre del último cacique antes de que Pizarro conquistase
aquellas tierras. Uno de los pocos vestigios de aquel mundo que había desaparecido para dejar
paso al nuestro. La ciudad había sido arrasada unos años antes por el corsario inglés Francis
Drake, que bombardeó con sus cañones el convento, la iglesia, el fuerte y sus edificios
principales. Desde entonces había sufrido varios ataques piratas, al estar holandeses e ingleses
envalentonados por la ineficacia de nuestra armada y, por ello, la mayor parte de la población
había huido hacia el interior. La única razón que teníamos para permanecer en el puerto unos días
era abastecernos de agua. No queríamos comenzar el viaje con nuestras reservas mermadas. Aquel
lugar debía estar maldito, ya que, sin razón aparente, volvía locos a los hombres, sobre todo a los
que tenían un temperamento iracundo como el maese de campo.
Al poco de nuestra llegada don Pedro Marino discutió con uno de los vicarios, al que le
acusaba de intentar hacer algunas averiguaciones sobre sus oficios y criticar la moral de sus
hombres. El pobre clérigo se marchó del barco atemorizado por el jefe de la milicia, integrándose
en la fragata Santa Catalina, la más pequeña de nuestras naos, pero lo peor estaba aún por llegar.
Mi hermano Lorenzo dio un portazo y entró con pasos destemplados en el despacho de mi
esposo. El piloto mayor estaba estudiando los últimos retoques de las cartas esféricas y yo
curioseaba al lado de Tomás, con el que había hecho una amistad nocturna y secreta. El aprendiz
de piloto me enseñaba a interpretar los mapas marítimos a la luz de las velas mientras el resto del
barco dormía.
—¡Es inadmisible! Ese maese de campo es el mismo diablo.
—¿Qué os sucede? —preguntó mi esposo preocupado, estaba cansado de los enfrentamientos
constantes de don Pedro Marino.
—Me han llegado ciertos chismes que andan entre la soldadesca.
—¿Qué rumores? —preguntó mi esposo inquieto. Las conspiraciones y los motines eran
demasiado comunes en las naos españolas. Nuestro pueblo era dado a la rebeldía y le costaba
acatar las órdenes de sus superiores.
—El maese de campo ha dado por buenas ciertas mentiras. Dicen que una dama todas las
noches se ve con un joven en un camarote. Nadie ha comentado de qué dama se trata, pero de
noble cuna han asegurado. Eso pone en entredicho nuestro nombre, ya que las únicas damas nobles
de este barco son mis hermanas.
—¡Será villano! Ese malandrín anda difamando a mi esposa y a mi cuñada. Lo pagará caro, os
lo juro —comentó mi esposo alzando el puño. Me asustó su enfado, sabía de qué era capaz. Ya le
había visto enfrentarse a otros hombres por mucho menos.
—Él no ha nombrado a nadie, además comenta que son los soldados los que murmuran, pero
que si el río suena es que agua lleva —añadió mi hermano.
Comencé a temblar, sin duda don Pedro me había estado vigilando a mí y había confundido mi
amistad con el ayudante de piloto con otra cosa. Pero ¿cómo podía salvar mi honra en todo aquel
asunto sin delatar al pobre muchacho?
—No hagáis caso de los rumores —le dije a mi hermano mientras intentaba tranquilizar a
ambos.
—No, defenderé caro mi honor. Me batiré con el maese de campo.
—Ya os comenté que llevar mujeres en una travesía como esta no era buena idea —dijo
Quirós, que por primera vez levantaba la vista de los mapas.
—¡Necedades! Necesitamos a las mujeres para repoblar las islas o ¿pensáis que los niños los
traen los conejos? —contestó molesto mi esposo.
—Desde que comenzó la travesía los presagios han sido cada vez peores, el diablo anda suelto
y es mejor que dejemos a las mujeres o abandonemos el empeño.
—Jamás, piloto, llevo décadas organizando la expedición, he invertido toda mi hacienda y la
de mi esposa en esta empresa. Seremos gobernadores de las islas Salomón a cualquier precio y si
tengo que colgar al maese de campo lo haré. Os lo aseguro.
—Ya sabéis que don Pedro Marino no es santo de mi devoción, pero los barcos son como los
patios de vecinos, los rumores siempre tienen algo de verdad.
Álvaro levantó el mentón y miró desafiante al piloto.
—Es más sabio callar que hablar en vano, piloto mayor.
La mirada de mi esposo hizo que Quirós diera un paso atrás. Salimos todos del camarote, el
maese de campo había bajado a tierra y nadie logró dar con él. Por ello mi esposo y mi hermano
dejaron el San Jerónimo y fueron en su busca. Aproveché para hablar con Tomás de nuestra
situación.
—Será mejor que nos dejemos de ver por las noches, lo último que necesitamos en la nave es
que haya más disputas.
—No os preocupéis, sabré ser discreto. Lo lamento por vos, que sois la mujer más honrada
que he conocido.
—Los malos hombres siempre tienen pensamientos perversos. El maese de campo debió
vernos la primera noche que coincidimos en cubierta y ató cabos.
—No es buena sangre ese maese —dijo el joven comenzando a enfadarse.
—No lo es.
Mientras estábamos hablando no nos dimos cuenta de que el maese de campo había subido a
bordo y estaba a nuestra espalda.
—Ya no os vale con las noches —comentó con su voz ronca y su tono jocoso.
Aquel comentario me hizo enfurecer, me dirigí hacia él y me puse justo enfrente, me sacaba dos
cabezas, pero eso no me amedrentaba.
—No sois un caballero, el aprendiz me enseña a interpretar las cartas esféricas.
El soldado soltó una carcajada y Tomás se abalanzó sobre él. Don Pedro, a pesar de sus años,
era muy ágil y lo esquivó. Después tomó su bastón y lo golpeó con dureza. El pobre muchacho
comenzó a sangrar por la cabeza. Yo le quité la espada don Pedro en un descuido y se la puse en
el cuello.
—No sabéis de lo que soy capaz, maese de campo. Si os vuelvo a escuchar murmurando sobre
mi honra no dudaré en rebanaros el pescuezo.
El hombre tenía los brazos en alto y por primera vez la sonrisa se borró de su rostro. Le tiré la
espada al pecho y el maese se sintió azorado, miró a un lado y al otro para comprobar si alguien
había contemplado la escena.
—Me marcho. Este barco está gobernado por el demonio y vos sois su concubina.
—Prefiero ser concubina de Lucifer que callarme ante vuestras injurias.
El hombre se dirigió a su camarote y ordenó a dos de sus hombres que llevaran su pesado baúl.
Estaba bajando por la pasarela cuando mi esposo y mi hermano lo vieron.
—¿A dónde va, maese? —preguntó Álvaro preocupado al ver el movimiento de los soldados y
que sacaban cosas de los camarotes.
—Esta expedición se encuentra maldita y no seré yo el que perezca en tierra de salvajes.
Al parecer la furia de mi esposo se había tornado en mansa súplica. Era cierto que sin los
hombres de don Pedro Marino no lograríamos llevar a buen puerto nuestra empresa, pero yo tenía
mis dudas de si con él, el resultado no sería el mismo. El maese de campo no respetaba autoridad
alguna, ni divina ni humana. Tarde o temprano nos llevaría a todos a una desgracia aún mayor o
nos cortaría el cuello mientras durmiéramos.
—Lo lamento, pero prefiero dejar la misión, entiéndame. No es por vos, sabéis que os respeto.
—Le propongo que viaje en la Santa Isabel con mi cuñado Lope de Vega, la nave es algo más
pequeña, pero se enfriarán los ánimos y podremos tranquilizar a los hombres.
—Acepto, más por respeto al adelantado y consideración al virrey que por vuestras palabras,
don Lorenzo.
La mayor parte de los marineros y pasajeros agradecieron a Dios que aquel hombre
abandonara la nao, aunque a mí me preocupaba los problemas que podía causar al bueno de Lope
y a mi hermana.
Uno de los cirujanos curó las heridas de Tomás Escobar y a partir de aquel día nos cuidamos
de no volver a vernos sin que hubiera otras personas presentes. Ahora me preocupaba mi hermana
y mi pobre cuñado que deberían soportar a alguien tan infame como aquel militar. La tenía que
prevenir de sus murmuraciones y desprecios, antes de que le hirviera la sangre y su nao entrase en
una guerra abierta contra el maese de campo y sus hombres.

6. El piloto
Puerto de Paita, 9 de junio de 1595

Las cosas se calmaron por un tiempo. El maese de campo se encargó de mantener a sus hombres
activos, adiestrándolos en tierra y practicando con sus arcabuces. Logramos llenar nuestras tinajas
de agua hasta el máximo de su capacidad y esperamos vientos favorables. La espera en el puerto
se hizo insoportable para casi todos: los colonos se quejaban, los marineros comenzaban a beber
y a jugar a los naipes, lo que producía algunas peleas entre ellos, las costumbres se relajaban y mi
esposo estaba más concentrado en calcular la distancia hasta las islas Salomón, y todas las
pequeñas islas que había descubierto durante su primer viaje, que en controlar a sus hombres.
Tras aquellos recios tiempos apenas me había acordado del esclavo que estaba de polizón en
nuestra nao. Debía arreglar aquel asunto cuanto antes.
Aprovechando una visita de mi hermana al San Jerónimo le conté mi secreto y le pregunté
cómo se estaba comportando el maese de campo.
—Ese hombre es el mismo demonio, cuando pasa por mi lado siento escalofríos. Yo no tengo
tu entereza ni sé manejar una espada.
—No te hace falta, tienes a Lope para que te defienda.
—Sin duda, pero temo que el maese sea más experimentado y pueda hacerle algún daño.
—Perro ladrador poco mordedor.
Mi hermana no parecía estar muy de acuerdo.
—¿De verás pensó que tenías un romance con el pobre muchacho ese?
—Se llama Tomás, se llevó un buen garrotazo y no se acerca ahora a mí ni aunque le obliguen.
Las dos nos echamos a reír de buena gana. Añoraba mucho aquellos momentos con Mariana,
nadie en el mundo me comprendía tan bien como ella.
—¿Os gusta el mancebo?
—No, por Dios, soy una mujer casada felizmente, además —le contesté con gesto de repudio.
—Eres una esposa fiel, pero no ciega. El joven es de buen ver, parece un angelito.
—Los angelitos los carga el diablo.
Nos echamos a reír de nuevo. Lo cierto que las visitas de mi hermana eran de los pocos
momentos de esparcimiento que tenía. Alguna vez había pensado si mi esposo tenía razón y la mar
no era cosa de mujeres. Los hombres, a los pocos días de embarcar, no pensaban en otra cosa que
en acostarse con cualquiera.
—Bueno, tengo otro problema. ¿Queréis que os lo cuente?
—Por Dios, claro que sí.
Mi hermana hizo un gesto cómico, como cuando éramos pequeñas y pasábamos las horas
despreocupadas, leyendo libros de caballería y escuchando las canciones que nos cantaba nuestra
madre.
—Hablad, por Dios. ¿Cuál es ese problema?
—Tenemos un polizón, un negro que escapó del barco negrero. Lo descubrí una noche y le pedí
que se escondiera en las bodegas, pero pronto nos iremos de Perú y no podemos llevarlo con
nosotros. Cuando los hombres lo descubran le quitarán la piel a latigazos y después lo lanzarán a
los tiburones.
—Mándale que deje el barco —contestó Mariana, sin darle más importancia.
—No es tan sencillo, si permito eso, el pobre Felipe volverá a ser esclavo. ¿Te acuerdas
cuando padre, antes de morir, liberó a los negros que tenía y pidió perdón a Dios por haber
mercadeado con ellos?
Mariana era pequeña para recordar los detalles, pero sabía lo angustiado que había estado
nuestro padre antes de morir.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Sacarlo de las bodegas y decir a mi esposo que me lo has regalado. Lo viste en el puerto y
pensaste que podría ayudarnos.
—¿Que yo os lo he regalado? ¿Qué dirá Lope? —me preguntó con la inexperiencia de la que
aún desconoce que los esposos son más fáciles de dirigir que las naos.
—Dirá lo que vos le indiquéis. Es vuestro esposo, comentarle que es por mí. Él lo entenderá.
Mi hermana me miró dubitativa.
—¿No sería mejor que contaseis la verdad a Álvaro? Estas cosas siempre terminan mal —dijo
sin querer ocultar mi secreto.
—Las cosas llevan tiempo revueltas y no le quiero preocupar más.
—Está bien, ya sabéis que siempre lográis persuadirme.
Apenas habíamos terminado la conversación cuando escuchamos discutir al piloto con mi
esposo. Tras unos días de calma. Las disputas regresaban al barco.
—Lo siento almirante, pero no puedo fiarme del maese de campo. En cualquier momento puede
estallar. ¿Imagine qué hará cuando lleguemos a las islas? Está deseoso de entrar en combate y no
habrá quien lo gobierne.
—Yo lo haré, os lo aseguro.
—No dudo de vos, pero el maese es un hombre colérico que tiene a su mando a hombres
armados y puede volverlos en nuestra contra.
Salimos hasta el castillo de popa. El rostro de mi esposo era de extrema preocupación, parecía
que los problemas se acrecentaban a medida que el día de nuestra partida se acercaba.
—Os doblaré el salario.
—No es cuestión de oro o plata, soy marinero viejo y sé cuándo el diablo está en el asunto.
Esta expedición está maldita.
—No seáis pájaro de mal agüero. Dios nos protege y Santiago Apóstol va delante de nosotros.
Hemos sido enviados a tierras extrañas por su majestad el rey don Felipe II.
El piloto no parecía ceder. Era tan terco como una mula, aunque en este caso sabía que tenía
razón.
—Mujeres a bordo, un maese de campo peligroso y colérico, un viaje casi a lo desconocido.
Son muchos interrogantes, demasiados cabos sueltos.
—Estuve en esas islas y os aseguro que os harán rico, noble y famoso. Os recordarán las
generaciones venideras como el piloto que llevó esta misión a buen término.
Pedro Fernández de Quirós era más fácil de ganar por la vanidad que por el oro. En cuanto mi
esposo mencionó los libros de historia, la gloria y la posteridad se le iluminaron sus ojos negros.
—Prometedme que mantendréis a raya a ese maese de campo.
—Os doy mi palabra. Le ataré en corto, os lo aseguro.
Tras escuchar la conversación acompañé a mi hermana hasta la pasarela. Me abrazó antes de
bajar.
—Tengo un poco de temor. Todos los hombres están locos o me lo parece a mí.
—No os preocupéis querida hermana —le contesté—, mi esposo será el gobernador de un
nuevo mundo y el vuestro uno de sus lugartenientes. Si un día regresamos a España, cubrirán las
calles de flores a nuestro paso por haber engrandecido el imperio de su majestad.
—Dios os oiga, querida hermana.
Mientras Mariana bajaba contemplé las laderas resecas y el puerto medio destartalado, aquel
parecía el lugar más triste del mundo. Estaba casi segura que de sesenta años antes, cuando
Pizarro desembarcó por primera vez en aquellas costas, estas debían lucir verdes y luminosas
como la isla de La Española. Parecía que por donde pasábamos no volvía a crecer la hierba, pero
me prometí que las islas Salomón serían las de la sabiduría. En ellas los hombres convivirían en
paz, los pobres tendrían un lugar en el que reposar su cabeza y los campesinos prosperarían.
Apenas recordaba España, únicamente tenía en la memoria los verdes prados de mi amada
Galicia, pero algún día regresaría allí como gobernadora, como la reina de Saba tras visitar al
sabio Salomón y contemplar toda su gloria.

7. Una salida precipitada


Queríamos salir al alba de la siguiente jornada. Los indios se afanaban en cargar las tinajas de
agua que tan imprescindibles serían para la travesía, mientras el maese de campo supervisaba el
almacenamiento de los arcabuces y otras armas que llevaban para defenderse y atacar a los
posibles enemigos. Por otro lado, Lope de Vega contabilizaba a todos los colonos, marineros y
soldados que iban a embarcar con nosotros, mientras el escribano iba apuntando en la lista.
—En total son trescientas setenta y ocho personas, de las que doscientas ochenta son hombres
que pueden usar armas.
—¿No incluís a las mujeres? —me quejé al escribano.
—Las mujeres son malas amigas de las armas —contestó mostrando sus dientes amarillentos.
Algunos de los tripulantes eran aventureros o fugados de la justicia que necesitaban poner un
océano entre ellos y Perú. Siempre había sido así, los que se aventuraban a cruzar tierra y mar, en
la mayoría de los casos, eran aquellos que no tenían nada que perder o necesitaban desaparecer.
Lope sonrió al escuchar mi comentario, sabía que era brava y no soportaba que se despreciara
a las mujeres.
—Doña Isabel, las españolas son capaces de eso y de mucho más. ¿No fue Inés Suárez la que
cortó la cabeza de Quilicanta y el resto de caciques para salvar la ciudad de Santiago? Estoy
convencido de que si fuera necesario, lucharíais como una verdadera jabata.
—No lo dudéis.
La mesa del escribano se encontraba justo enfrente de nuestra pequeña flota que la formaban la
nao capitana San Jerónimo, que capitaneaba don Pedro Fernández de Quirós, donde estaba la
mayor parte de mi familia, los oficiales mayores y dos sacerdotes; la nao almirantina Santa Isabel,
algo más pequeña, gobernada por Lope de Vega con dos capitanes y un sacerdote; la galeota a la
que llamábamos San Felipe, con el capitán Felipe Corzo y sus oficiales y la pequeña fragata Santa
Catalina, que gobernaba el teniente Alonso de Leyva.
—Cuando miro a los barcos pienso en lo que debió sentir el almirante Colón al salir del
Puerto de Palos. Estoy segura de que no era capaz de imaginar que había todo un mundo justo al
otro lado del océano.
Lope se puso en pie y me puso la mano derecha en el hombro.
—Haremos historia querida cuñada, nuestros nombres brillarán con tinta en los libros de
crónicas y nos convertiremos en inmortales.
En ese momento vi que una de las filas de indios que estaban subiendo las tinajas no entraban
en las bodegas, se perdían en un lateral del San Jerónimo. Subí presta a bordo y los seguí. Los
porteadores arrojaban las vasijas por la borda.
—¡Alto! ¿Se puede saber qué están haciendo?
Los indios me miraron asustados y uno de los más jóvenes me contestó:
—Un castellano nos dio dinero para que tirásemos las últimas tinajas al mar.
—¿Qué hombre? Hablad presto u os hago matar a latigazos —le pregunté al muchacho.
—No le vimos bien la cara, la tenía cubierta con la capa.
—¿Le reconocerías si lo volvierais a ver?
El muchacho asintió con la cabeza.
—Vosotros bajad las tinajas a la bodega y vos venid conmigo.
El indio estaba temblando, le llevé por la cubierta parándonos en cada marinero y cada
soldado. No reconoció al traidor.
Después recorrimos la San Felipe y la Santa Catalina con el mismo resultado, pero cuando
estábamos abordando la Santa Isabel escuché un disparo cuya bala me pasó rozando. Miré al
muchacho y vi cómo le sangraba la cabeza. Se derrumbó a mis pies y aunque intenté averiguar de
dónde había venido el disparo no logré encontrarlo.
—¡Dios mío! ¡Pobre muchacho!
Los indios al ver que habían matado a uno de los suyos se pusieron levantiscos y se ordenó a
toda la tripulación y a los colonos que embarcaran. Logramos terminar la carga de las naos sin
incidentes, pero el maese de campo colocó algunos soldados de vigilancia para prevenir.
Estaba comenzando a oscurecer cuando comenzó la cena en el salón principal. Mi esposo
presidía la mesa y estaban invitados todos los capitanes, el piloto, el maese de campo, además de
mis hermanos Diego y Luis.
—Me han informado que se produjo un incidente con uno de los porteadores —comentó mi
esposo.
—Escuché un disparo en la Santa Isabel, pero cuando acudí no vi nada —dijo el maese de
campo.
Fruncí el ceño, él era del que más sospechaba, aunque no lograba entender en qué le podía
beneficiar el fracaso de la expedición. Mi esposo tenía muchos enemigos, pero nos habíamos
cuidado a la hora de elegir a los compañeros de viaje.
—Descubrí que los indios estaban tirando el agua. Uno de ellos me contó que le había pagado
un soldado, pero que tenía el rostro tapado. Lo llevé por los barcos para que intentara reconocerlo
y alguien nos disparó. No estoy segura de si la bala iba dirigida a mí o al pobre indio.
El maese de campo dejó la sopa y mirándome directamente a los ojos vociferó:
—¿Estáis insinuando que ha sido uno de mis hombres?
—No insinúo nada, simplemente estoy contando los hechos.
—Ya no podremos saber de quién se trata —añadió Lorenzo—, pero estaremos muy atentos a
cualquier intento de sabotaje en cualquiera de las naos.
—Siempre que hay un problema se duda de mi lealtad. ¿Por qué iba yo a entorpecer esta
expedición? Estoy tan interesado como el resto de vuestras mercedes por conquistar honra y gloria
para España.
Álvaro dio un golpe en la mesa. Todos le observamos sorprendidos, no era muy dado a perder
los nervios y menos ante los oficiales.
—Es nuestra última noche en tierra. Mañana saldremos al amanecer, haya paz. Tenemos que
permanecer unidos, de lo contrario esta empresa no llegará a buen puerto.
Diego me guiñó un ojo, yo le sonreí. Siempre intentaba animarme cuando me veía alicaída o
angustiada por algo. Tenía el mismo carácter que mi madre, casi inmune a la tristeza.
Al terminar la cena los marineros y el resto del pasaje estaban muy nerviosos para irse a
dormir. Apenas quedaban unas horas para que llegara el día que todos habíamos esperado. El
calor en el camarote era insoportable y al escuchar que cantaban en la cubierta salí. Mi esposo
repasaba una y otra vez las cartas esféricas y no me apetecía dar vueltas en la húmeda y caliente
cama.
Parte de la tripulación rodeaba a un hombre con una guitarra, al acercarme comprobé para mi
asombro que se trataba de Tomás Escobar. Me apoyé en un palo y le escuché.

¿Quién te me enojó, Isabel?


¿Quién con lágrimas te tiene?
Yo hago voto solemne
que pueden doblar por él.
¿Quién al verte no dirá
contemplando tu tristura
que es mayor la desventura
de quien sufre por amar?

Tomás continuaba cantando cuando elevó la mirada y me vio. Sus ojos se clavaron en los míos
y esta vez fui yo quien se ruborizó.
Estábamos todos intentando pasar las horas, cuando unos disparos nos alertaron. Varios
centinelas habían visto a decenas de indios acercarse con palos y antorchas. El maese de campo
ordenó subir a bordo a sus hombres y preparar la defensa de las cuatro naves.
Mi esposo salió alterado del camarote y se acercó a la borda.
—¿Qué sucede? ¿Quién ha tocado alarma?
—Nos atacan, almirante.
Las antorchas se aproximaban y Lorenzo se acercó preocupado.
—Deberíamos partir.
—Aún es de noche y no voy a huir del Perú como si fuera un perro porque un puñado de indios
vienen con palos y antorchas.
—Si las lanzan dañan los cascos o las velas —le comenté—retrasaría el viaje semanas o
meses.
Mi esposo frunció el ceño y se le marcaron las arrugas de la frente.
—¡Por Santiago, levad anclas y que buen viaje nos dé Dios!
Los marineros se emplearon a fondo, subieron el ancla de cada nave. Después alejaron los
barcos con los remos del puerto y, justo cuando salíamos, los indios comenzaron a arrojar las
antorchas que caían en el agua. Mientras el sol intentaba nacer a nuestra espalda, las naves se
dirigían hacia la oscuridad. Pensé por un momento si acaso los antiguos no tuvieran razón en
pensar que nos dirigíamos al fin del mundo y que nos precipitaríamos sin remedio en un abismo
interminable, aunque antes seguro que encontraremos miles de leguas de infinita e inagotable agua.

8. La nave capitana
Todos habíamos imaginado una partida gloriosa y solemne. Los estandartes reales tendidos al
viento junto a las banderas, mientras los músicos tocaban con cajas y clarinetes la partida. Mi
esposo ordenó que en los diarios de navegación y en la crónica que estaba escribiendo Luis
Belmonte no apareciese el incidente con los indios. Aquella era la forma de escribir la historia,
incluyendo hechos prodigiosos que jamás existieron y callando hechos mezquinos que no
deslucieran las hazañas heroicas de los prohombres. Imaginé que, si Homero hubiera contado las
miserias de sus protagonistas, posiblemente nadie leería tantos siglos después sus obras.
A las cinco de la tarde llegamos a las inmediaciones de una isla. Después de una jornada
navegando al suroeste y alejarnos del Perú, no esperábamos encontrar tierra tan pronto. Los
oficiales dudaron si ir a explorarla, pero al final decidieron pasar de largo.
Unos minutos después mi hermano Luis se me acercó para contarme algo que había visto
sospechoso.
—Uno de los marineros me comentó que detrás de la isla observó un mástil.
—¿Un mástil? Puede que haya otros barcos por la zona —le contesté algo confusa. No
esperábamos cruzarnos con ninguna nao en todo el camino. Muy pocos galeones se alejaban de la
costa.
—La mayoría de las naos comerciales no se alejan del continente.
Aquel comentario me resultó sospechoso. ¿Si no eran españoles, de quién podía tratarse?
—¿Quiénes pueden ser los que nos están siguiendo?
—Algunos marineros temen que se trate del corsario Thomas Cavendish que abordó hace unos
años varias embarcaciones y atacó muchas ciudades de Nueva España y el Perú. Una de sus
capturas fue el Santa Ana, un galeón de seiscientas toneladas que venía de Filipinas. Ahora tiene
prisionero al piloto Alonso de Valladolid, que al parecer le ha enseñado todas las rutas marítimas
del mar del sur.
Desconocía aquella historia, que me pareció a partes iguales fascinante y terrorífica. Había
escuchado lo que los piratas hacían a las mujeres, cómo hundían los barcos enemigos y a todos sus
tripulantes.
—Bueno, una sola nao no podrá contra nuestros cuatro barcos.
—Cavendish no capitanea una única nao, gobierna una pequeña flotilla.
Se acercó por nuestra espalda Lorenzo y le dio un coscorrón a Luis.
—¿Quieres asustar a nuestra hermana con esos cuentos? Cavendisch estuvo por estas costas
hace más de diez años. Es cierto que se le vio por Brasil y costeó hasta Chile hace poco, pero no
se le ha vuelto a ver tan al norte.
—Entonces, ¿qué hace un barco en esa isla?
—No hay ningún barco. Son cuentos de marineros borrachos, a los que el vino acentúa su
imaginación.
En cuanto pasamos la isla comencé a tranquilizarme un poco. Pensé que todo se había tratado
de una broma. Llegó la noche y todos nos recogimos en los camarotes. Mi fiel esclavo Felipe,
aunque no le trataba como tal, ya que le consideraba un hombre libre, siempre dormía a la entrada
de nuestro camarote y me acompañaba a todas partes.
Debían de ser las tres de la madrugada cuando escuché un chapoteo y me desperté. Había
tenido el sueño inquieto y me apresuré a ponerme algo encima para protegerme de la brisa del mar
y tomé una lámpara.
Felipe se puso en pie en cuanto me vio salir.
—¿Dónde va a estas horas doña Isabel?
—¿No has escuchado nada? —le pregunté con la voz temblorosa. Sabía que los piratas podían
llegar a ser muy sanguinarios.
—Felipe estaba durmiendo, soñando con mi tierra.
—¿Llevas algún arma encima?
—Sabéis que lo tengo prohibido —dijo el esclavo con una expresión inocente.
—Decid la verdad.
—Un pequeño puñal que uso para comer.
Salimos a la cubierta, menos el timonel no había ni un alma en todo el barco, caminamos hasta
el castillo de proa, pero no vimos nada. Después miramos por la borda hasta llegar a la popa.
Aquella noche andaba pilotando Tomás Escobar.
Subimos hasta el castillo de popa y le preguntamos.
—He escuchado un chapoteo, pero pensé que serían delfines o algún pez grande —dijo el
piloto.
—No creo que naden por la noche —le contesté, aunque no sabía suficiente sobre el mar como
para asegurarlo.
Nos asomamos a la popa, mi luz no lograba iluminar el agua, pero escuchamos un ruido.
—¿Has oído eso? —pregunté a Felipe.
—Sí, pero ¿qué puede ser en medio del océano? A veces los marineros ven visiones, sirenas…
Le sonreí. No entendía cómo podía ser tan ingenuo a veces.
—Puede ser, pero ¿desde cuándo se escuchan?
Notamos un crujido, parecía venir del otro lado. La nave capitana dirigía la expedición, por lo
que al principio pensé que se trataba de una de las nuestras, pero el barco que casi pegaba con el
nuestro no se parecía en nada a una nave española.
—¡Toca la alarma! ¡Rápido, por nuestra vida!
Felipe corrió hacia la campana y en medio de la noche se escuchó como un verdadero trueno.
Los hombres armados fueron los primeros en salir con sus ropas a medio poner y empuñando las
armas. Los siguieron los marineros con sus cuchillos y pistolas, y, por último, los oficiales.
—¿Quién ha tocado la alarma? ¿Qué sucede? —preguntó confuso mi esposo.
—Es el esclavo de su esposa. ¡Maldito negro! —vociferó uno de los hombres.
Antes de que aquel soldado golpease a Felipe les grité desde el castillo de popa.
—Hay una nave extranjera en estribor.
Todos se fueron hasta la borda y vieron el barco muy cerca.
—¿Son ingleses? —preguntó Lorenzo.
—No distingo la bandera —comentó Diego.
Pedro Fernández de Quirós arrebató el timón a Tomás.
—Será mejor que nos alejamos de él.
—Pero ¿podrán seguirnos nuestras naves? —preguntó Lorenzo al piloto.
Los oficiales habían organizado a los soldados en la cubierta y habían preparado los cañones.
—El maese está en la Santa Isabel, háganle señales para que indique si está preparado para el
combate —comentó mi esposo.
Una vez que se comunicaron con los farolillos, uno de los oficiales se acercó a Álvaro.
—El maese de campo no quiere atacar, teme que alcancemos a alguna de nuestras
embarcaciones.
Al final no hizo falta entrar en combate, los corsarios al verse descubiertos se alejaron de
nosotros. Lorenzo ordenó que una docena de soldados guardasen turnos de guardia en todas las
naos y nos fuimos a dormir.
Me acosté al lado de mi esposo, que parecía aún tenso por lo sucedido.
—¿Cómo es posible que se interpongan tantos obstáculos en nuestro camino? ¿No será que
Dios no se encuentra de nuestra parte?
—No os preocupéis, no se ha logrado nada en el mundo que no fuera a base de esfuerzo.
—No temo a nada, ya lo sabéis, pero desde que salimos de Lima todo ha sido inconvenientes y
obstáculos —comentó.
No quería que se preocupase más por mis dudas, pero siempre lo hablábamos todo e intenté
tranquilizarle.
—Esos piratas nos dejarán en paz. Saben que no llevamos riquezas, únicamente los galeones
que vienen de Filipinas traen ricas mercancías y los que costean el Nuevo Mundo.
—¿Por qué nos siguen pues?
—No lo sé, mañana deberías convocar una reunión y pedir consejo.
Aquellas palabras parecieron tranquilizarlo, ya que al poco tiempo escuché sus ronquidos. A
pesar de mis palabras, era yo la que se encontraba realmente inquieta. Recé a la Virgen Santísima
hasta quedarme completamente dormida, dejando que el sueño apaciguase mi alma.

9. El Santa Isabel
A primera hora de la mañana tomamos un bote para dirigirnos a la Santa Isabel. Apenas había
dormido durante la noche. Por lo menos me encontraba ilusionada porque iba a ver a mi hermana
Mariana. No tenía trato con las mujeres del barco, ya que eran en su mayoría mujeres de colonos
sin apenas cultura ni conversación. Me hubiera gustado que mi hermana viajase a mi lado, ya que
el piloto calculaba que tardaríamos al menos un mes en llegar a las primeras islas.
Mariana nos esperaba al pie de la escala. Me ayudó a subir el último tramo y después me
abrazó.
—¡Querida hermana, os he echado de menos, aunque sean apenas dos días!
—¡Lo mismo digo! Estar rodeada de hombres todo el tiempo es agotador, su capacidad de
sutileza es mínima y a muchos el asearse es una especie de sacrilegio.
Las dos reímos a carcajadas. Los demás nos miraron con el gesto hosco y nos dirigimos al
salón del barco. Los hombres se sentaron alrededor de la mesa: el maese de campo, el piloto
mayor, mi hermano Lorenzo y Lope. Nosotras seguíamos la reunión desde unas sillas cercanas.
—¿Quiénes eran los que intentaron abordarnos anoche? —preguntó Álvaro al maese de campo.
—Mandamos una barcaza que los siguiera, pero su navío era muy rápido. Logramos ver la
bandera en la oscuridad, aunque no claramente. Unos marineros dijeron que era holandesa y, otros,
inglesa.
—¿Cómo puede ser que sean holandeses? —preguntó sorprendido Lorenzo.
Quirós que parecía ser el que estaba mejor informado apoyó las dos manos sobre la mesa y
comenzó a darnos su particular lección sobre los corsarios.
—Ya conocen ustedes las fechorías del pirata inglés Drake y de su discípulo Cavendish desde
hace unos años. Nuestras costas llevaban unos años de tranquilidad, hasta que Richard Hawkins
atacó varios barcos y ciudades. Dos galeones de su majestad le han intentado dar caza, pero sin
resultados.
—¿Es el mismo que atacó Valparaíso hace un par de años? —preguntó el maese de campo.
—El mismo. Al parecer el tal Hawkins es hijo de John Hawkins, capitán pirata y negrero.
Hace unos años salió de Inglaterra con varios barcos y no para de acosar nuestras costas, aunque
ese no es el más nefando de sus planes.
Todos le miramos expectantes.
—¿Cuál es entonces?
—Drake y Cavendish lograron dar la vuelta a la tierra como nuestro Juan Sebastián Elcano,
pero uno de los pilotos que Cavendish capturó cerca de Filipinas fue el que le ayudó a encontrar
la ruta a través de la India, África y su regreso a Inglaterra.
—No le veo el peligro —comentó mi esposo.
—Los ingleses están interesados en descubrir nuestras islas del mar del Sur e intentar asaltar
nuestros barcos. Aunque creo que lo que persiguen los piratas que descubrimos ayer es…
—Termine piloto, nos tiene en ascuas.
—Seguirnos hasta las Salomón. Debe de haber llegado a sus oídos que nos proponemos
conquistarlas y que poseen las increíbles riquezas que le dan nombre.
Todos reaccionamos espantados. Después los hombres comenzaron a planear cómo dar caza al
pirata, aunque Lorenzo y mi esposo preferían escapar y perderle de vista.
Mariana y yo salimos del sofocante calor para tomar un poco el aire.
—¿Por qué Álvaro llegó a las Salomón?, nunca me lo ha contado.
Tomé un poco de agua de un cántaro y nos sentamos en el castillo de proa. El océano se
encontraba en calma y el sol resplandecía con destellos plateados sobre las aguas.
—Nuestros antepasados llevan siglos obsesionados con el oro. La mayoría de los adelantados
han conquistado y descubierto nuevas tierras en busca del dorado metal. Las leyendas han hecho
que corrieran ríos de sangre española e indígena, desde el Dorado, con su ciudad de calles de oro,
hasta la sierra de la Plata, la ciudad de los Césares, las minas de Tisingal…
—No sé casi nada de eso —comentó mi hermana.
—Da igual, lo que quiero deciros es que el mito mueve al hombre y termina convirtiéndole en
parte de sí mismo. Desde la llegada de nuestros compatriotas al Perú, los incas les hablaron de
unas islas llenas de oro. Algunos de los conquistadores creían que los incas hablaban de las
famosas islas de Ofir, donde según la tradición hebrea se encontraban las minas de oro del rey
Salomón. Ofir era un puerto desde el que cada tres años el rey Salomón recibía un fabuloso
cargamento de oro, además de plata, sándalo, piedras preciosas, marfil, pavos reales y hasta
monos.
—Increíble, me dejáis fascinada —dijo admirada mi hermana.
—Un indígena llamado Chepo le contó a don Lope García de Castro que había unas islas no
muy lejanas llamadas Coatu, Quen, Cabana Camanique y Chepo llenas de oro. García de Castro
era el tío de Álvaro, presidente de la Real Audiencia de Lima y virrey provisional. Mandó a mi
esposo, que en aquel entonces tenía veinticinco años, que organizara una expedición y encontrara
esas tierras; además deseaba descubrir la tierra austral incógnita que, aunque aparecía en los
mapas del mundo, nadie conocía su verdadera ubicación.
Tomé otro trago de agua y miré el rostro fascinado de mi hermana. Tenía la misma expresión
que cuando niña le leía los libros de caballería.
—Seguid, por Dios —comentó impaciente.
—En 1567, mi entonces joven esposo embarcó en la expedición costeada por su tío. Salieron
dos naves del Callao, la Reyes, que era la capitana y la de Todos los Santos, la almirante. En
aquella ocasión se reclutaron ciento sesenta hombres, todos ellos marinos y militares. Tardaron
dos meses en encontrar la primera isla, a la que llamaron Santa Isabel.
—Ya vaticinaba que se casaría con vos —bromeó mi hermana.
—Isabel soy, lo de santa ya no tanto.
—¿Encontraron las minas de Salomón? ¿Es por eso que regresamos?
—Encontraron pepitas en un río y polvo de oro. Pasaron meses explorando muchas islas y
regresaron a Perú, para volver de nuevo con más hombres y naos.
—¿Por qué no volvió vuestro esposo antes a las islas? Han pasado muchos años desde su
primer viaje.
—El rey aprobó un nuevo viaje, pero, tras la muerte de su tío, sus viejos enemigos impidieron
que se organizara una nueva expedición. Hasta que no llegó el nuevo virrey, García Hurtado de
Mendoza, nadie apoyó el proyecto.
—Bueno, lo importante es que ahora estamos aquí —dijo levantando las manos.
Los hombres salieron del salón empapados en sudor y les ofrecimos un poco de agua.
—Al final, ¿qué haremos con los ingleses?
Mi esposo me miró preocupado, como si la solución acordada no le convenciera del todo.
—Hemos llegado a un acuerdo, les atacaremos a modo de advertencia y después nos
alejaremos lo máximo posible hasta perderlos de vista.
—Ellos son hombres de guerra. No confío mucho… —no terminé la frase al ver aproximarse
al maese de campo.
—Les dispararemos con nuestros cañones, que son más potentes que los suyos, si los
desarbolamos no podrán seguirnos —añadió el militar.
—No se hable más, que preparen los barcos para el zafarrancho de combate.
10. La pequeña batalla
Camino a las islas Salomón, 18 de junio de 1595

Nuestras naves no estaban preparadas para batallar en altamar, ni nuestros soldados eran grandes
guerreros, pero no hay español cobarde ni que no sepa empuñar un arma. A las mujeres las
trasladaron a la Santa Catalina y la San Felipe. El maese quiso que yo fuera con ellas para
infundirles aliento, a lo que me negué. Álvaro me pidió que me quedase en el camarote, me
entregó un cuchillo y dejó en la puerta a Felipe.
—No salgáis de aquí, por Dios. No vamos a abordarlos, pero podría heriros un disparo de
cañón o de arma de fuego.
—Me quedaré, pero si veo que nos abordan saldré a luchar.
Mi esposo me abrazó y después me besó en la frente.
—Jamás he conocido una mujer como vos. Lo único que le reprocho al cielo es que no cruzara
nuestros caminos antes.
—Aún nos quedan muchos años juntos —le contesté, mientras le besaba en la mejilla.
Álvaro se había puesto su uniforme de guerra y me pareció el más bello de los hombres.
Cuando salió de la habitación, llamé a Felipe y nos asomamos por uno de los portillos. Nuestra
nao, la San Jerónimo, era la mejor armada y se acercaría más a la pirata. Los hombres del maese
de campo habían localizado a los ingleses cerca de la isla que habíamos visto el día anterior.
Justo a nuestro lado navegaba a toda vela la Santa Isabel. El plan era que la almiranta rodeara la
isla, se convertiría en el cebo que entretendría a los ingleses mientras la San Jerónimo la
desarbolaba por sorpresa.
Al llegar cerca de la pequeña isla, nuestra nao se quedó oculta mientras la Santa Isabel iba al
encuentro de los piratas. Unos minutos más tarde retomamos el camino y circunvalamos la isla por
el otro lado. El plan parecía haber surtido efecto. Los ingleses perseguían a la Santa Isabel sin
haber advertido nuestra presencia.
Escuchamos que el maese daba órdenes para preparar los cañones de babor. Escuchamos a los
artilleros preparando los proyectiles. Alguna vez había pasado por los diferentes puentes y había
visto los cajones de cartuchos, el de los proyectiles y las llaves de disparo.
El maese de campo dio órdenes a los artilleros y los cañonazos hicieron zarandearse el barco.
Tuvimos que taparnos los oídos para poder soportar el estruendo. Cuando abrimos los ojos el
humo blanco comenzaba a disiparse. Varios de los tiros habían quedado cortos, únicamente uno
había alcanzado la borda.
El Santa Isabel disparó por su lado, teniendo más suerte al encontrarse mucho más próximo,
pero sin desarbolar la nao enemiga, que era el objetivo principal.
Mientras los artilleros cargaban de nuevo los cañones, vimos cómo los ingleses comenzaban a
acercarse a nosotros e intentaban darnos en la proa. No les dio tiempo, los cañones estallaron de
nuevo, esta vez haciendo más daño a su nao. Comenzaron varios fuegos y les derrumbamos el
mástil de mesana y la vela de gavia.
Se escucharon gritos de júbilo en la cubierta. Aquello era suficiente para retrasarlos unos días
y perderlos de vista.
Los ingleses reaccionaron tarde, pero lograron acertar un par de impactos en el castillo de
proa.
El maese de campo le pidió a mi esposo abordar la nao.
—Podemos hundirlos, esos piratas están haciendo mucho daño por estas costas.
—No es nuestra misión, con que no nos puedan seguir es suficiente.
Después dio la orden de retirada y el Santa Isabel volvió a rodear la isla. Nos alcanzó a unas
pocas leguas y nos encontramos con las otras dos naos que nos esperaban.
Los oficiales decidieron celebrar su hazaña con una comida especial en la capitana. Sacaron
tablas y montaron varias mesas para las familias, después los cocineros prepararon unas viandas
especiales y mi esposo ofreció a los oficiales su mejor vino.
—Un brindis por nuestro patrón Santiago Apóstol, que una vez más nos ha ayudado a vencer a
los infieles —dijo mi esposo levantando su copa.
Diego y Luis parecían emocionados, jamás habían visto una batalla y aunque la nuestra había
sido pequeña, apenas una escaramuza, su sangre hervía de emoción. Por mi parte, he de reconocer
que, aunque jamás he sido amante de las guerras, sentí que la sangre corría deprisa por mis venas
al escuchar el estruendo de los cañonazos.
—Los ingleses se han ido con el rabo entre las piernas —dijo el maese de campo, que no
paraba de beber para celebrar su pequeña victoria.
Todos esperábamos que aquel enfrentamiento complaciera su ansia guerrera por algunos
meses.
—No podemos fiarnos, los ingleses son muy ladinos, como las alimañas que nunca cejan en su
empeño de perseguir a su presa. Por lo que he observado su nao es ligera y rápida, es posible que
la reparen en unos días y nos den alcance antes de que veamos las Salomón —comentó mi
hermano Lorenzo.
El maese se volvió hacia él y le señaló con el dedo.
—¿Qué pensáis que sois? Antes de que dejarais de recibir el pecho de vuestra madre yo ya
servía a su majestad. Los daños del barco les llevarán casi una semana y además no sabe a dónde
nos dirigimos.
Lorenzo, que no era muy presto a enfrentarse, echó la mano a su espada al ver que el maese
mencionaba a nuestra madre, a la que él tenía especial cariño.
Yo le hice un gesto para que lo dejara.
—Es día de fiesta, traed más vino —ordené a los sirvientes.
Cuando algunos retornaron a sus naos, Mariana y yo nos apartamos un poco para despedirnos.
Podían pasar semanas antes de que volviéramos a vernos.
—Usaremos unas palomas mensajeras que he traído para comunicarnos —le expliqué a mi
hermana.
—Estáis en todo.
—Al menos podremos escribirnos notas y cartas.
—Esperaré cada día tus mensajes.
—Ahora sí que ya no habrá más interrupciones, por los cálculos de Álvaro estaremos al menos
un mes y medio en altamar antes de ver la primera isla.
Mariana dio un largo suspiro.
—Espero no volverme loca, tanta agua alrededor a veces me quita el aire.
—Sois de secano, como yo, pero cuando veamos nuestras posesiones, estoy segura de que el
sacrificio habrá merecido la pena.
Nos abrazamos cuando los primeros miembros de la tripulación de la Santa Isabel comenzaban
a transportar a la gente. El maese de campo embarcaba a sus hombres y chocó accidentalmente
con Felipe.
—¡Maldito negro! —le gritó después de darle un empujón que le derrumbó al suelo. Felipe era
mucho más alto y fuerte que él, pero no respondió a la provocación.
—Soldados, atar a ese palo al negro.
Dos de sus hombres le obedecieron, el maese arrancó con las manos la camisa a Felipe y tomó
un látigo. Bajé lo más veloz que pude del castillo de popa y casi me tropecé con mis faldas. El
hombre levantó el látigo para propinarle el primer golpe, pero logré atrapar la punta del látigo
antes.
—¿Qué pretendéis hacer? ¡La única que puede castigar a este hombre soy yo! Ya sabéis que
soy su dueña.
El maese de campo se giró furioso y tiró del látigo, que se me escurrió entre los dedos.
—Este negro me ha empujado y recibirá su merecido.
—No lo haréis, os lo juro por Dios.
Me interpuse y el hombre levantó la mano con el látigo.
—¡Apartaos o recibiréis vos! —vociferó el maese de campo.
Me quedé quieta, dispuesta a lanzarme sobre él y sacarle los ojos con las uñas si hacía falta.
—¡Maldición, apartaos! Ya no os advertiré más.
Estaba a punto de asestarme el primer latigazo, cuando mi hermano Lorenzo le golpeó en la
mano y el maese soltó el cuero.
—¡Traición! —gritó como un cochino a punto de ser degollado.
Lorenzo le dio la vuelta y le propinó un puñetazo en la barriga, cuando el hombre se dobló
hacia delante, le dio un codazo en la nuca, derrumbándole al suelo.
Dos soldados se acercaron para socorrerle, por lo que dos de los hombres de confianza de mi
hermano desenvainaron las armas.
—Levantad y luchad como un hombre —dijo Lorenzo fuera de sí.
—Me habéis atacado por la espalda, eso no es de caballeros.
—¿Y querer dar de latigazos a una dama sí lo es?
El maese de campo se puso en pie.
—Os reto a un duelo.
—¿A un duelo? Decid el día y la hora.
—No por favor —les imploré—, olvidemos el incidente, el vino calienta los corazones.
—No soporto a este villano —dijo Lorenzo echando mano de la empuñadura de su espada.
—¿Villano yo? Soy más hidalgo que vos, portugués hijo de comerciantes.
Noté cómo la ira le enrojecía los ojos, debía hacer algo, si Lorenzo mataba al maese de
campo, sus soldados se descontrolarían y se produciría una matanza.
—No podéis luchar, tenemos una causa común, habéis dado vuestra palabra —los increpé.
Lope de Vega llegó al punto y puso una mano sobre el hombro de su cuñado.
—Déjalo estar, todo esto es por causa del vino.
—Pues que no beba si no sabe hacerlo.
El maese de campo le miró altanero, para provocarlo y Lope se giró.
—Suba a la barca, se acabó la fiesta.
Los soldados comenzaron a embarcar. Tomás Escobar me ayudó a desatar a Felipe y le pedí
que se lo llevara.
—Ese hombre nos va a causar muchos problemas.
—Lo sé, hermano, pero por ahora lo necesitamos. Es nuestro hombre de armas y sus soldados
le son leales.
—Tranquilo Lorenzo, a cada cerdo le llega su san Martín.
Los dos se rieron y se dieron un abrazo.
Me despedí de mi hermana que aún tenía el miedo en el cuerpo.
—Casi te da un latigazo —comentó con los ojos húmedos.
—No sería el primero, ¿te acuerdas cuando el tío salía detrás de nosotras para castigarnos?
—Aquello era cosa de niños —dijo mi hermana mientras ponía los ojos en blanco.
—Te mandaré las palomas mensajeras con mis mensajes. ¿Puedo pedirte algo?
—Claro, Isabel. Esperaré con impaciencia tus noticias, es el único aliciente que me queda.
Lope está demasiado ocupado con el gobierno de la nao y apenas nos vemos por las noches.
—Vigila al maese de campo, si tiene cualquier comportamiento extraño, infórmame.
—Lo haré sin duda.
Nos abrazamos de nuevo, a pesar de tener a mis tres hermanos conmigo, sabía que Mariana era
a la que más necesitaba a mi lado.
Nos despedimos y en cuanto bajó a la barcaza no pude evitar que las lágrimas me corrieran por
las mejillas, me las sequé con la mano y vi cómo se alejaban hasta alcanzar la Santa Isabel.
Después me dirigí a mi camarote, me sentía indispuesta, la cabeza comenzó a darme vueltas y
alcancé a vomitar en un cubo. Estuve un buen rato desahogándome. Después me tumbé en la cama,
sentía que la cabeza me daba vueltas sin parar, lo achaqué al disgusto por lo sucedido, ya que
hasta el momento no me había mareado y además aquel día el mar se encontraba en calma.
11. Las Marquesas
Isla Magdalena, 21 de julio de 1595

No hay mayor alegría para unos navegantes que encontrarse con unas islas en medio del inmenso
océano. La fortuna o la pericia del piloto nos había llevado en línea casi recta hasta los primeros
vestigios de vida que habíamos encontrado en cientos de leguas. Todos sentíamos la fatiga del
camino, tras un mes y cinco días de trayecto. Apenas había visto a mi hermana en un par de
ocasiones, cuando mi esposo convocó reuniones con todos los oficiales. Nuestra correspondencia
por medio de las palomas mensajeras había sido más fluida, aunque en la mayoría de los casos
nos limitábamos a comentar anécdotas del trayecto, recuerdos familiares o los sentimientos que
nos imponía aquel largo confinamiento. Teníamos deseos irrefrenables de poner pie en tierra y
salir de la angustiosa nao. Por eso, aquel día, en el que el vigía divisó tierra y comenzó a gritar de
júbilo, quedó grabado para siempre en nuestra memoria.
—¡Tierra, tierra!
El grito llegó hasta el último rincón del barco, salí de mi camarote y me tapé los ojos para no
quedarme deslumbrada por la intensidad del sol.
—¡Dios mío, hemos llegado! —exclamé mientras subía a la carrera al castillo de popa, donde
mi esposo, el piloto y Lorenzo oteaban el horizonte.
—¡Querido esposo! ¿Hemos llegado por fin a las islas Salomón?
—No es posible, aún nos queda casi un mes de navegación. En el anterior viaje descubrimos la
isla de Jesús a medio camino, pero estas no las vimos.
Aquel comentario me desanimó un poco, pero, por otro lado, pensé que podríamos salir del
monótono barco y ver algo más que agua.
—¿Cómo la llamaremos? —preguntó Lorenzo.
—Magdalena —le contesté. Ya que aquella jornada era víspera de su día.
—Me place —contestó mi esposo sonriente. Parecía experimentar un especial placer en
descubrir nuevos territorios. Llegar a lugares que ni los hombres más poderosos del mundo
llegarían a ver jamás era muy excitante para todos.
—Podríamos bajar y explorarla y reponer las tinajas de agua —le supliqué ilusionada.
—Siempre que se llega a una tierra desconocida hay que ser muy cautos. Puede haber
indígenas hostiles, animales peligrosos y otras mil trampas.
Las palabras de Álvaro terminaron de hundirme. Llevaba semanas sintiéndome mal, mareada y
con vómitos, necesitaba pisar tierra firme.
—Lo más importante, querida esposa —dijo mientras me acariciaba el pelo al ver mi
decepción—, es que Dios nos ha traído con bien. No hemos perdido a ningún tripulante, ni ninguna
nave y no nos ha faltado alimento. Padre, guíenos a todos en un Tedeum laudamus.
Nos pusimos todos de rodillas, fue emocionante ver a mujeres y niños, soldados y marineros,
inclinados ante la magnificencia de Nuestro Señor y Salvador.
Te Deum laudamus:
te Dominum confitemur.
Te aeternum Patrem,
omnis terra veneratur.
Tibi omnes angeli,
tibi caeli et universae potestates:
tibi cherubim et seraphim,
incessabili voce proclamant:

Sanctus, Sanctus, Sanctus


Dominus Deus Sabaoth.
Pleni sunt caeli et terra
maiestatis gloriae tuae.
Te gloriosus Apostolorum chorus,
te prophetarum laudabilis numerus,
te martyrum candidatus laudat exercitus[1].

La buena noticia se había extendido al resto de las naos y, como mi esposo determinó que al
día siguiente nos aproximaríamos a la isla y enviaría una expedición, Lope de Vega y mi hermana
subieron a bordo.
En cuanto nos vimos nos abrazamos y entramos en mi camarote.
—¿Cómo estás Isabel? Te veo pálida —comentó algo preocupada.
—No te voy a mentir, querida hermana. Casi desde hace un mes, no hay mañana que no tenga
náuseas.
—Eso es muy extraño, vos no sois dada a mareos. Puede que sea el agua que ya empieza a
tener olor.
No estaba segura del mal que me afectaba, pero no remitía a pesar del tiempo transcurrido.
—¿Habéis preguntado al galeno?
Negué con la cabeza, siempre me habían intimidado los médicos.
—A no ser que… ¿puede que estéis encinta? ¡Madre de Dios! Vais a tener un niño.
Aquellas palabras me dejaron boquiabierta. ¿Cómo era posible? Llevábamos varios años
intentando ser padres sin ningún resultado.
—¡Dios mío! No estoy segura de que este sea el mejor momento.
—Los hijos son un regalo del cielo, si la Santísima Virgen lo ha permitido, ella lo llevará a
buen puerto.
—No le digáis a nadie que estoy…
—No se lo contaré a nadie.
Nos abrazamos y comenzamos a llorar como dos chiquillas. Lope llamó a la puerta y al vernos
así se sonrió.
—No entiendo a las mujeres, lloran de alegría, de pena, de rabia y de dolor. Siempre parecen
al borde del llanto.
—Los hombres no entendéis que la fuerza más poderosa del mundo es el amor y que las
lágrimas son el rocío que hace crecer y engrandece el alma.
Nos dirigimos al salón, mi esposo estaba preparando la expedición del día siguiente.
—Mandaremos al maese de campo con veinte hombres armados en dos barcas. Tenemos que
explorar la playa y los alrededores antes de que los aguadores busquen las fuentes de agua dulce.
—Muchos marineros y colonos están impacientes por bajar a tierra —dijo mi hermano Diego,
que de natural era impulsivo.
—Pues tendrán que gastar de paciencia.
—Nosotros exploraremos la isla, si vemos algún peligro… —añadió el maese de campo, que
parecía deseoso de guerrear.
—Maese, no abra fuego a no ser que sea estrictamente necesario.
El jefe de la milicia frunció el ceño, lo que hizo que mi esposo decidiera que Lope se uniera a
la expedición.
Cuando Álvaro se me acercó tuve la tentación de hablarle de nuestro feliz alumbramiento, pero
decidí no darle la noticia hasta que transcurriese un mes y estuviera completamente segura. Lo
abracé con ternura y el me devolvió el gesto con una caricia en mi barbilla.
—Estamos a mitad de camino, pero llevaba tanto tiempo regresar a las Salomón que siento que
Dios bendecirá el resto de nuestro viaje,
—Estoy convencida de ello —le contesté, aunque los planes de los hombres y los del Altísimo
pocas veces coinciden. Sus designios son demasiados misteriosos, para que los comprendamos
los simples mortales.
12. El recibimiento
Al día siguiente la expedición preparaba sus armas y bártulos antes de tomar las barcas. La San
Jerónimo y el resto de la flota se aproximaron hasta la isla que habíamos bautizado con el nombre
de Magdalena. Nos acercamos a la parte sur, cerca de un cerro alto y apenas habíamos entrado en
una pequeña bahía que daba a una playa de una arena color harina, de aguas turquesas y cocotales,
cuando, de repente, del este aparecieron unas setenta canoas pequeñas de idéntica forma y tamaño.
Las embarcaciones tenían a los lados contrapesos de caña. En cada una viajaban entre cinco y
diez indígenas, otros los acompañaban a nado. Entre todos debían sumar casi cuatrocientas almas.
Nos sorprendió verlos tan blancos de piel, de cuerpos proporcionados y robustos, con rasgos
finos. Las mujeres tenían las melenas largas y sueltas. Algunos niños eran rubios y tan bellos como
querubines. Todos los indios remaban a la vez y gritaban algo en su lengua mientras señalaban el
pequeño puerto.
—Atalut, atalut —se les escuchaba gritar a coro.
Nos miramos estupefactos, sin saber cómo reaccionar. El maese de campo ordenó a sus
hombres que los apuntaran con las armas, pero mi esposo se lo impidió.
—Vienen en son de paz. Bajen las armas.
Al llegar nuestros barcos a la bahía se acercaron con todo tipo de regalos. Nos ofrecieron
cocos, nueces, una masa envuelta en hojas y plátanos. Las mujeres llevaban agua fresca.
Todo la tripulación y los colonos se asomaron por la borda. Los indios se reían de nosotros
por nuestro aspecto y nosotros, por nuestra parte, nos encontrábamos igual de sorprendidos.
Un indígena levantó la mano para que le ayudáramos a subir a la nao. Álvaro lo autorizó y un
marinero le tomó del brazo. Una vez en cubierta, mi esposo le pidió a un marinero que le diera una
camisa y un sombrero. El indio, al verse vestido de aquella manera, comenzó a reírse y se acercó
a la borda para que lo contemplaran sus vecinos. Enseguida subieron otros cuarenta de ellos,
mirándolo todo y con mucha soltura, como si no tuvieran nada que temer de nosotros. Estaban bien
formados, aunque eran de baja estatura, menos uno que era un poco más alto y parecía el jefe.
Los indios estaban impresionados con nuestra ropa de vivos colores y tocaban a los soldados,
para comprobar si tenían la piel como ellos. Se reían y hacían bromas.
Algunos vieron la comida y comenzaron a cortar los alimentos con unas navajas de caña, se
querían llevar el tocino y otros productos, a pesar de que los cocineros se negaban a dárselo.
Mi esposo, algo alarmado por sus intentos, ordenó a sus hombres disparar al aire. En cuanto
escucharon el estruendo los indios se lanzaron al agua espantados. Únicamente quedó uno que no
quería soltar un gran pedazo de carne. Un soldado le hirió en la mano y el indio saltó al agua y se
marchó en una de las canoas.
Los indios intentaron remolcar con unas cuerdas nuestro barco para llevarlo a tierra. Un
hombre anciano con la barba blanca y larga comenzó a gritar y los indios sacaron sus lanzas de
madera y sus hondas. No tardaron mucho en atacarnos, alcanzando a un par de hombres. Los
colonos se refugiaron en las bodegas y los soldados se pusieron en formación de ataque.
Los arcabuceros intentaron abrir fuego, pero la pólvora estaba húmeda y no lograron disparar.
Al final se escucharon las primeras detonaciones y varios indios cayeron muertos, entre ellos el
anciano de la barba.
Los indígenas escaparon despavoridos. Sentí lástima por ellos, pues no parecían gente de
guerra. De hecho, pasado unos minutos regresaron unos pocos en una canoa y nos ofrecieron cocos
en son de paz y nos invitaron de nuevo a su puerto.
Mi esposo no quiso que nadie bajara a la isla hasta que se apaciguaran los ánimos y convocó
una reunión de urgencia.
—Caballeros, hoy ha sido un día glorioso. Los indios parecen pacíficos, aunque al asustarse
por los disparos se pusieron violentos. Será mejor que hoy no mandemos la expedición.
—Adelantado, ya teníamos todo previsto. Mis hombres no temen a esos monos —comentó
despectivo el maese de campo.
—No dudo de vuestro valor, pero debemos actuar con prudencia.
—¿Estas son las islas Salomón? —preguntó Felipe Corzo, el capitán de la nao San Felipe.
—No, hemos descubierto una isla nueva.
En ese momento subió a bordo mi hermano Luis, que había estado en la fragata Santa Catalina,
parecía algo excitado.
—Almirante, hemos descubierto otras islas.
Todos le miramos sorprendidos.
—Hay dos o tres más al norte.
—¡Qué fortuna la nuestra! Debemos ponerles un nombre a todas. Las llamaremos las
Marquesas, en honor a nuestro valedor el virrey, que ha hecho posible esta aventura, nuestro señor
García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete.
A todos nos plació su propuesta. Después mi esposo dispuso doble guardia por si los indios
regresaban por la noche y mandó que, al día siguiente, la flota las examinaría antes de tomar la
decisión de en cuál de ellas tomaríamos tierra.
Aquella noche, después de una jornada emocionante, Álvaro parecía más cansado que de
costumbre. Mientras se quitaba la ropa yo le esperaba en la cama. Hacía mucho calor, pero
comenzábamos a acostumbrarnos a la humedad.
—Felicidades, habéis descubierto nuevas tierras.
Me sonrió con la prudencia que da la edad, cuando las pasiones se miden y las alegrías se
disipan ante la cruda realidad.
—Ahora tenemos que explorarlas, pero no quiero que esto entretenga nuestro verdadero
objetivo. Las islas Salomón son más bellas y ricas que las Marquesas, os lo puedo asegurar.
—¿Más hermosas que estas? Pues han de parecerse al paraíso celestial.
Álvaro me sonrió, después se sentó a mi lado y me abrazó.
—La Santa Isabel fue la primera isla que avistamos, después recorrimos otras muchas a las
que les pusimos nombres. Entre ellas estaban Ramos, Flores, Buena Vista, San Dunas, Guadalupe
y Guadalcanal. Después de tantos años aún sigo teniendo su belleza clavada en mi retina. Son para
mí como la niña de mis ojos. Cuando volvíamos a Perú, sentía que un día regresaría para
conquistar, para nuestro rey, esas tierras de ensueño. Ahora estamos a punto de conseguirlo.
En ese momento me besó, nos tumbamos en la cama y comenzó a acariciarme con delicadeza,
suavidad y ternura. Mi esposo era un sabio en lo que al cuerpo de las mujeres se refiere. Mientras
un escalofrío me recorría todo el cuerpo y le daba gracias a Dios por haberme entregado al más
dulce de los hombres, noté su mano en mi monte de venus y empecé a sufrir unos tremendos
espasmos de placer. Me subí encima de él y lo cabalgué con fuerza, mientras sentía sus fuertes
manos en las caderas. Un momento después comencé a temblar y me tumbé sobre él hasta que
descargó en mis entrañas.
13. Mi hijo
Mi hermano tenía razón, habíamos dado con todo un archipiélago. Al día siguiente, recorrimos
otras tres islas. A la primera la denominamos la de San Pedro, muy arbolada, pequeña y no vimos
ni rastro de indígenas. La siguiente isla que encontramos al noroeste la bautizamos como
Dominica, también con grandes bosques y algo más grande que la anterior. La tercera fue la isla de
Santa Cristina, algo más pequeña que las demás.
Al acercarnos a la Dominica, como nos había pasado en la Magdalena, salieron a recibirnos
muchas canoas. Los indios de esta isla eran más morenos y también el que parecía su jefe tenía
una barba larga. Al ver que virábamos comenzaron a gritar para que fuéramos a tierra.
—No estoy seguro de si es mejor acercarnos o alejarnos, estos indios parecen aún más
amistosos.
Mi esposo no era un hombre dubitativo, pero no quería tener ningún tropiezo. El principio de
la expedición había sido demasiado accidentado.
—El viento no nos es favorable —sentenció el piloto mayor desde el castillo de popa donde
nos encontrábamos.
—Nos han informado que la fragata se aproximó hasta casi tierra y uno de los indios quería
llevarse un trozo grande de carne.
—Estos malandrines. Será mejor que nos acerquemos con cautela —se quejó mi esposo ante
las palabras de Lorenzo.
—Pasemos la noche alejados y que mañana vayan el maese de campo con veinte de sus
hombres —sentenció mi esposo.
Mi hermana Mariana se había quedado en nuestro barco para levantarme el ánimo. El
encuentro de las Marquesas no había mejorado mi salud. Continuaba con los vómitos y el mareo.
Al final me convenció para que viésemos al médico.
El galeno era un hombre de barba negra, aspecto judaico y vestía siempre de riguroso luto.
Acudimos a su camarote y le expliqué lo que me sucedía. Me miró los ojos, después la garganta,
me pidió permiso para tocarme los pechos. Yo me negué al principio, pero mi hermana me hizo un
gesto para que se lo permitiera.
—Doña Isabel, está embarazada, por lo que yo calculo, casi de dos meses.
—Por Dios, ¡qué buena noticia! —dijo mi hermana entusiasmada.
—Pero por los síntomas os recomendaría que tomaseis reposo. Cuando en los primeros meses
hay vómitos y mareos, hay peligro de perder al bebé.
Sus palabras ensombrecieron mi ánimo. ¿Cómo iba a quedarme en cama sin explicar a mi
marido que me encontraba preñada? Pero ¿qué sucedería si al poco de advertirle lo perdía?
Álvaro llevaba toda la vida deseando tener un heredero, no quería ilusionarlo y al poco tiempo
decepcionarlo.
—Gracias, galeno, pero no digáis lo de mi preñez.
—No os preocupéis, doña Isabel, los médicos sabemos guardar un secreto.
Regresamos a la cubierta y caminamos hasta el castillo de proa. Afortunadamente allí no había
nadie que pudiera ver mis lágrimas. Desde que me había quedado encinta, tenía siempre ganas de
llorar.
—Ánimo hermana, Dios te guardará. Ahora tienes que ser fuerte. Me quedaré con vos unos
días más, estaremos en el camarote con cualquier excusa y únicamente saldremos para comer.
Mi hermana sabía que era muy difícil retenerme en mis aposentos, pero yo sabía también que
mi hermana era terca como una mula y me ayudaría a controlarme.
Al punto llegó hasta nosotras Lope, me sequé las lágrimas para que no descubriera que había
llorado.
—Me ha pedido Álvaro que mañana acompañe al maese de campo, no quiere que cometa una
imprudencia.
Mariana se abrazó a él. Le inquietaba que arriesgase la vida, no quería separarse de su lado.
—¿Seguro que es una buena idea? Esos indios pueden ponerse agresivos y son muchos, esta
isla está tan poblada como la Magdalena.
—Vamos bien armados. No te preocupes.
Mi hermana durmió aquella noche a mi lado, para poder atenderme en caso de necesidad y
Álvaro se echó en un camastro en el camarote que usaba como sala de reuniones. Al día siguiente
nos asomamos para observar cómo partía la expedición.
Aunque lo que nosotros observamos desde el barco nos llenó de estupor.
Los hombres llegaron a la isla Cristina y buscaron un buen lugar para desembarcar. Los indios
acudieron en tropel en sus canoas y el maese comenzó a ponerse nervioso. Lope intentó templarle,
ya que los indígenas parecían pacíficos, de hecho, venían con sus mujeres e hijos, pero se
acercaron tanto e intentaron subir a las barcas, que el maese de campo ordenó abrir fuego. Varios
de los pobres incautos cayeron muertos en el acto, una madre con un niño pequeño en brazos saltó
de su canoa para huir y un soldado le disparó en la espalda.
—¡Por Dios! ¿Qué hacéis? —gritó Lope al soldado, que se encogió de hombros.
Vimos a la pobre mujer que sangraba por la espalda, al tiempo que intentaba mantener a su
bebé a flote. El niño lloraba asustado. Se hizo un silencio terrible a nuestro alrededor, todos
mirábamos angustiados la escena, de repente la mujer comenzó a hundirse y con ella su bebé.
—¡Dios mío, que alguien salve a esa criatura! —grité desesperada mientras agitaba los brazos.
Lope debió escuchar mis suplicas porque se lanzó al mar, pero cuando llegó, el niño se había
hundido en las aguas cristalinas y su cuerpo yacía inerte.
Las barcas regresaron hasta nuestra nao, subieron los soldados y salimos a ver a Lope que
parecía descompuesto por lo sucedido.
El piloto mayor escupió al asesino.
—Siento lo sucedido —dijo el hombre al ver el desplante.
Quirós frunció el ceño y le contestó:
—Si tanto lo sentís vos, ¿por qué no disparaste al aire? De nada sirve entrar en el infierno por
tener buena puntería.
—Calma —pidió mi esposo y separó a los dos hombres.
El maese se acercó desafiante a Quirós para defender al soldado.
—Ya me hubiera gustado veros a vos rodeado de esos salvajes.
—He dicho que basta —dijo mi esposo y después ordenó que se reanudaría la expedición al
día siguiente.
Un oficial llegó un momento después para avisar a Lope de Vega que habían subido cuatro
indios a la nao Santa Isabel y se habían llevado un perrito.
—Será posible, estos indígenas no tienen respeto por nada —comentó molesto de que la
guardia hubiera fallado y nadie hubiera detenido a los indios.
El resto del día lo pasamos en el camarote, desde la muerte del pobre niño me encontraba más
revuelta que nunca. Apenas pude dormir y, cuando mi hermana se levantó para despedir a Lope, yo
preferí quedarme en la cama.
Escuché cómo se marchaban, pero me volví a quedar dormida.
Por la tarde, sin haber comido nada, me desperté.
—¿Han regresado ya los soldados? —pregunté a mi hermana.
—No, pero deberías comer algo, estás muy débil y el bebé…
Estábamos hablando cuando un gentío se acercó a la borda, para ver el regreso de los
soldados. Subieron a nuestro barco, como el salón donde despachaba mi esposo estaba pegado al
camarote oímos toda la conversación sin salir de la cama.
—¿Qué ha sucedido? ¿Han estado levantiscos los indios?
Lope dejó que hablase primero el maese de campo, que era el que dirigía la expedición.
—Estos indígenas son muy tozudos, adelantado. Llegamos con los soldados hasta la playa,
pero los indios se nos pegaron de enseguida. Tuvimos que trazar una raya en el suelo y advertirles
que no pasaran de allí. Debían de ser casi trescientos, mis arcabuceros los apuntaban con las
armas. Me puse enfrente y les pedí que nos proveyeran de agua. Nos la trajeron en cocos y
después llegaron unas indias cargadas de frutas. Aprovechamos para darles las tinajas y pedirles
que las trajeran llenas, pero ellos negaron con la cabeza y nos hicieron señas para que las
cargásemos nosotros.
—No son muy trabajadores —bromeó mi hermano Luis.
El maese le hincó la mirada por interrumpir su plática y continuó hablando.
—Cuatro de ellos tomaron las tinajas y escaparon con ellas y ordené abrir fuego.
—Será mejor que dejemos esta isla maldita y regresemos a la de Magdalena. Estuvimos
haciendo antes algunas maniobras y casi encallamos el barco, mientras que el otro puerto lo
conocemos mejor.
A todos les pareció bien y tomamos rumbo a ella. Aquella fue la peor noche de mi vida. Me
comenzaron unos dolores terribles, me retorcía de tal manera que mi hermana llamó al médico que
acudió con presteza. El hombre quería examinarme, pero yo me negaba, hasta que Mariana me
convenció.
Mi esposo llamó a la puerta, pero le dijimos que eran unos fuertes dolores de barriga y que no
tuviera cuidado y se echara a dormir. Para no gritar, me puse un paño entre los dientes y recé a la
Virgen, para que no se llevara el buen Dios a mi bebé.
14. Rebelión
Isla Magdalena, 28 de julio de 1595

Aquella noche perdí a mi hijo y me sentí la mujer mas desgraciada de la tierra. El galeno no quiso
enseñarme el minúsculo zigoto y, cuando se fue, mi hermana me aseó y me dejó dormir. Por la
mañana apenas podía moverme, dolorida y triste, por eso Mariana me trajo algo que comer.
Apenas probé bocado y antes del mediodía mi esposo entró en el camarote.
—¿Cómo os encontráis? Espero que el médico os haya tratado bien.
—Me sentí indispuesta, pero ahora me encuentro mejor —le mentí, aunque me dolió en el alma
no contarle la verdad.
—Tienes que levantarte y prepararte, vamos a desembarcar en la isla y tomar posesión en
nombre del rey. Después celebraremos una misa con los paganos.
—No os preocupéis, estaré lista en un momento.
En cuanto se fue le pedí a mi hermana que me ayudase. El dolor y la pena no me dejaban
enderezarme.
—No puedes salir en este estado —me dijo preocupada.
—Claro que lo haré, tengo que acompañar a mi esposo en este momento tan solemne.
Con dificultad logré vestirme. Ya no sangraba y tomé algo de pan y manteca para recuperar
fuerzas. Salimos a la cubierta y vimos a todos los soldados con sus uniformes de gala y a los
oficiales con sus mejores ropajes, hasta los colonos se habían engalanado.
En varias barcazas descendimos hasta la playa. Algunos hombres habían levantado una
pequeña tarima de madera para asombro de los indios. Se preparó un altar y el vicario con sus
mejores galas comenzó la misa. Todos nos arrodillamos, hasta los indios nos imitaron al vernos.
Al terminar la misa, mi esposo subió a la tarima y de forma solemne comenzó su discurso.
—Yo, don Álvaro de Mendaña, adelantado de su majestad, almirante y gobernador de las islas
Salomón, tomo las islas Marquesas como posesión de nuestra majestad el rey Felipe II de España.
A mi lado se había sentado una mujer india con el pelo rubio, se lo toqué y ella me sonrió.
—Pueblo de la isla, ahora sois súbditos de su majestad, tanto vosotros como el resto de
pobladores de estas islas a las que tomo como posesión en nombre del rey.
Después mi esposo se bajó de la tarima y mandó llamar a varios indios. Les ofreció semillas
de maíz y enterró una en tierra, los hombres le imitaron. Después abrazó al que parecía el cacique
principal y tras la ceremonia todos regresamos a los barcos, menos el maese de campo y sus
soldados.
Apenas llevábamos una hora en la San Jerónimo cuando escuchamos disparos. Nos asomamos
a la borda y vimos que los indios lanzaban piedras y flechas a los soldados y estos les respondían
con disparos.
—¡Pardiez, otra ves el maese de campo ha buscado guerra! —gritó mi esposo desesperado.
—Tenemos que quitarle el mando —dijo Lorenzo, que comenzaba a estar harto de aquel
hombre, como casi todos los que componíamos el pasaje.
—Él gobierna a sus hombres y están armados, si le quitamos el mando los volverá contra
nosotros —comentó Álvaro.
—Pues es mejor arriesgarnos que dejar que continúe causando problemas —añadió Lope, que
tampoco apreciaba al militar.
—No haremos nada. Tenemos que terminar de cargar las naos de agua y fruta. Que los
soldados cubran la playa.
Las órdenes de Álvaro se llevaron al punto. Los indios, al ver que no podían resistir los
arcabuces, intentaron calmar los ánimos trayendo fruta. Como nosotros habíamos ocupado su
poblado, preguntaban a los soldados, cuándo nos marcharíamos.
Mientras en tierra la tensión crecía, se acercó a nuestro barco una canoa con indios que traían
cocos, pero se ordenó que no se les dejara subir a bordo. Entonces, uno de ellos arrojó el coco a
un soldado y le alcanzó. Les dispararon y la mayoría cayeron muertos al instante. El maese de
campo decidió colgarlos en la entrada de la aldea, para que todos los vieran y tomaran ejemplo.
He de confesar que todos aquellos actos me traían afligida, sobre todo tras la muerte de mi
niño. No entendía tanta maldad y desprecio por aquellos indios que parecían inocentes como
pequeños infantes. Algunos incluso escuchaban al sacerdote y se habían convertido a nuestra fe.
Uno de los más fervientes le llamábamos Jesús María y quiso venirse con nosotros al descubrir
que nos marcharíamos en breve.
Al día siguiente, Álvaro mandó llamar a todos los oficiales para preparar el viaje hasta nuestro
destino. Al sentirme algo mejor, pude asistir a la reunión. El maese de campo había regresado al
barco, tras dejar a su segundo al cargo de los soldados que aún permanecían en la isla.
—Creo que deberíamos dejar aquí a unos colonos —comentó mi esposo a los oficiales en la
última reunión que iban a tener antes de que emprendiésemos camino hacia las islas Salomón.
—Desde que desembarcamos en las Marquesas los hombres de don Pedro no han hecho otra
cosa que matar indios —se quejó Lorenzo, que cada minuto que pasaba se preocupaba más por la
actitud guerrera del militar.
—Nosotros nos hemos limitado a defender a los colonos y al resto de la tripulación —contestó
airado el militar.
—Vuestros hombres han disparado a mujeres y niños, al menos doscientas almas han perecido
por vuestra culpa —se quejó Quirós, que tampoco soportaba al maese de campo.
—Caballeros, lo que hemos de determinar en este momento no son las luchas con los indios, lo
que nos toca dirimir es si dejamos a una treintena de colonos con una guarnición.
—Don Álvaro, pienso que los indios se han de vengar con los que queden en cuanto vean que
nos marchamos —añadió Lope, con el que coincidimos todos.
Tras la reunión, el maese se acercó a algunos oficiales en cubierta. Al ver que conspiraban de
nuevo, le pedí a Felipe que intentara escuchar la conversación. Se aproximó un poco, mientras
hacia que recogía unas cuerdas. Pasados unos minutos llamó a mi camarote.
—Doña Isabel, los militares estaban hablando en contra de su esposo. El maese de campo no
paraba de decir que no sabía a dónde se dirigía y que era mejor que nos volviéramos a Perú.
—¡Será traidor! —grité furiosa—. No le cuentes nada a nadie, ¿entendido?
Felipe asintió con la cabeza, en cuanto salió del camarote mi hermana comenzó a hablar.
—¿No sería mejor contarle todo a los hombres?
—Son demasiado impetuosos y terminarían matándose unos a otros, esto lo gobierna mejor una
mujer. Mantendremos al maese de campo vigilado: en cuanto sepamos sus planes, sabremos cómo
actuar.
—Me da miedo ese hombre.
—Haces bien en temerlo —le contesté—, pero él me debería temer más a mí. No sabe lo fuerte
y noble que es una Barreto y que no dejaré que haga daño a nadie de mi familia. ¡Lo juro por
Dios!
15. Mala espada
Camino de las Islas Salomón, 20 de agosto de 1595

A los tres días de dejar las Marquesas mi esposo prometió a todos que pronto volveríamos a ver
tierra. En mi corazón rezaba para que todo fuera más pacífico que lo que habíamos vivido hasta
ese momento. Mi cuerpo y mi alma comenzaban a sanar, a pesar de que mi querida hermana había
tenido que regresar con su esposo. No dejaba de tocar mi barriga, como si el vacío que me había
dejado la muerte de mi bebé ya nunca nada pudiera volver a llenarlo de nuevo.
El anuncio de Álvaro se volvió en nuestra contra al no avistar tierra alguna. Sobre todo, los
militares empezaron a murmurar contra él. Felipe me tenía al tanto de sus chismorreos.
—Dicen que vuestro señor se ha pasado de largo y que ya deberíamos haber llegado hace
tiempo, se quejan de que el agua se agota y la comida escasea.
—Esos malditos tendrán que cerrar sus bocas cuando lleguemos a nuestro destino —le
contesté.
Justo cuando el ánimo se encontraba más torcido, llegamos a un pequeño grupo de islas. Eran
cuatro, muy pobladas de árboles, sin grandes montañas. Mi esposo las nombró de San Bernardo,
al ser ese día su patrón. Las islas estaban rodeadas de bancos de arena y era muy difícil acercarse
sin arriesgarse a encallar. No vimos ningún habitante, aunque algunos marineros de la galeota
dijeron que ellos habían observado a lo lejos algo parecido a unas canoas.
Al final las pasamos de largo. Los días siguientes fueron muy lluviosos, pero mi esposo creyó
ver en la distancia una silueta. Gracias a las lluvias recuperamos parte de nuestras reservas de
agua. Nos acercamos y comprobamos que era cierto.
La isla Solitaria, como la llamó Álvaro, se encontraba rodeada de arrecifes. Mandó dos naves
pequeñas para intentar conseguir leña y agua, que comenzaba a faltar en la almiranta.
La gente comenzó a impacientarse porque, aunque veíamos pequeños islotes, no dábamos con
las islas que habíamos salido a buscar.
Un día después el ambiente se encontraba tan caldeado que Lorenzo se acercó al piloto mayor
y le dijo airado:
—¿Estáis seguro de a dónde nos dirigimos? Por lo que me contó mi cuñado, hace tiempo que
deberíamos haber llegado.
—¿Por qué habláis de lo que no sabéis? El mar del Sur es mucho más grande que el Atlántico y
casi nadie lo ha explorado, encontrar una isla es como buscar una aguja en un pajar. Pero no os
preocupéis, ya estamos cerca.
El maese, que escuchó la riña, se acercó para intentar enfrentar a los dos marineros.
—Tiene razón don Lorenzo, Quirós no sabe a dónde nos lleva. Vamos dando palos de ciego.
Mi esposo salió del despacho e intentó calmar los ánimos, aunque cada vez le resultaba más
fatigoso.
Mi hermana me escribía desesperada, ya no tenían casi agua y para hacerse con leña tenían que
partir cajas de madera. Si no encontrábamos las Salomón pronto, todos pereceríamos. La mandé
llamar a nuestro barco, para que al menos estuviera tranquila a mi lado.
El siete de septiembre, cuando todos comenzábamos a perder el ánimo, escuchamos a uno de
los vigías gritar: ¡tierra!
Subimos todos al castillo de proa, miramos a lo lejos, era casi de noche y apenas podíamos
observar nada. Hn humo espeso nos envolvió y comenzamos a taparnos la boca con paños
húmedos.
Por la mañana mi esposo mandó al galeote para que se acercara a la isla y comprobara si
efectivamente había tierra. La siguió la nave almiranta, pero en medio de la oscuridad que nos
envolvía la perdimos de vista. Seguimos hasta la isla con la esperanza de dar con ellos.
Mariana estaba tan triste por la pérdida de su esposo que nada era capaz de consolarla.
—Los encontraremos, no pueden andar muy lejos, la nao es grande y el mar está
completamente vacío. Nos abasteceremos de agua y después Álvaro los encontrará.
Mi esposo llamó a la puerta y entró en el camarote.
—Querida cuñada, por vos moveré cielo y tierra, Lope es buen marinero, tienen las cartas. En
el caso de que se hayan extraviado, llegarán por sus propios medios a las islas. Hoy mismo he
mandado a la fragata para que se acerque a la isla y los busque.
—Gracias, vos sois mi protector.
Abracé a mi hermana, no sabía cómo consolarla, no quería ni pensar qué sentiría yo en su
misma situación. Hacia muy pocos meses que se habían casado y ambos se encontraban en la flor
de la vida. Lo único que lamentaba era que el maese aquella noche se encontrara en nuestra nao y
no desapareciera con el resto.
Mi hermana logró dormirse tras pasar buena parte del día llorando, salí a la cubierta para
despejar la mente y se puso a mi lado Tomás Escobar, llevábamos mucho tiempo sin hablar, pero
al ver su rostro pálido me preocupó.
—He escuchado algo, aunque es mejor que me calle la boca.
—Decidme, ¿de qué se trata?
El joven miró a un lado y al otro.
—Puede que la almiranta no se haya extraviado, unos soldados hablaban del comienzo de una
rebelión.
—¡Por Dios! ¿Estáis seguro? Mirad que el caso es muy importante.
—Os lo prometo.
—Entonces, han alejado a la Santa Isabel, para conquistar más fácilmente al resto. Eso no tiene
sentido.
—Decían que nos atacarían.
No supe qué pensar. No creía que el maese tuviera tanto arrojo. Aunque, como era tan
pendenciero y necio, sería capaz de intentar hacerse con la pequeña armada.

Al día siguiente mi esposo mandó una expedición a la isla. Antes, todos se confesaron con el
vicario porque desconocían a qué peligros podían enfrentarse. Apenas habían llegado nuestros
hombres a la playa, salieron a su encuentro unos indios en canoas. Parecían más bravos que los
que habíamos encontrado hasta ahora. Tenían los pelos teñidos de colores, los dientes también y
casi se asemejaban más a demonios que a personas como nosotros.
Los soldados volvieron a la nao y las canoas los persiguieron. Mi esposo intentó parlamentar
con el que parecía el jefe, un hombre delgado y viejo, pero este dio la orden de disparar y
mandaron una nube de flechas que se clavaron por todas partes.
Los soldados comenzaron a disparar y mataron a muchos, los indios retrocedieron y se
escondieron en la isla.
—Creo que deberíamos irnos de aquí —le pedí a mi esposo, sin disimular mi inquietud.
—No podemos, necesitamos agua y leña, también algunas frutas. Creo que el piloto nos ha
perdido.
Aquellas palabras me llenaron de pavor, que mi esposo reconociera que nos habíamos
extraviado era el peor presagio del viaje. Lope y su barco estaban desaparecidos, una isla repleta
de indios salvajes, el maese de campo buscando la rebelión. ¿Qué más podía sucedernos?
Álvaro no cejó en su empeño de buscar agua y rodeamos la isla del volcán. Nos refugiamos
cerca y la fragata fue a buscar a la almiranta, mientras nosotros descansábamos y mi esposo
preparaba la exploración de la isla.
Mandó el maese a un sargento con doce arcabuceros, aunque los indios los recibieron a
flechazos y regresaron al barco, mientras disparaban los cañones desde el barco.
Salimos de allí y recorrimos durante toda la noche la isla hasta encontrar un puerto a
resguardo, donde proteger las naos e intentar buscar agua y alimentos.
Al llegar a aquel lugar Álvaro comenzó a gritar, todos pensamos que se había vuelto loco,
hasta que entendimos lo que decía.
—¡Hemos llegado, esta es una de las islas Salomón!
La gente comenzó a gritar al unísono y a abrazarse. Algunos habían perdido la fe y otros la
esperanza, pero después de tantos meses todos tuvimos la sensación de haber regresado a casa.
Abracé a mi esposo. Mariana salió del camarote con la cara pálida, le di la mano y la
estrechamos entre nuestros brazos mientras intentaba animarla un poco.
—Lope encontrará las islas, te lo prometo y construiremos aquí nuestro hogar. ¿No es
hermoso?
Contemplamos la bahía. Ciertamente era la isla más bella de cuantas habíamos encontrado. El
rostro de Álvaro brillaba de emoción y las lágrimas recorrían sus mejillas, parecía un niño
grande, que después de tanto tiempo había logrado descubrir de nuevo el lugar de sus sueños. Por
un instante me pregunté si habría merecido la pena, tras tantos sacrificios y desgracias. Quise
pensar que sí, que no hay aventuras sin desventuras, para alcanzar el cielo en muchas ocasiones
hay que atravesar el mismo infierno.
Segunda parte: Islas Salomón
16. Malope
Islas Salomón, 7 de septiembre de 1595

A veces cuando conseguimos nuestros sueños no nos damos cuenta de que estos se han convertido
en la peor de las pesadillas. El viaje había sido terrible. Es cierto que, al principio, a pesar de los
enfrentamientos y las disputas, apenas perdimos algún soldado en las disputas con los indios.
Después, como si de una maldición se tratara, la situación fue empeorando hasta la desaparición
de la Santa Isabel. La desesperación de mi pobre hermana no tenía consuelo. Era tanto su
sufrimiento que logré superar el mío, ya que cuando uno se diluye en la inmensidad de la
desgracia humana, en cierto sentido se libra de sus propias desgracias.
Cuando vimos a decenas de canoas aproximarse hasta nosotros nos quedamos paralizados.
Nuestros anteriores encuentros con los isleños no habían terminado bien. Los indios venían
adornados con plumas de colores y zarcillos en las narices, sus dientes blancos parecían
anunciarnos que venían en son de paz, aunque sabíamos que frágil es la paz entre dos naciones tan
distintas. Los indígenas subieron a la cubierta con total naturalidad, sonrientes y mansos como
palomas. Entre ellos destacaba uno con el cuerpo fornido, de piel dorada y el pelo cano. Su rostro
mostraba bondad, cosa que me tranquilizó, y en su cabeza le coronaba unos plumajes azules,
amarillos y rojos. En la mano llevaba un arco y flechas. A ambos lados le custodiaban otros dos
de los caciques.
Preguntó a Lorenzo quién era nuestro jefe y mi esposo dio un paso al frente. El indio le
observó con cierto recelo, pero en cuanto Álvaro le colocó las dos manos en los hombros,
comenzó a sonreír de nuevo.
—Malope —dijo indicando su nombre, mientras se tocaba el pecho.
—Don Álvaro de Mendaña —contestó mi esposo, imitando su gesto.
—No, yo Mendaña, tú Malope —le rectificó el jefe de los isleños.
Al principio creíamos que se equivocaba hasta que comprendimos que simbólicamente quería
identificar a ambos, como si fueran hermanos de sangre.
—Yo jauriqui.
Malope nos comentó aquello para que supiésemos que era el jefe, que de esa manera se hacían
llamar.
—Yo adelantado —contestó mi esposo.
Álvaro le dio al jefe una camisa y algunas baratijas, mientras los indios nos ofrecían sus
plumas. Se produjo un intercambio de objetos entre los indios y los soldados. Al rato ya se
estaban abrazando como si se conocieran de toda la vida.
Aquel comportamiento me inquietaba, la familiaridad solía tornar pronto en hostilidad. Los
indios miraron debajo de los vestidos de los hombres para ver el tono de su piel. Los indios
enseguida se interesaron por nuestras navajas y tijeras.
Pasamos los primeros cuatro días con estos encuentros pacíficos y los intercambios. Nos traían
comida y agua, mostrándose más amables que el resto de indígenas que habíamos encontrado en
nuestro viaje.
Al quinto día Malope llegó a nuestro barco tan alegre como en las anteriores jornadas, se sentó
a hablar con mi esposo, aprendiendo palabras uno del otro. Un soldado pasó muy cerca con su
arcabuz en las manos y el indio se asustó y se marchó corriendo a la isla. Después de aquel
incidente pasamos tiempo sin verlo. Por ello, mi esposo decidió que bajara una expedición con el
maese al mando. Como ya sabíamos lo bravo que era y lo que le gustaba guerrear, le pedí a
Álvaro acompañarlo.
—¿Una mujer?
—No empecemos, ya sabéis que soy mujer fuerte, manejo la espada y puedo disparar un arma.
—El maese de campo no querrá —comentó mi esposo, que intentaba evitar que aumentase la
tensión.
—¿Preferís enfadarlo a él o a mí?
Al ver mi ceño fruncido, mi esposo terminó por ceder.
—Está bien, pero te acompañarán tus hermanos Diego y Luis.
—No necesito nodrizas, pero si eso os hace estar más tranquilo…
Al día siguiente me vestí de soldado y cuando me vieron salir de mi camarote todos se
quedaron atónitos.
—Una mujer con calzas —dijo el maese con tono sarcástico.
—Mejor que un hombre con faldas —le contesté, mientras me colocaba el morrión, que me
quedaba grande. Mi hermana Mariana me ayudó a atarlo con la correa.
—Si te viera padre.
—Se revolvería en su tumba, pero si dejo solo a ese zopenco causará problemas —comenté
mirando de reojo a don Pedro. Ahora que estaba de nuevo en el barco, no dejaba de importunar.
—Preguntad a los indígenas por la Santa Isabel, puede que la hayan visto.
—No tengáis cuidado, que lo haré.
—Esposa, no os metáis en líos.
Acaricié la barba de Álvaro y le sonreí.
—Intentaré que el maese no comience una guerra, si es a eso a lo que os referís.
Bajamos a las barcas y nos acercamos sigilosos a la playa. El maese iba en cabeza con cinco
hombres, nosotros en el centro y detrás otros quince. En la otra barca iban algunos marineros para
tomar agua de un arroyo cercano, ya que los indios ya no nos la servían.
—¿No sería mejor que algún soldado se quedara con ellos? —comenté señalando a los
aguadores.
—Ellos sabrán protegerse —contestó mientras nos internábamos en la selva.
Lo primero que nos extrañó es que el poblado más cercano se encontraba totalmente desierto.
Entramos en sus chozas y no hallamos nada.
—Se han replegado —dijo el maese de campo.
—Simplemente se han asustado —le corregí, mientras el soldado fruncía el ceño.
—Escuchamos un sonido de tambores en la lejanía.
—Y eso son canciones de bienvenida —contestó el maese de campo irónicamente.
Entonces escuchamos disparos. Corrimos hacia el riachuelo, un marinero había disparado a un
grupo de indígenas que les lanzaban flechas. Al vernos llegar huyeron, aunque los soldados
mataron a varios antes de que lo lograsen.
—¡Deteneos! —grité bajando uno de los arcabuces.
—Nos han atacado —dijo el soldado.
—No queremos guerra, están asustados.
—¿Asustados? Les han lanzado flechas, son violentos. La amabilidad de estos días era tan solo
una artimaña para que nos confiáramos, ya se lo dije a vuestro esposo.
Miré al maese con desdén. Aquel hombre había atacado sin piedad a otros isleños y no
deseaba que en nuestro comienzo en aquel mundo, se repitieran los errores del pasado.
Los soldados continuaron disparando a pesar de mis protestas, después quemaron las chozas y
se llevaron dos puercos que encontraron sueltos.
Mientras regresábamos de camino a las barcas me pareció ver a una muchacha. Dos soldados
corrieron hacia ella e intentaron violentarla. Los perseguí y cuando los vi sobre ella, en una zona
de árboles, los apunté con mi pistolete.
—¡Dejad a la muchacha!
El sargento se giró y me dijo con los ojos desorbitados:
—Es recompensa de guerra.
—Aquí no estamos en guerra. No es de hombre violar a una mujer inocente.
El sargento se puso en pie y se desató el cinto.
—¿Queréis probar a un hombre de verdad?
Se me acercó y le advertí por segunda vez.
—Dejad a la chica y alejaos de mí.
El sargento intentó arrebatarme el arma, disparé pero no di en el blanco. Me derrumbó al suelo
y comenzamos a forcejear. Su peso me impedía moverme, no era tan diestra en la lucha cuerpo a
cuerpo, además aquel pelirrojo era enorme.
—¡Maldito, soltadme de inmediato!
—Ahora no sois tan brava. ¿Verdad?
Logré aferrar el puñal que tenía en el cinto y se lo puse en el cuello.
—No os atreveréis —me retó el hombre.
Le rebané el pescuezo. Su sangre roja y caliente me cegó los ojos y me embadurnó el rostro.
Empujé el cuerpo convulso. En la mirada del sargento aún se identificaba la sorpresa, la muerte
siempre es inesperada.
Cuando llegaron mis hermanos, el otro soldado estaba de pie apuntándome con su arma. Diego
lo dejó seco de un tiro y Luis me ayudó a levantarme.
—¿Estáis bien?
La chica logró ponerse en pie y comenzó a correr.
En ese momento llegó el maese de campo y al ver a sus hombres muertos se encolerizó.
—¿Qué demonios ha pasado aquí?
—Sus soldados me atacaron al pedirles que no violentaran a una muchacha.
—¿A una muchacha? Era una sucia india. Uno de mis hombres vale por cien de ellos. Vais a
pagar…
Mis hermanos se interpusieron y el maese paró.
—Hablaré con vuestro esposo, esto sucede por traer hembras a un viaje de exploración.
Se marchó haciendo aspavientos y nosotros nos dirigimos a la barca. La guerra parecía haber
comenzado, únicamente la prudencia de Álvaro y la ayuda de Dios serían capaces de detenerla.
17. Colonia
Nuestra llegada a la San Jerónimo fue más tranquila de lo que esperábamos. El maese de campo
no quiso discutir con mi esposo y yo preferí explicarle lo sucedido más tarde. Al verme llena de
sangre se asustó un poco, cuando supo que no era mía pareció tranquilizarse, aunque le duró poco
la calma al saber que habían muerto dos soldados y nos habíamos enfrentado a los indios.
Entramos en el salón, allí nos esperaban Mariana y Lorenzo.
—No estoy seguro de si es buena idea mandar a buscar a la Santa Isabel con toda la isla
levantisca.
No me había enterado de que planeaban una expedición de rescate para la nao desaparecida.
—Llevaré la fragata y veinte soldados, no os quedaréis desprotegidos —comentó Lorenzo.
—¿De quiénes? ¿De los nuestros o los ajenos? —pregunté todavía con la camisa empapada de
sangre.
—Ya sabemos que el maese no es de fiar, pero no intentará nada mientras los indios nos
ataquen.
—¿Estáis seguro querido hermano? Uno de los aprendices de piloto me contó que preparan un
motín.
Mariana se cruzó de brazos y molesta me contestó.
—Se nota que no es vuestro esposo el que ha desaparecido. Estoy convencida de que vos
moveríais cielo y tierra hasta dar con él.
No me había dado cuenta de lo que significaba para mi pobre hermana toda aquella situación.
Le puse una mano en el hombro e intenté que no se enfadara por mis palabras.
—Tenéis razón, que Lorenzo marche. Nos apañaremos solos —dijo Álvaro intentando zanjar el
tema.
Mi esposo parecía tan contrariado que no quise molestarlo, me fui a mi camarote y me quité la
sangre pegajosa y seca. Al punto vino Mariana, que me ayudó a vestirme y me trajo más agua.
—Siento haberme puesto así, pero cada día que pasa estoy más angustiada. Nos deberían haber
encontrado. A veces pienso que su barco habrá encallado o un motín los ha hecho regresar al Perú,
aunque esta opción es la que menos me preocupa.
Mi hermana no se daba cuenta de que lo primero que se hacía en un motín era matar al capitán,
pero no quise sacarla de su error.
—Dios aprieta, pero no ahoga.
—Eso espero —me contestó sin disimular su tristeza.
—¿Qué os ha pasado en la isla? No me creo que esa sangre sea de un indio. ¿Habéis tenido
problema con el maese?, ¿verdad?
Asentí con la cabeza y le expliqué lo sucedido. A medida que le contaba los detalles su
indignación crecía.
—Dios mío, ese hombre es el mismo diablo y sus hombres demonios salidos del infierno.
—Lo es, os lo aseguro. Por un momento temí por mi vida.
Tras nuestra breve plática salimos a despedir a la fragata, creo que ambas temíamos que
Lorenzo se perdiera también y perdiéramos además a un hermano, pero era lo que teníamos que
hacer. Apenas se había alejado la nao, cuando el maese solicitó una reunión con mi esposo. Pensé
que sería para hablarle de lo sucedido, pero estaba equivocada.
—Don Álvaro, los indios nos han atacado y han matado a varios de mis hombres. Debemos
darles una lección o se nos subirán a las barbas. Esos salvajes no saben con quién se están
metiendo.
Mi esposo se apoyó en la mesa, agachó la cabeza, como si todo aquello lo tuviera agotado.
—No vinimos hasta aquí para hacer la guerra, debemos evangelizar a esta gente y convertirlos.
De los dos pueblos Dios formará uno solo, las islas Salomón deben ser una tierra de paz.
—Os entiendo a vos pero, si no les mandamos un mensaje claro, pensarán que pueden matar a
uno de los nuestros sin que haya consecuencias.
—Nosotros también hemos matado a varios de los suyos —apunté, aunque sabía que conversar
con aquel hombre necio era igual que echar perlas a los cerdos.
El maese me ignoró y continuó con sus planes.
—Aprestaremos a cuarenta soldados de noche y atacaremos su poblado principal y
castigaremos a esos paganos, después quemaremos sus chozas.
—¿No será una hazaña demasiado contundente? —dijo el piloto mayor.
—Vos me dijisteis que en la mar mandabais, ahora en tierra mando yo, con el permiso de
nuestro adelantado.
—Está bien, pero tened cuidado de no matar a muchos, debemos buscar la paz en cuanto
podamos.
—No os preocupéis, soy consciente de que necesitamos gente que cultive la tierra y construya
nuestras casas.
—Cumplid mis ordenes, no quiero que se vierta más sangre inútil.
En cuanto se fueron los oficiales y nos quedamos a solas, Álvaro pareció hundirse, como si
hubiera estado intentando aguantar todo ese tiempo. Se puso las manos sobre la cara y comenzó a
porfiar.
—Dios me ha castigado por mi ambición, debía haber dejado a estas gentes tranquilas, no
deseo la guerra.
Le abracé y comencé a besarlo.
—Lo sé, amado esposo. Pronto volverá la paz. Los choques entre los pueblos extranjeros son
inevitables: ellos deben acostumbrarse a nosotros y nosotros a ellos. Pronto construiremos una
ciudad y viviremos juntos en armonía.
—Dios te escuche, porque a veces creo que sería mejor tomar el camino de vuelta y alejarnos
de este hermoso lugar antes de que lo convirtamos en un infierno.
18. Agonía
Aquella noche fue muy larga. Desde la nao escuchábamos los gritos de los hombres luchando y
veíamos el fuego que se extendía por los tejados de las chozas. No sabíamos lo que ocurría, pero
por los disparos imaginamos que debía ser una masacre. A las pocas horas regresó el maese de
campo con siete soldados heridos por las flechas y varios puercos muertos como botín. Cuando
abordó ya estaba despuntando el alba.
Me espabilé por el quejido de los heridos y desperté a mi hermana para que me ayudase a
atenderlos. En la cubierta estaban los soldados quejándose de dolor y con sus ropas llenas de
sangre. El maese parecía satisfecho de su hazaña, ya que se la estaba refiriendo a mi esposo.
—Los atacamos por sorpresa, encerramos a algunos en las chozas y las quemamos, cuando
intentaban salir les disparábamos. Algunos escaparon, pero hemos matado a muchos.
—¡Pardiez!, os pedí mesura, ya sabéis que no hemos venido a hacer la guerra —le reprochó mi
esposo.
—Es el único lenguaje que entienden los salvajes.
Ayudamos al médico con los heridos, vendamos brazos y piernas y los dejamos descansar.
A las pocas horas llegó Malope con varias canoas, parecía que venía en son de paz. Hizo
señas a mi esposo y comenzó a parlamentar.
—Mendaña, Mendaña.
Los soldados apuntaban con sus armas y el maese de campo parecía dispuesto a acabar con
todos.
—Quieto, ¿no ve que quieren hablar? —dijo mi esposo asomándose por la borda y pidiendo a
los hombres que bajasen las armas.
—Nosotros no, ellos fueron —decía Malope, señalando la otra parte de la isla.
—Creo que está diciendo que sus hombres no nos atacaron, que fueron otros indios —le dije a
mi esposo, que parecía demasiado nervioso para entender al jefe de los indios.
Después el indio le tiró el arco y por señas explicó que estaba dispuesto a luchar contra ellos a
nuestro lado.
Álvaro le hizo un gesto de paz y le mandó que se retirase por ahora.
—¡Pensáis que un maldito indígena dice la verdad! Son mentirosos y ladinos por naturaleza —
dijo el maese de campo al ver que se le escapaba su víctima.
—Entonces —le contesté—, vos sois un salvaje, porque mentís como un bellaco.
—Yo soy un hidalgo, señora, ¿no me comparará con esas malas bestias?
No quise continuar la discusión, porque aquel hombre era el más necio que había conocido
jamás.
—Creo que es mejor que busquemos un puerto más seguro —comentó mi esposo al piloto
mayor.
Salimos el día de San Mateo en busca de un sitio más propicio, lo encontramos apenas a media
legua y al poco llegó hasta nosotros mi hermano Lorenzo, que llevábamos días sin ver.
Mariana se entristeció al comprobar que venía solo, sin la Santa Isabel.
Nuestro hermano subió a los pocos minutos y tras los abrazos miró con tristeza a Mariana.
—No los hemos encontrado.
—¿Cómo es posible?
Mi esposo nos pidió que entráramos en el salón para tratar aquellos asuntos, ya que los
marineros y los soldados parecían atentos a lo que decíamos.
—Hemos estado navegando alrededor de esta isla, que es la más grande, también hemos
recorrido otras dos cercanas y una más al sur. Todas ellas están pobladas por gente de piel mulata.
Continuamos alejándonos y aparecieron dos islas más, el archipiélago es muy grande.
—Deben ser las que visité en el primer viaje.
—En una de ellas los indios nos atacaron y robaron varias boyas, nosotros enviamos a unos
soldados para darles una lección.
En aquel momento entró el maese de campo hecho una furia, nos quedamos sorprendidos. Al
parecer algunos soldados le habían hablado del enfrentamiento con los indios.
—¿Cómo os atrevéis vos a poner a mis hombres en peligro? Lanzar a una docena contra
cientos de indios.
—Esos hombres estaban bajo mis órdenes —contestó Lorenzo.
—Pero eran mis soldados, no os los dejé para que los asaetearan unos salvajes.
—No os permito que me habléis en ese tono —dijo Lorenzo echando mano de la espada.
—¡Voto a bríos! —contestó el maese agarrando la suya.
—¡Alto caballeros!, les prohíbo que lo hagan —les pidió mi esposo, para que no se
enfrentaran a duelo.
—Esto es un sindiós, ¿cómo podéis aprobar que un oficial inferior no obedezca mis órdenes?
El maese de campo se fue de la sala como había venido, como un potro desbocado, salió
dando un portazo.
—No podéis consentir que os trate de ese modo —dijo Lorenzo a Álvaro, que parecía agotado.
—Le necesitamos, querido cuñado, no lo olvidéis.
—¿A ese rufián? Ponedlo bajo arresto y yo me haré cargo de la milicia.
—Le son leales a él, sería poner en riesgo la misión.
—¿Qué misión? —gritó desesperada Mariana—. Hemos perdido un barco y a toda su
tripulación y en esta tierra infecta solo hay mosquitos, calor y salvajes que quieren matarnos a
todos.
Mi hermana también abandonó la sala y la siguió Lorenzo. Me acerqué a mi esposo, para
intentar animarlo un poco. Le miré a los ojos mientras apoyaba mis manos en sus hombros.
—Las cosas mejorarán. Debemos de tener fe, Dios guarda nuestra causa.
—Tiene razón Mariana, os he puesto a todos en riesgo por un capricho.
—No era un capricho, era una misión arriesgada. Estábamos destinados a venir aquí, no hay
nada que hagamos en esta tierra en lo que Dios no intervenga.
—Pues habrá que pedir a Dios que lo enderece, yo ya no tengo fuerzas —dijo Álvaro agotado.
Me extrañó ver su semblante tan alicaído y su rostro pálido.
—¿Os encontráis bien? ¿Qué os sucede?
—No, el corazón me late muy deprisa y estoy mareado.
Le ayudé a sentarse y después le serví un poco de agua.
—Descansad y no os preocupéis. Mañana veréis las cosas de otra manera.
Le dejé descansando sobre un jergón. El pobre llevaba muchos días sin dormir en nuestra cama
por Mariana, a la que intentaba mimar, para que no se acordara tanto de su esposo desaparecido.
Al salir a cubierta descubrí que el maese de campo había tomado a la mayoría de sus hombres
para llevarlos a tierra. Estaba desobedeciendo una orden directa de mi esposo. Se encontraba
fuera de sí.
—¿Se puede saber a dónde os dirigís?
—Nos vamos a la isla, dormiremos en unos de los poblados.
—¿Quién os ha dado permiso? —le pregunté tan furiosa, que pensé que mis ojos eran capaces
de fulminarlo.
—No necesito permiso de vos ni de nadie. Aquí nadie obedece ninguna autoridad, ¿por qué
habría de hacerlo yo?
Aquella afrenta era lo último que esperaba. A pesar de mis gritos, el maese de campo se llevó
a casi todos sus hombres, dejándonos sin defensa al resto de marineros y a los colonos. Algunos
soldados, que habían traído a sus familias, también se marcharon con ellas. Al verlos partir, sentí
que todo se derrumbaba sin remedio.

A la mañana siguiente, cuando mi esposo se levantó sudoroso e igual de débil, lo primero que
me preguntó fue por el militar. Cuando le referí que se había marchado con sus hombres y no había
regresado, se levantó de la cama y mandó reunir a todos los hombres de armas. Me temí que
estuviera a punto de comenzar una guerra, pero conocía muy bien a Álvaro para saber que sería lo
último que intentaría.
Una hora más tarde desembarcamos en la playa, seguimos el rastro de los soldados y llegamos
hasta una laguna, donde habían hecho un campamento. Los soldados cortaban troncos y otros
preparaban los cimientos para unas casas.
El maese no se inmutó al vernos llegar, estaba en mangas de camisa trabajando como uno más.
—¡Soldados del rey! —llamó en voz alta mi esposo a los hombres, se reunieron a su alrededor
y cuando no faltó ninguno comenzó a hablar—. Hemos venido a estas tierras a poblarlas y traerles
nuestra fe. Durante estos meses os he pedido muchos sacrificios a cambio de muy poco, habéis
atravesado el mar del Sur, luchado por mí y pasado todo tipo de necesidades. Ahora es el
momento que busquemos dónde asentarnos.
—Adelantado, queremos que se haga repartimiento como en Perú, que nos den a cada uno
indios que trabajen para nosotros, así podremos construir nuestras casas y nuestras granjas.
—Los indios no están sometidos ni cristianizados. Antes hay que conseguir que colaboren y
después ya haremos las reparticiones.
Otro soldado veterano dejó su hacha y comenzó a hablar.
—Nuestra paga ha sido muy pequeña y llevamos muchas jornadas en los barcos.
—Somos españoles y no nos asusta el trabajo —comentó otro hombre.
—Pues ya que todos en solemne asamblea me pedís, como vuestro adelantado, que fundemos
una ciudad, así lo haremos. Construiremos un pueblo al lado de aquel río junto a esta bahía que
bautizo con el nombre de la Graciosa. Que Dios nos asista.
Por primera vez en mucho tiempo, el júbilo invadió a todos los presentes. Lanzaron vivas al
adelantado y al rey. Me alegró ver el rostro de mi esposo iluminado por la alegría y me propuse
ayudarlo en todo lo que fuera menester.
Las siguientes semanas fueron agotadoras, pero todos necesitábamos tener la mente puesta en
una misma cosa y olvidarnos de las desgracias del camino. Mientras, algunos se ocupaban de
buscar comida, que abundaba en aquel puerto, ya que además de los marranos salvajes, se
encontraban gallinas, perdices, patos y otras aves comestibles. La pesca también era abundante, al
igual que la fruta, muy rica y variada.
La construcción de las casas rectangulares comenzó con rapidez, no queríamos hacerlas
redondas y comunitarias como las de los indios.
Poco a poco la isla se pacificó, los isleños nos traían comida y Malope mandó a muchos
hombres para que nos ayudaran con la construcción.
La bonanza no duró mucho tiempo, los soldados comenzaron a quejarse de la comida, decían
que la isla era pobre y que mejor estaban en Lima. Uno de ellos escribió un papel, y en él firmaron
muchos, exigiendo a mi esposo que los llevará a una isla mejor, con oro, o que los devolviera a su
tierra. Sabíamos que detrás de esa conspiración, como de todas, se encontraba el maese de campo.
Álvaro, que llevaba días medio enfermo, comenzó a empeorar, como si se le hubiera echado
encima la edad y la tristeza.
La tormenta que estaba a punto de caer sobre nosotros sería tan terrible, que muchas noches
rogué a Dios que nos llevara de allí, para poder ver algún día a mis hermanos y vivir de nuevo en
paz.
19. Sufrimiento
Siempre me he preguntado si el mal se desata sobre los hombres sin que estos lo sospechen o si,
por el contrario, somos nosotros los que lo producimos. La aparente calma, a pesar de las
protestas de muchos militares y aquel escrito infame, nos permitió terminar de construir la iglesia.
Las cosas parecían avanzar por fin, pero lo que hay oculto en el corazón de los hombres siempre
terminar brotando de nuevo.
Siempre me he preguntado si el mal se desata sobre los hombres sin que estos lo sospechen o
si, por el contrario, somos nosotros los que lo producimos. La aparente calma, a pesar de las
protestas de muchos militares y aquel escrito infame, nos permitió terminar de construir la iglesia.
Las cosas parecían avanzar por fin, pero lo que hay oculto en el corazón de los hombres siempre
terminar brotando de nuevo.
La revolución se extendía silenciosamente y, por primera vez, el piloto mayor comenzó a
confraternizar con el maese de campo. Lo descubrí gracias al aprendiz de piloto, Tomás Escobar,
que me lo refirió una noche que me encontraba enfrente de la hoguera.
—Señora, ¿puedo hablar con vos? —me preguntó de manera sigilosa.
Casi me eché a temblar, cada vez que Tomás me pedía audiencia era para darme malas nuevas.
Nos apartamos un poco del grupo y caminamos hacia la laguna. Era una noche de ensueño, con
la luna brillante, las estrellas tan claras como pepitas de oro en un río cristalino y una ligera brisa
que no aliviaba de los calores del día.
—¿Qué sucede? Hablad, que me tenéis en ascuas.
—Sabéis que ayer vino el piloto mayor a tierra. Pensé que era únicamente para estirar un poco
las piernas, de hecho, me invitó a venir con él. Después que llegamos, me dijo que le esperase y
entró en una casa, me acerqué a la ventana y le espié. Tal vez hice mal, ya que se trata de mi
maestro, pero quería cumplir la promesa que le di a vos.
—Bien hiciste, te debes antes a tu señor, a tu rey y a tu Dios.
—El piloto estaba hablando con el maese de campo de manera muy amigable, cosa que me
extraño, ya que siempre los he visto discutiendo desde nuestra partida.
—Más que cierto —le contesté inquieta.
—Pues el piloto le comentó al maese de campo que en treinta días le llevaría con sus hombres
a una tierra mejor que esta.
—¡Traición! —exclamé levantando un poco la voz.
Mi esposo llevaba días muy débil, apenas salía de la casa y Lorenzo era el que llevaba a cabo
sus órdenes. Sin duda, aquellos malandrines aprovechaban su mal estado físico para conspirar en
su contra.
Estábamos todavía platicando cuando escuchamos un disparo, que en mitad de la silenciosa
noche sonó como un trueno. Nos dirigimos de nuevo al pueblo y vimos a un soldado que había
matado a un pobre indio. Le había reventado la garganta.
—Este maldito indígena estaba robando.
—Teníais orden de no disparar a matar —le recriminé.
Le pedí al maese de campo que le castigara, pero se negó. Los hombres no podían actuar sin
obedecer órdenes.
Al día siguiente vimos que los soldados se reunían en asamblea, mandé a Felipe para que se
informara. El hombre tomó un cesto y se acercó todo lo que pudo, pero un soldado se dio cuenta y
le pegó un puntapié.
—¡Vete de aquí, perro!
El pobre salió huyendo, sabía que los soldados eran muy capaces de terminar con su vida, pero
mi hermano Diego se metió entre los soldados y, tras la reunión, vino a informarnos a la casa.
—El maese de campo ha prometido a los soldados y a algunos colonos que si regresan con él
se establecerán todos en Chile, que allí había buenas tierras despobladas.
—Tenéis que hacer algo, querido esposo —le comenté preocupada. Álvaro se incorporó un
poco. Su rostro pálido y ojeroso mostraba su extrema debilidad.
—No creo que se atrevan, pero iré a hablar con el maese, ahora mismo si hace falta.
Le ayudé a vestirse. Llamamos a mis hermanos y a algunos oficiales fieles y fuimos al
encuentro del rebelde. En el camino nos encontramos algunos soldados con las espadas en la
mano.
—¿Por qué vais armados? —preguntó mi esposo molesto por tal atrevimiento.
—Estamos en tierra de guerra y tenemos que protegernos.
Álvaro se encendió tanto que su rostro recuperó por fin el color y cierta gallardía. Llegamos
delante del maese de campo que estaba rodeado de sus hombres. En cuanto nos vio tomó la espada
en la mano.
—¿Por qué estáis revolviendo a los soldados contra mí?
El militar no debía esperar tanta franqueza, porque no supo qué responder.
—Si seguís revolucionando a todos, os colgaré del árbol más alto con vuestros cómplices.
—¿Por qué me decís esto? Yo hasta ahora he sido fiel. Si hubiera levantado a los hombres en
vuestra contra, ya no estaríamos en esta isla. El problema es que aquí no hay oro, no tenemos
tierras ni buenas pagas. Esta no es la tierra próspera que vos nos prometió.
—Apenas la hemos explorado, tened paciencia.
—¿Paciencia? Tengo mucha, más de la que vos pensáis, ya que su esposa me difama todo el
día y murmura en mi contra. Hoy mismo mandó a su negro para espiarme.
—Si fuerais más de fiar no tendría que vigilaros —contesté indignada, aquel hombre no
respetaba nada ni a nadie.
Desde aquella discusión mi esposo decidió que nos trasladáramos todos a los barcos, no
estaba segura si era por temor a que el maese de campo y el piloto se escaparan en ellos. Yo
mandé a mi hermano Luis al pueblo para que vigilase a los soldados.
Los días se sucedieron incómodos, cada vez más tensos. La tensión parecía crecer por
momentos.
Mientras, los soldados construían una empalizada para proteger nuestra primera villa en estas
tierras. No podíamos disfrutar de nuestros pequeños logros, todo era sospecha y desesperación.
Mi pobre hermana comenzaba a perder la esperanza de volver a ver a su esposo. Ninguna de
nuestras expediciones había dado con la Santa Isabel, parecía como si se la hubiera tragado el
mar. Por eso me pasaba el día consolando a Mariana y la noche animando a Álvaro.
Una mañana estábamos en la cubierta, intentando que el frescor del día nos aliviara un poco
del calor, cuando escuchamos unos disparos. Miramos a la playa, sin duda habían venido de la
empalizada. Una bala se había incrustado en un mástil y la otra estuvo a punto de herir al piloto
mayor.
Luis Belmonte, el cronista del piloto mayor, llegó corriendo para ver si se encontraba bien.
Cuando un oficial de los nuestros fue a averiguar qué había sucedido, le dijeron que había sido un
desgraciado accidente, que lo único que pretendían era cazar unos pájaros.
Al día siguiente mi hermano Luis regresó de tierra y por su semblante supe que estaba muy
preocupado.
—¿Qué os sucede?
—Tengo que hablar con Álvaro, es muy urgente.
—No me asustes —le supliqué, a medida que mi esposo empeoraba, yo me sentía más
angustiada y confundida.
Entramos con el resto de mis hermanos en el salón. Mi esposo había vuelto a empeorar, cada
día se encontraba más débil y cansado.
—¿Qué nuevas nos traéis? Espero que no sean tan malas como imagino.
—Querido cuñado, las cosas en el pueblo se están poniendo muy mal. He escuchado a los
soldados amenazar de muerte a vos y a toda la familia.
—¡Eso es traición!
—No sé cuánto tiempo podremos aguantar así —comenté a todos. Era de la opinión de que
teníamos razones suficientes para ajusticiar al maese de campo, pero Álvaro no se veía capaz de
enfrentarse a los soldados, que nos superaban en número y estaban mejor armados.
—Creo que deberíamos enviar al piloto y al vicario, para que averigüen cuáles son los
verdaderos planes del maese —comentó Lorenzo que, a pesar de la tensión que le producía todo
aquello, era el único que mantenía la cabeza fría. El resto estuvimos de acuerdo.
—No me fío tampoco del piloto, pero si va con el sacerdote, uno vigilará lo que hace el otro
—dijo Álvaro, que por el esfuerzo de estar un rato de pie ya parecía agotado.
A la mañana siguiente enviamos al piloto mayor y al vicario a tierra. Yo pedí a Tomás Escobar
que los acompañara, para tener información de primera mano y cometí una impudencia. Después
cambié de opinión y me vestí de soldado, me tapé el rostro y acompañé a la comitiva. Ya no me
fiaba de nada ni de nadie. Esperaba que no me descubrieran, aunque estaban tan prevenidos que el
riesgo era extremo.
No me fiaba demasiado del piloto mayor, por lo que el único que sabía mi plan era Tomás.
Llegamos a primera hora, cuando el pueblo estaba despertando. Mientras algunos desayunaban
yo me alejé hacia el río, para que no me descubrieran y no acudí hasta que se convocó la
asamblea, ya que era más fácil que me ocultase entre los asistentes a la asamblea.
—Estimados amigos, sabemos que hay algunas reclamaciones y peticiones entre vosotros.
Apenas llevamos un mes en esta isla, un hermoso y fértil lugar. Si plantamos nuestras semillas y
poblamos estas tierras, serán tan prósperas como las del Perú.
—Para plantar ya podíamos habernos quedado allí. No había menester llegar tan lejos. El
adelantado nos prometió oro, fortuna y haciendas, pero de eso nada hemos recibido.
—Se recibirá lo prometido, pero apena hemos llegado y quedan muchas islas por descubrir —
comentó el piloto sin mucha convicción.
—El adelantado está enfermo. ¿Qué pasará si muere? ¿Quién gobernará esta desastrosa
aventura? —preguntó otro soldado.
—Don Álvaro de Mendaña se encuentra bien, queridos amigos. Lo que no entiendo es qué
esperaban de estas tierras. Tal vez pensaban que llegaríamos aquí y las haciendas estarían listas,
las viñas cultivadas y nos limitaríamos a tomar la cosecha. Igual que esto que nos rodea —dijo el
piloto extendiendo los brazos— no es muy diferente de como era Roma o Venecia cuando llegaron
sus primeros pobladores. Somos nosotros los que debemos hacer grandes a las islas Salomón.
—¡Queremos regresar maese piloto!
—¿Pensáis que la vuelta sería tan sencilla? El mar tiene sus tiempos y sus ciclos, tendríamos
que encontrar las corrientes que nos llevarán de vuelta. Podríamos morir en el intento.
—¡Pues yo prefiero morir en medio del océano que permanecer aquí! —gritó un soldado.
—No pensáis que si regresamos con las manos vacías seremos el hazmerreír de todos. Nos
debemos a Dios, que nos manda aquí para traer la fe a estas gentes. Nos debemos a nuestro rey,
que nos ha encomendado conquistar y colonizar estas islas. Por último, nos debemos a nuestro
señor, que sufragó este viaje para darnos a todos una vida mejor.
—¡Pues marchemos a las Filipinas! —vociferó otro hombre.
—No están tan cerca como pensáis. Este mar del Sur es mucho más grande de lo que
imaginaba.
El maese de campo dio un paso al frente y se puso al lado del piloto.
—Dejad que yo marche a parlamentar con el adelantado, que creo que me escuchará y oirá
vuestras quejas.
No me gustó aquella salida del maese de campo. Temía que, al abordar el barco con gente
armada, cumpliría sus amenazas de matarnos a todos. Por ello me dirigí a una barca para regresar
a la San Jerónimo. Estaba llegando a la playa cuando un soldado se me acercó.
—No te conozco. ¿Quién eres?
No quise contestar para que no me reconociese la voz, subí a la pequeña barca e intenté remar,
pero el hombre la sujetó por un lado.
—Por Dios, contestad o… —dijo el soldado sacando su espada.
No sabía cómo actuar, me veía ya perdida, pero Tomás llegó a tiempo y le golpeó en la cabeza.
Subió a la barca y nos marchamos lo más rápido que pudimos a la nao.
Al llegar a la San Jerónimo, me fui directamente al salón, tenía que hablar con mi esposo
urgentemente. Tomás llamó al resto de oficiales para que fueran a la reunión.
—¿Qué hacéis vestida de esa forma? —me preguntó nada más verme. No le contesté.
—El maese de campo quiere abordar el barco, no creo que traiga buenas intenciones.
—Querrá parlamentar —concluyó Álvaro que era de naturaleza confiada.
—Matadle como sea, si no lo hacéis vos, yo misma lo haré con una espada.
—Ejecutaré a ese malnacido, mañana mismo iré con Lorenzo y otros tres oficiales y
terminaremos con su vida.
Me quedé petrificada, al fin mi esposo accedía a terminar con la vida de aquel sujeto. Aunque
sabíamos que no sería fácil pillarle desprevenido, porque era demasiado ladino para dejarse
atrapar sin luchar.
20. Decisiones
Álvaro pasó toda la noche vomitando. Por la mañana estaba tan agotado que apenas podía
moverse, quería salir del lecho, pero yo le pedí que se quedara. Llamé a Lorenzo y le comenté que
tendría que retrasar la muerte del maese de campo.
Mariana se encontraba en el salón cuando entré. Al verme tan decaída intentó animarme un
poco.
—Será mejor que comas algo, tu esposo te necesita fuerte.
Me eché a llorar. Era consciente de que ya no le quedaba mucha vida, era como si la edad
hubiera caído sobre él de repente.
—Sé por lo que estáis pasando. Cada día pienso en Lope y le pregunto a Dios, por qué me dejó
disfrutar de él tan poco tiempo. Aunque al menos me ha dejado un consuelo —dijo frotándose la
tripa.
—¿Estáis embarazada? —le pregunté levantando un poco el ánimo.
Ella se limitó a afirmar con la cabeza y sonreír. Hacía tanto tiempo que no la veía feliz, que
por un momento olvidé mi preocupación y me alegré por ella.
—Es una gran noticia.
—Al menos el niño me recordará a mi esposo el resto de mis días.
—Seguro que lo hará. Un hijo es siempre un tesoro.
—Aunque me da temor traerlo a un lugar como este, con tanto enfrentamiento e incertidumbre.
Le acaricié el rostro.
—Todo saldrá bien.
En aquel momento entró el piloto mayor preguntando por mi esposo.
—Está algo indispuesto —le contesté.
—El cocinero se está quedando sin reservas y me ha pedido que salga a buscar comida. Le
quería pedir permiso para llevar a veinte hombres conmigo.
Por un momento no supe qué contestar.
—Bueno, si se necesita comida, será mejor ir a por ella.
El piloto se fue con un grupo de marineros armados y le pedí a Felipe que los acompañara. No
me fiaba demasiado de sus verdaderas intenciones.
Cuando Mariana y yo nos quedamos a solas, comenzamos a hablar de nuevo.
—Me preocupa el estado de Álvaro. ¿No pensáis si alguien está intentando envenenarlo?
Lo cierto es que no lo había tomado en consideración hasta ese momento, pero era una forma
discreta de deshacerse de él sin levantar sospechas.
—¿Quién podría hacer una cosa así? Matar a alguien a traición es cosa de cobardes.
Mariana se sentó en la mesa, como si su barriga ya comenzara a fatigarla.
—Pues el maese de campo es uno de los más sospechosos, por no hablar del propio piloto
mayor, que también desea hacerse con el control de la expedición.
No quería pensar en todo eso. Ya tenía demasiadas preocupaciones en la cabeza.
—Me cuesta pensar que algo tan vil esté sucediendo.
—La única forma de averiguarlo es impedir que coma cualquier cosa que no le preparéis vos.
Si mejora, es que yo estaba en lo cierto.
Así decidimos actuar, para comprobar si alguien quería provocar la muerte de mi esposo.
Unas horas más tarde llegó el piloto mayor con mucha comida, en especial fruta. La gente del
barco se alegró mucho, pues en los últimos días estaban pasando verdadera necesidad. Salí con
mi hermana a la cubierta para agradecerle lo que había hecho.
—Nos ayudó el indio Malope, hizo que buena parte de su gente buscara comida y después la
cargaron en la barca. Me dio muchos saludos para su esposo.
—Gracias a vos —le contesté.
Un momento después Felipe me aseguró de que todo lo que me había contado el piloto era
cierto.
Desde aquel día comencé a hacer yo misma la comida a mi esposo y su salud mejoró de
repente, aunque todavía se encontraba muy débil. Aquello nos puso a todos de mejor ánimo.
Cuando se encontró con suficientes fuerzas mandó llamar a todos los oficiales para darles
instrucciones. Al día siguiente irían a tierra para acabar con la vida del maese de campo que se
negaba a obedecerle y ponía en su contra a todos los soldados.
Salieron al alba para sorprender al militar y a sus hombres. Le pedí a mi esposo que no fuera,
a causa de su debilidad, pero se negó a quedarse en la cama. Entonces le advertí que yo también
iría. No podía dejarlo solo en aquel trance.
Además del piloto y mi esposo, iban de escolta cuatro hombres, uno llevaba la bandera y otros
las armas de fuego. Estábamos llegando al campamento cuando salieron a nuestro encuentro veinte
hombres armados.
—¿A dónde van armados? —le preguntó mi esposo preocupado, pues nos superaban en
número.
—Nos ha enviado el maese de campo a la aldea de Malope para que traigamos comida.
—Está bien, pero no hagáis ningún daño.
Al irse los soldados nos quedamos más tranquilos y continuamos hasta el pueblo. Allí estaban,
al lado del mar, Lorenzo, el capitán de la galeota, mis hermanos y algunos hombres más.
Al llegar a la empalizada los soldados se asustaron al ver a tantos hombres armados, pero no
dieron la alarma. Seguimos hasta la casa del maese de campo que se encontraba almorzando, se
limpió la cara y salió a recibirnos, pero debió asustarse, porque tomó la espada.
—¿Qué os trae por aquí adelantado?
Apenas pronunció esas palabras, mi esposo sacó su arma y gritó:
—¡Viva el rey! ¡Muerte a los traidores!
Sin mediar palabra un tal Juan Antonio de la Roca se adelantó y apuñaló al maese de campo
que no se lo esperaba.
—¡A mí la guardia! —gritó antes de caer al suelo, pero al verse ya medio muerto, pidió
confesión. Nadie le atendió, tampoco había ningún sacerdote cerca. Una de las mujeres se agachó
y le levantó la cabeza, para que no muriera tan solo.
—¡Perdono en nombre del rey al resto de los hombres del maese de campo! —dijo mi esposo
en voz alta.
Salieron de las casas varios soldados con las espadas en la mano y comenzaron a luchar,
gritaban de rabia al ver a su jefe muerto. Cayeron otros tres hombres antes de que se rindiesen,
cuando se hizo la paz, llegaron las mujeres lamentando, abrazando los cuerpos inertes de sus
esposos. Todo aquello me dio cuidado, al ponerme yo en su lugar.
Pidió mi esposo al vicario que celebrara una misa por los difuntos y les dio cristiana sepultura.
No era menester que perdidas sus vidas, ahora también se perdiesen sus almas.
Apenas había terminado aquella guerra entre hermanos, cuando regresaron los veinte hombres
que habían ido a por provisiones. Traían malas noticias.
—Mi señor don Álvaro de Mendaña ha sucedido algo terrible.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó mi esposo, que estaba sentado en la casa del maese de
campo. Estaba agotado por el esfuerzo y no dejaba de sudar como si tuviera fiebre.
—Uno de mis hombres mató accidentalmente a Malope.
Mi esposo se tiró de los pelos, era consciente de que aquello suponía la guerra con los indios
en el peor momento. Además de darle pena la muerte de un hombre inocente, que desde el
principio había estado ayudándonos y consiguiéndonos comida.
—Detened a ese hombre, le aplicaré justicia y vos también quedáis arrestado por no haber
cumplido mis órdenes.
Prendieron a los dos soldados y los encerraron desarmados en una casa, con un cepo en los
pies y las manos atadas.
Al día siguiente mi esposo los juzgó con rigor, aunque todos le pedíamos que les perdonase la
vida.
—Ya sabéis que habéis incumplido una orden y asesinado a un hombre inocente, ambos delitos
se pagan con la muerte.
El alférez y el soldado rogaron por sus vidas, sus esposas gritaban desesperadas y el resto del
pueblo pedía clemencia.
El verdugo, que era un sargento de la guardia, colocó al alférez en posición y le cortó la
cabeza, mientras todos se dolían a su alrededor. Después le tocaba el turno al más joven, al que
mandó ajusticiar también por ser el autor material y necesario de los hechos.
—Que cuelguen sus cabezas en la empalizada, para que los indios vean que hemos hecho
justicia.
Fuera del campamento se escuchaban los lamentos de los indios por toda la isla, parecían
aullidos de lobos más que lloros de humanos. Pasamos la noche nerviosos y angustiados, temiendo
que atacaran en cualquier momento.
Me pasé hasta el amanecer al lado de mi esposo, que por los esfuerzos se encontraba muy
débil. Aquella misma mañana delegó su autoridad en Lorenzo, porque veía ya la muerte cercana.
—¡Dios mío! —gritaba yo desesperada. No entendía que el Creador hubiera permitido que mi
esposo regresara a aquellas tierras para morir en ellas. Álvaro me dio su mano caliente y
sudorosa, después abrió los ojos y comenzó a hablar:
—No lloréis, muero en paz con Dios y feliz. Lo único que lamento es dejaros sola. Sois la
única mujer que he amado en esta tierra y doy gracias al cielo por haberos conocido. Me siento
tan afortunado y rico, como si en estas tierras hubiera hallado el Dorado. ¿Qué mayor felicidad
hay para el hombre que encontrar a la persona que le completa?
Mientras decía esto sus lágrimas le cubrían las mejillas, tenía el rostro hinchado y le fallaba la
voz.
—Te amo Álvaro, no me dejes sola. Te lo suplico —me llevé la mano a su rostro y le acaricié
desesperada. Odié aquel maldito viaje, la ambición que nos había sacado de Lima para llevarnos
a padecer tantas calamidades al otro lado del mundo. Ahora que nuestro enemigo estaba muerto,
que las cosas comenzaban a enderezarse, mi esposo tenía que abandonar este mundo.
Escuché voces fuera y salí un momento. Al parecer mi hermano Lorenzo había intentado
capturar a unos jóvenes para enseñarles nuestra lengua y costumbres, pero los indios los habían
atacado. Él había respondido quemando sus chozas y canoas, por lo que esperaba un ataque
inminente en respuesta.
—Lorenzo, por Dios, tenéis que usar la mesura. Los indios andan revueltos por la muerte de su
cacique. No podemos enfrentarnos a ellos en estas condiciones —le comenté.
Aquella noche la vigilancia se dobló, pero no sucedió nada. Mi esposo superó la vigilia, pero
falleció el capellán Antonio de Serpa, que también había caído enfermo. Álvaro le tenía mucho
aprecio, porque era su confesor y su muerte le hizo decaer aún más.
La noche siguiente, que era dieciocho de octubre, mi esposo quiso hacer testamento antes de
morir. Nos reunió a todos en la casa. Allí estaban mis hermanos, los oficiales, un escribano, el
piloto y un sacerdote.
—Yo, Álvaro de Mendaña, en plenas facultades dejo como heredera única de mis bienes a mi
buena esposa Isabel Barreto, además la nombro gobernadora de las islas Salomón, pudiendo
nombrar y quitar de sus cargos a quien ella establezca. A mi cuñado Lorenzo Barreto le nombro
capitán general y almirante de la flota. Que Dios me ayude.
Al terminar sus disposiciones parecía que estaba ya casi en su último suspiro y pidió confesión
y los óleos sagrados para morir en paz con Dios.
Aquella noche la pasó mi querido esposo agonizando, como si a la tierra le costara soltar tan
alto galardón para que se lo llevara al cielo, casi al despuntar el alba dio el último suspiro. Le
lloramos toda la noche, pero por la mañana sentí que ya no se encontraba con nosotros y paré de
lamentarme. Preparé con mi hermana Mariana el funeral, hicimos una misa y enterramos a mi
esposo con la solemnidad que se merecía.
Al concluir la ceremonia todos en fila me dieron el pésame. Sabía que muchos pensaban que
una mujer no podía ser gobernadora, yo no había buscado aquella dignidad, pero estaba dispuesta
a defenderla, porque era mi derecho y lo único que me quedaba de mi amado esposo.
21. Almiranta
Parece que los indios nos dieron una tregua para pasar el luto, pero al día siguiente comenzaron
los primeros ataques. Siempre actuaban de forma parecida. Llegaba un pequeño grupo de
indígenas, disparaban sus flechas por los huecos de la empalizada, hiriendo a los nuestros en
piernas y brazos, para retirarse más tarde sin presentar batalla. Eran conscientes de la fuerza de
nuestras armas, pretendían desgastarnos poco a poco e impedirnos que saliéramos a por comida.
Mi hermano Lorenzo convocó una reunión y mandó llamar a todos los oficiales.
—Caballeros, las cosas no son fáciles desde la muerte de Malope. Los indios no paran de
acosarnos y creo que deberíamos darles un escarmiento, para que vean nuestra fuerza.
—¿No será eso soliviantarlos aún más? —le contesté.
Mi hermano me miró con el ceño fruncido, como si no quisiera que me metiera en los asuntos
de guerra, pero yo era la gobernadora.
—El miedo es la mejor arma para conseguir su respeto.
—General, el resto de los indios parecen respetarnos. ¿Qué pensarán si después de matar al
jefe de un poblado lo arrasamos?
—Vos sabéis que no me importa lo que piensen estos paganos.
Aquel comentario me indignó.
—Estos paganos son ahora mis súbditos y los de su majestad. Debemos respetar sus vidas y
sus propiedades.
—Será mejor que votemos —dijo para zanjar la cuestión.
Todos los oficiales menos mi hermano Luis votaron a favor del ataque.
Al día siguiente salieron una docena de arcabuceros con mi hermano. No tardaron mucho en
regresar. Los indios resistieron un poco pero, en cuanto cayeron los primeros hombres, huyeron al
monte. Después los nuestros quemaron su poblado. Este gesto no gustó al resto de aldeas, que
dejaron de llevarnos alimento y comerciar con nosotros. Ahora teníamos a todos los isleños en
nuestra contra.
Mientras esperábamos que las cosas se calmaran, Lorenzo envió de nuevo la fragata para
intentar encontrar a la Santa Isabel. No teníamos muchas esperanzas, pero mi hermano confiaba en
que la nao hubiera recalado en alguna isla con la idea de que los encontrásemos.
La enfermedad se extendió por todo el poblado. Enfermó uno de los vicarios y, más tarde, mi
hermano Lorenzo, que unos días antes había sido alcanzado por una flecha. Tuvo que guardar cama
y me tocó velarlo en el mismo lugar que a mi esposo. Mariana me ayudaba, pero debido a su
estado cada día tenía más dificultades.
Una noche, Lorenzo comenzó a sentirse muy enfermo y pidió confesión. Entramos en la
habitación toda la familia y el piloto.
—Buscadme confesor, por Dios os lo pido.
Las palabras de mi hermano eran tan angustiosas que a todos se nos estremeció el alma. El
piloto fue hasta la San Jerónimo para pedir al vicario que fuera a la isla, pero este le contestó que
él estaba también muy enfermo y que le llevaran al barco a don Lorenzo.
Mi hermano estaba desesperado, creyendo morir en pecado mortal. Le puse la mano en la
frente totalmente sudorosa.
—Lorenzo, no he conocido jamás a un hombre más honrado, valeroso y generoso que vos. Dios
os recibirá en el cielo con agrado. Aferraros a Jesucristo que es el que murió por nosotros en la
cruz y que la Virgen Santísima interceda por vuestra alma.
Mis palabras parecieron consolarlo y se quedó dormido. La gente abandonó la casa y yo me
puse a rezar. Por la mañana me desperté, miré al camastro, Lorenzo tenía los ojos cerrados;
recordé cuando era niño, siempre serio, formal y riguroso. Ahora su cuerpo inerte parecía
anunciar lo vana que es la vida, cómo se escapa tan rápido y que la muerte alcanza antes a los
mejores. Sin duda los amados de Dios mueren jóvenes, pensé mientras me arrodillaba frente a su
cuerpo. Entró Mariana en la habitación y comenzó a llorar, después el resto de amigos y
familiares. Perdíamos mucho más que un general, perdíamos a un buen hombre.
Aquella no fue la última muerte, tras mi hermano fallecieron varios soldados y un vicario.
Teníamos que tomar decisiones drásticas o pereceríamos todos en aquella isla. Por un lado, no
quería abandonar las Salomón, que habían sido el sueño de la vida de mi esposo, pero por otro
era consciente de que mi responsabilidad era cuidar de la salud de mi pueblo.
Nos reunimos todos los principales, algunos estaban enfermos, pero se podían tener en pie.
—Ahora que soy vuestra gobernadora y almirante, quiero anunciaros que debemos dejar las
islas. Estamos tan débiles, que cualquiera podría atacarnos y apenas opondríamos resistencia.
Dios no quiere que estemos aquí, de lo contrario no habría puesto tantos impedimentos. Si es su
voluntad, regresaremos con más fuerza y vigor, cuando Dios y el rey lo quieran.
La mayoría parecieron aliviados con mi anuncio. Embarcamos todo lo que nos era útil.
Intentamos llevar la mayor cantidad de agua y alimentos, todo esto con la discreción debida, para
que los indios no nos atacasen. Después embarcamos a los enfermos primero, las mujeres y los
niños, dejando a los soldados en último lugar. Me subí a la última barca con lágrimas en los ojos.
Allí dejaba a mi esposo, a mi hermano, mi hacienda y mi vida. Al no tener muchos alimentos,
abandonamos a nuestros perros. Mientras las barcas se alejaban aullaban desesperados. Mi
perrito se lanzó al agua y vino nadando hasta la barca. Lo saqué del agua y lo abracé entre
lágrimas, mientras la tierra por la que habíamos padecido tanto se quedaba atrás. Lo que ahora
teníamos que acometer no era sencillo. Intentaríamos llegar Filipinas antes de regresar a casa.
Debíamos sanar a los enfermos y conseguir más avituallamiento antes de desafiar de nuevo a la
mar océana.
22. Perdidos
La salida de la isla no fue el fin de nuestras desgracias. Apenas nos habíamos alejado un poco de
la costa cuando nuestro vicario personal falleció. Ya apenas nos quedaban sacerdotes entre
nosotros. No quería que le enterrásemos en tierra, porque no se fiaba de que los indios no le
desenterrasen y deshonrasen su cuerpo. El piloto mayor determinó lanzarlo al mar.
Antes de alejarnos más debíamos aprovisionarnos, ya que no sabíamos cuánto tiempo podía
suponer el viaje a Filipinas. Por ello ordené a Luis Andrada que fuera con treinta hombres a
buscar provisiones. Debido a nuestras querellas con los indios, decidimos que desembarcaran en
un islote al que llamábamos la huerta. Encontraron cinco canoas grandes llenas de lo que los
indios llamaban bizcocho de la tierra. También encontraron una buena cantidad de cerdos
salvajes, que mataron para poder embarcarlos en nuestras naos.
A pesar del alimento encontrado, aún no teníamos suficiente, ya que desconocíamos los días
que pasaríamos en alta mar. A la jornada siguiente salió el piloto mayor con otros veinte hombres,
nos empezamos a preocupar cuando llegó la noche y todavía no habían vuelto y nos temimos lo
peor. Estábamos empezando a perder la esperanza, cuando escuchamos que una embarcación se
acercaba. Nuestros hombres llegaron en una canoa, ya que la barca y los hombres que habían
dejado vigilando en la playa habían desaparecido.
—¿Qué os ha sucedido? —preguntó al piloto. El hombre me miró con el rostro sucio, mientras
los soldados desembarcaban la carga.
—Desde que llegamos a la isla los indios no dejaron de acosarnos. Logramos introducirnos en
el bosque tras disparar al aire para asustarlos, pero cuando regresamos a la barca no vimos ni
rastro de los marineros.
—Deberíamos ir a buscar a esos pobres diablos —le comenté preocupada, no podíamos
perder a más hombres.
—Si mandáis más soldados, lo único que sucederá es que también desaparecerán.
—Pues partamos hoy mismo. Quiero que vayamos a la isla San Cristóbal, por si encontramos a
la Santa Isabel.
El piloto frunció el ceño, también el resto de los capitanes con los que estaba reunida.
—No perdamos más tiempo, salgamos de estas islas antes de que todos seamos exterminados
—dijo uno de los pilotos de las otras naos.
—Se hará lo que yo ordene —les insistí, no quería que pensaran que por el hecho de ser mujer,
podían cuestionar mis órdenes.
—No creo que sea una buena…
—Se hará como dictamino —comenté interrumpiendo al piloto mayor. Ahora que el maese de
campo estaba muerto, Quirós intentaba hacerse con el mando de la expedición. Ya le había pillado
en un par de actitudes contrarias, rebatiéndome y hablando mal de mí a mis espaldas.
Estábamos preparando la nave para partir, cuando el vigía anunció que se acercaba una barca.
Eran los marineros extraviados. Al parecer la corriente los había alejado de la playa y se habían
visto obligados a dar una vuelta entera a la isla. Los marineros los ayudaron a subir a bordo y
tomamos rumbo a la isla de San Cristóbal, aunque los pilotos ya habían previsto que si no la
encontrábamos a la primera, pondríamos rumbo de inmediato a Manila.
El piloto mayor visitó la galeota y la fragata para abastecerles de alimentos y comprobar que
no les faltaba nada. Aunque me hizo sospechar que tramaba algo en mi contra, ya que sabía que no
le gustaba que una mujer fuera almiranta.
Aquella noche antes de la partida me sentía inquieta, me preguntaba si había sido buena idea
dejar en la isla el cuerpo de mi esposo. Por ello le pedí al capitán Diego de Vera que desenterrase
el cadáver y lo llevara a la fragata.
Los barcos comenzaron a alejarse de la bahía de la Graciosa. La mayoría de los colonos y
marineros no sentían ninguna lástima porque nos alejáramos de aquellas islas. No sería un viaje
fácil, ya que Manila distaba novecientas leguas de aquella bahía. Nuestra corta estancia en la isla
había costado la vida a cuarenta y siete personas, además de una gran cantidad de enfermos y
heridos. Mientras todos mirábamos por la borda, se comenzó a escuchar el llanto de la gente.
Apenas había un par de familias que no habían perdido a un padre, una madre, un hijo o un amigo
en aquel infierno. Ahora sabíamos que nos alejábamos de ellos y nos adentrábamos en un futuro
incierto.
Al día siguiente de nuestra partida, el contramaestre y cuatro marineros cayeron enfermos, la
poca tripulación que restaba no podía hacerse con la nao y el piloto mayor pidió ayuda a varios
soldados. Además, el palo mayor estuvo a punto de derrumbarse y el viento no nos era favorable.
El piloto mayor al final me mandó informar que al no encontrar la isla de San Cristóbal era
mejor que tomásemos rumbo a Manila. Acepté su propuesta, a pesar de que la decisión me costó
una fuerte discusión con mi hermana.
—¿Acaso no sabéis que eso es como dar por muerto a mi esposo y a toda la tripulación?
Me miró con sus ojos rojos, tenía la cara pálida y ya se notaba su prominente barriga. No
quería disgustarla más en su estado.
—Volveremos, os lo prometo. Lope sabe cuidar muy bien de sí mismo, se asentará en alguna
isla, reparará su nave y marchará para Manila.
—¿Estáis segura? No sabe que nos hemos marchado, podría pasar semanas buscándonos por
todas partes.
—Es posible, pero al final irá a Manila y después al Perú, no cejará en su empeño hasta que
vuelva a ver a su querida esposa. ¿No lo creéis?
—Si de algo estoy segura es que, mientras esté vivo, me buscará por todas partes.

El viento no nos acompañaba y avanzábamos lentamente. Vimos restos de árboles, lo que nos
indicaba que había alguna isla cerca, pero preferimos no detenernos.
A medida que viajábamos hacia el norte el frío apremiaba, sobre todo por las noches. Mi
hermana y yo dormíamos juntas; ella se pasaba la noche inquieta, cercada por malos sueños y la
molestia de la gestación; yo, por mi lado, tampoco descansaba demasiado, la mayoría de los días
salía a cubierta y me quedaba tapada con una manta en el castillo de la proa.
—¿Os encontráis bien? —me preguntó Tomás Escobar.
—Bien, ¿qué hacéis despierto?
—Acabo de terminar mi turno, pero al veros me he acercado para comprobar que estabais
bien.
—Muy gentil por vuestra parte.
—Os aseguro, almiranta, que velaré siempre por vos. Desde el primer día que os vi, me
prometí que guardaría vuestra vida.
—No es necesario, ya me la guardo yo sola.
—Pero vuestro esposo ya no está para cuidaros.
Su galantería me agradaba, pero no quería que pensara que me sentía desvalida.
—Dios me dio arrestos para enfrentarme a cualquier hombre y a la mar océana.
El joven me sonrió. Por un momento, aquel gesto me devolvió un poco de la alegría perdida.
Llevo el luto en el corazón, pero logré esbozar una sonrisa y recordar mi primer encuentro con
Álvaro. Me pareció un hombre fuerte y determinado, nunca había conocido a nadie igual. Él me
ayudó a tener confianza. Gracias a cómo Álvaro me veía, comencé a sentir que en mi alma había
escondida una fuerza que nunca había imaginado. Desde su muerte, ahora que su cuerpo yacía en
la otra nao, tenía que tomar esa fuerza y utilizarla para salvarnos a todos. No podía flaquear, dudar
o atemorizarme.
—Lo sé, mi almiranta, pero hasta los más valientes necesitan amigos. Ahora que ya no están ni
su hermano Lorenzo ni su esposo, sus enemigos se sienten más fuertes.
—¿Mis enemigos? Álvaro ajustició al maese de campo, ya no hay nada que temer.
—¿Estáis completamente segura? A veces sucede como en las partidas de ajedrez. ¿Ha jugado
alguna vez?
Le miré extrañada y negué con la cabeza.
—El rey sacrifica un alfil para poder engañar a la reina y terminar con su rey.
—¿Qué queréis decirme? Hablad claro.
—Simplemente que vigile sus espaldas.
El joven se puso en pie y se retiró a su camarote, yo me quedé unos instantes más, para meditar
sus palabras. Miré a las estrellas, nunca habían estado más hermosas que aquella noche
completamente despejada. Había aprendido a amar el mar, sabía de sus peligros, pero temía aún
más a los hombres.
A la mañana siguiente observé desde el castillo de popa que la galeota se alejaba demasiado
de nuestro barco.
—¿Por qué la San Felipe se ve tan despegada? —pregunté al piloto mayor.
Quirós pidió a uno de sus colaboradores que le hiciera señales.
—Ya se lo hemos advertido en varias ocasiones, pero el capitán no hace caso.
—Enviad un mensajero diciéndole que obedezca si no quiere atenerse a las consecuencias. No
quiero que perdamos otra de nuestras naos.
Se cumplieron mis órdenes, pero unas horas más tarde la galeota se alejó aún más y la
perdimos de vista.
Felipe se acercó a mí al verme tan alterada.
—Señora Isabel, la galeota se ha alejado por miedo a esto —comentó señalando a todos los
marineros enfermos, la mayoría de ellos con terribles llagas en las piernas y las manos.
Al observar a los enfermos, sedientos y desesperados, me pregunté cuánto tiempo duraríamos
en aquellas condiciones. Si perdíamos la galeota, donde la mayoría de los tripulantes gozaban de
buena salud, nuestra misión estaría más cerca de fracasar.
Me aproximé a Juan Leal, que se había hecho cargo del cuidado de los enfermos, porque había
muerto la mayoría de los vicarios y los médicos, ya que era el único que tenía ciertos
conocimientos de medicina.
—¿Cómo veis la situación?
El anciano me miró con sus ojos vidriosos, desgastados de observar el mundo.
—Muy mal, mi señora. La mayoría no resistirán mucho tiempo en estas condiciones. Nos falta
agua para beber, frutas, poder lavar la ropa sucia por las llagas…
—Lo siento, intentaré que mejore su situación.
Me alejé de allí horrorizada, con un nudo en la garganta. Me intenté encerrar en mi camarote
para descansar un poco, pero me crucé con mi hermano Luis.
—Hermana, necesitamos gente para remendar las velas, están hechas jirones, apenas nos
movemos.
—La mayoría de los marineros están enfermos.
—Pues que se encarguen las mujeres, que ellas saben coser.
Subí de nuevo al puente y le pedí al piloto mayor que enseñara a las mujeres a remendar las
velas. Este ordenó a un marinero que las ayudara.
—Estoy enfermo, ni Dios ni el rey pueden pedirme más sacrificios.
—Si no obedecéis os lanzaré al mar —le contestó el piloto desesperado.
—No tenemos fuerzas y la almiranta guarda en sus bodegas particulares aceite, vino y agua. Si
nos da un poco, tal vez nos recuperemos.
Me puse enfrente del marinero, estaba segura de que no se habría atrevido a hablar así si mi
esposo estuviera vivo.
—En eso no les falta razón —comentó el piloto mayor.
—¿Dais la razón a estos insubordinados? Colgad a un par de ellos del palo mayor y seguro que
cobran ánimo. Habéis perdido a la galeota, no sabéis cómo llevar esta nao a Manila, preocupaos
de hacer vuestro trabajo y no de darme consejos.
Me marché furiosa, si agotábamos nuestras provisiones sé que se terminarían las pocas
esperanzas que nos quedaban. El piloto no quería reconocer que nos habíamos perdido. Lo único
que nos quedaba era rogar a Dios que nos sacará de aquel inmenso desierto de aguas azuladas y
nos llevará con bien a Manila.
23. Angustiados
Al escuchar los llantos salí presta de mi camarote, varias mujeres y algunos hombres lloraban al
lado del cuerpo de Juan Leal, el anciano que había dedicado su vida a ayudar a los enfermos. Me
acerqué hasta él y le cerré los ojos.
—Descanse en paz.
—¡Es culpa de vos! —gritó una mujer. Al poco otras se le unieron a coro. A veces, las
primeras en despreciar el gobierno de una dama son sus iguales.
—¿Cómo osáis? He gastado mi fortuna en esta empresa, mi esposo y mi hermano han muerto
por daros a todos una vida mejor.
—Lo único que nos habéis dado es la muerte, como al pobre Juan Leal, que os sirvió y este es
su pago, que le lancen a los tiburones en este mar de paganos.
—¿Acaso yo tengo poder sobre la vida o la muerte?
—No lo tenéis, pero sí la llave de la despensa que podría paliar un poco nuestras desdichas.
Estuve a punto de abofetear a la mujer, pero no quería propiciar una revuelta. La gente
comenzó a rodearme, pero mi servicial Felipe se puso delante para protegerme y me llevó de
nuevo adentro.
Mandé llamar a mis hermanos y a los pocos que consideraba leales para prevenirlos contra una
posible insurrección.
—Los tripulantes están muy alterados. Será mejor que por las noches hagamos turnos de
vigilancia. Intentaré que nadie tenga armas a bordo. Además de la familia, de las únicas personas
que me fío son Felipe y Tomás Escobar.
—El piloto mayor está de nuestra parte —comentó mi hermano Diego.
—Yo no apostaría por ello —le contestó Tomás.
—No podremos contenerlos, apenas somos seis contra toda la nao —dijo Luis algo nervioso.
—Veremos si se atreven —les comenté, comenzando a airarme.
Aquellos días intentábamos no salir a cubierta, ya que nos encontrábamos más seguros dentro
de los camarotes, pero el piloto mayor me mandó llamar. Le pedí a Felipe que tomara un arma y
me acompañase.
Cuando Quirós vio que nos acercábamos, se cruzó de brazos.
—¿Pensáis que quiero haceros daño? Si esa fuera mi intención, no lo haría a plena luz del día.
—¿Qué queréis? —le pregunté mientras observaba cómo algunos soldados y marineros se
acercaban.
—Ya no permitís que el bodeguero se acerque a la despensa. Los hombres están hambrientos y
sedientos. Además, gastáis el agua en lavaros la ropa.
Me sorprendió aquel comentario falso. Mi criada, como el resto de los tripulantes,
aprovechaba el agua de lluvia y a veces la del mar.
—Sois ruin, bien lo sabía mi esposo e intentáis ponerme a mi gente en contra. ¡Sepan todos que
administramos la comida y el agua, para que no nos falte hasta que lleguemos a buen puerto!
Nos retiramos al camarote, mientras algunos marineros nos arrojaban todo lo que tenían a
mano. La tensión era tal que estaba segura de que en cualquier momento se produciría un motín a
bordo.
Tomás vino unos minutos después, para informarme de que hablaban los marineros.
—En cuanto os marchasteis, el piloto mayor comenzó a quejarse ante los marineros y a
comentarles que vos y vuestros hermanos pretendéis matarlo. Que sois personas que desconocéis
las leyes del mar, por lo que nos llevaréis a todos a la ruina. Además de añadir que una mujer no
puede gobernar una nao ni ser nuestra señora natural.
—Será villano, pagará con su vida tanta traición.
Tomás me detuvo sujetándome el brazo. La ira jamás es la mejor forma de impartir justicia, me
dije mientras intentaba tranquilizarme.
—Si salís e intentáis hacerle algo, os matarán. Ya se ha perdido la galeota, donde teníais
algunos partidarios, no nos queda más remedio que resistir. Si intenta algo extrañó yo os tendré
avisado.
Miré a Tomás, que a pesar de su juventud era tan valiente y determinado, tuve el deseo de que
me apretara entre sus brazos, me sentía agotada y confusa.

Aquella noche estuvimos todos en guardia, sin apenas descanso. Por la mañana se oyeron
voces, no me fiaba de los marineros, pero me decidí a salir para averiguar qué sucedía.
El piloto mayor estaba con varios hombres mirando por la borda.
—¿Qué ocurre ahora? —le pregunté impaciente, pensaba que era imposible que algo peor
sucediera.
—Hace unos días os pedí que dejásemos la fragata, estaba entrando agua por varios puntos,
pero os negasteis. Esta noche ha desaparecido, seguramente se ha hundido con toda la tripulación
dentro.
—¿Qué decís? Eso es imposible, nos habrían pedido ayuda —dijo Luis indignado.
—Creo que la vi pasar por delante nuestro —añadió Diego.
Me fie de sus palabras, aunque temía que habíamos perdido la última nao. Ahora nos
encontrábamos completamente solos, en medio de la nada y con una tripulación hostil.

Tras tan malas noticias y desesperados como nos encontrábamos, a la mañana siguiente
recibimos una buena noticia. El vigía divisó a lo lejos unos arrecifes muy largos que parecían no
tener fin. Aquello era indicio de que cerca debíamos hallar tierra. Si lográbamos abastecernos de
comida y agua, tendríamos una posibilidad de llegar a Manila.
Estuvimos avanzando hasta que encontramos una isla, los habitantes se acercaron con sus
canoas, pero no quisieron parlamentar con nosotros. Por la tarde se aproximó un hombre con
barba, delgado y de cierta edad. Se quedó mirando la nave mientras comía. La gente del barco le
miraba con cierta envidia. Estaban desesperados por conseguir agua fresca y fruta.
Entonces notamos que la nao golpeaba con algo.
—¡Cielo santo! —gritó el piloto mayor, estábamos acercándonos demasiado a los arrecifes, si
encallábamos estaríamos perdidos.
Logró variar el rumbo, había una salida estrecha, pero si nos desviábamos a un lado o al otro,
perderíamos la nao. Unos vigías avisaban al piloto de los arrecifes más próximo y así logramos
salir de allí.
Al día siguiente, que era 1 de enero de 1596, vimos las islas de los Ladrones a lo lejos. Una de
ellas era Guam y la otra Serpana. Pasamos entre las dos, pero un marinero que estaba mareando el
trinquete cayó al agua. Detuvimos el barco y varios hombres saltaron en su busca.
—No podemos perder a nadie más —me advirtió el piloto mayor, como si hubiera sido mi
culpa.
—Sois vos el que nos habéis perdido, no yo.
—¿Perdido? Esa isla es Guam, estamos cerca de Manila —me aseguró.
—No os creo, desde que salimos de Perú no habéis hecho otra cosa que conspirar contra mi
esposo y ahora contra mí. No sois leal ni…
Los marineros lograron encontrar al hombre y subirlo a bordo, afortunadamente se encontraba
con vida.
Apenas habíamos avanzado un poco cundo vimos que venían hacia nosotros decenas de
canoas. Los isleños parecían amigables y comenzaron a gritar en su lengua.
—¡Charume, charume!
—¿Qué dicen? Preguntó Mariana a los marineros, uno de ellos que parecía entenderlos
comentó que les llamaban amigos.
Las barcas estaban repletas de fruta, pero también de plátanos, arroz, pescado y otras delicias
que llevábamos semanas sin probar.
Los indios querían hierro viejo a cambio de su comida, los marineros buscaron por todas
partes del barco y les entregamos hierro viejo por la comida.
—Sería mejor que bajáramos a la isla y tomáramos más provisiones —le comenté al piloto
mayor.
—No podemos señora, podríamos perder la nao al chocarnos con los arrecifes, ya estamos
muy cerca de Filipinas, es mejor que continuemos el viaje.
No me fiaba mucho de su criterio. Por su culpa habíamos llegado agotados a las islas Salomón
y sin una nave, ahora habíamos perdido otras dos y había llevado a los hombres al borde de la
insurrección. Era consciente de que le interesaba tener a los marineros en nuestra contra, pero no
me quedó más remedio que aceptar su decisión.
Un par de días más tarde, a primera hora de la mañana, salí a la cubierta. Ya no había enfermos
en la cubierta, los que no habían muerto, ya se encontraban recuperados. Me dirigí con Felipe al
castillo de popa. El piloto parecía por primera vez en mucho tiempo de buen humor.
—¿Veis eso? —preguntó señalando al frente.
Miré al mar, el sol era tan brillante que me deslumbraba.
—No veo nada.
—Ese es el cabo del Espíritu Santo.
—Y ¿qué significa?
—Lo que significa, doña Isabel, es que estamos en Filipinas.
24. Islas
Islas Filipinas, enero de 1596

Una de las sensaciones más extrañas que tuve en aquel turbulento viaje se produjo al acercarme a
las islas Filipinas. A pesar de continuar perdidos y desesperados, parecía que, al menos, nos
encontrábamos más cerca de casa. La primera de las islas era muy bella. Era domingo y entre la
niebla divisamos un alto cerro lleno de una vegetación tan exuberante como el jardín del Edén.
Todo el mundo pareció cambiar su ánimo, como si estuviéramos despertándonos de una terrible
pesadilla. Aquel buen ánimo hizo que la gente se asomara por la borda, mirando incrédulos aquel
espectáculo de luz y color, aunque también escuchábamos el canto de los pájaros, que tanto
habíamos echado de menos en nuestra travesía.
Un vicario que aún quedaba con vida levantó las manos al cielo y comenzó a gritar:
—¡Prestos, hagamos una misa! Esta tierra es de cristianos, ya nos encontramos a salvo.
Me atemorizaba tanto contentamiento, porque la alegría infundada se torna muy rápidamente en
decepción y más tarde en desesperación. El corazón del hombre es tan mudable, como la
primavera.
Hicimos una misa solemne, mientras miraba a todos los tripulantes: parecían pordioseros,
vestidos de harapos y con los cuerpos tan delgados, que apenas se sostenían en pie. Me apiadé de
todos ellos, incluso de los que habían estado conspirando en nuestra contra.
Tras el oficio, algunos de los marineros y soldados comenzaron a pedir que se aumentasen las
raciones de agua. Yo estaba dispuesta a satisfacer su legítima sed, pero el piloto mayor me lo
impidió aduciendo que no sabíamos cuánto tiempo tardaríamos en encontrar fuentes potables.
Pasadas unas horas, un marinero que ya había estado por aquellas tierras pidió al piloto que
entrásemos por una estrecha bahía, porfiando que llevaba hasta un puerto seguro.
Me acerqué al piloto, por si podía persuadirlo.
—Necesitamos agua y provisiones, tal vez sea buena idea parar.
—Señora, no puedo entrar por ahí, el viento me empuja muy fuerte y tal vez no podamos sacar
después la nao. En cuanto vea un lugar adecuado para detenernos, se lo haré saber de inmediato.
Los marineros comenzaron a desesperarse ante la insistencia del piloto, que nunca había visto
aquellas costas, pero que aseguraba conocer el camino a Manila.
Pasamos el día costeando, la gente deseaba bajar y el piloto empeñado en continuar. Después
de la liviana cena, todos nos echamos a dormir con la esperanza de que al día siguiente podríamos
encontrar un puerto.
La mañana se levantó fría y con una niebla tan cerrada que la costa había desaparecido por
completo. La gente estaba preocupada, creía que nos habíamos alejado de nuevo y nos
encontrábamos en el terrible mar.
El viento y las olas comenzaron a arreciar, se cayó la verga y fue muy difícil colocarla de
nuevo en su lugar. Unas horas más tarde se rompieron las bozas y se volvió a caer la verga. Los
marineros estaban de mal humor y el buen ánimo de la llegada a las islas Filipinas se derrochó en
aquel empeño del piloto por seguir adelante.
Mientras el viento soplaba, un marinero advirtió al piloto mayor que estábamos acercándonos
demasiado a los arrecifes. Algunos experimentados marineros advirtieron que no tardaríamos en
encallar y que era mejor alejarse cuanto antes, pero Quirós era un hombre demasiado tozudo para
dar su brazo a torcer.
Al final, ya no pude soportarlo más y subí al castillo de popa.
—¿No escucháis a los marineros? No vamos bien y encallará el barco.
—¿Por qué no me dejáis hacer mi trabajo? Yo soy el único piloto que queda.
Tomás dio un paso adelante.
—Yo puedo pilotar la nao.
—¿Tú? Eres un muchacho necio. ¿Piensas que con lo poco que has aprendido puedes llevarnos
a buen puerto? Aparta —dijo mientras lo empujaba.
Diego y Luis se llevaron las manos a las espadas, pero los detuve.
—Dejad a Quirós, por ahora es el que mejor sabe gobernar una nave.
Felipe me advirtió de que Mariana se encontraba mal, la nao no paraba de moverse y muchos
tripulantes vomitaban por la borda.
—¿Cómo os encontráis?
Mi hermana estaba inclinada sobre un cubo de madera.
—A morir —dijo antes de vomitar.
La ayudé como pude, aunque mi cabeza seguía en cubierta, temiendo que de nuevo se rebelase
la marinería. Pasado un rato, Luis me mandó llamar.
—Mirad, hay una bahía, hemos convencido al piloto para que entre por ella.
En cuanto viramos, se acercó a nosotros una canoa con tres indios.
Uno de los marineros comenzó a gritarles y se aproximaron un poco.
—¿Habláis mi lengua?
—Sí, señor.
Todo el mundo comenzó a dar saltos de alegría.
—¿Dónde nos encontramos?
—Esto es el cabo del Espíritu Santo y cerca está la bahía de Cobos.
La gente respondió admirada al escuchar hablar a los indios en nuestra propia lengua.
El marinero entonces le preguntó.
—¿Quién gobierna en Manila?
—El gobernador es don Luis Pérez de las Mariñas, al menos ese fue el último que conocí.
Todo el mundo comenzó a gritar de alegría y pedimos a los indios que nos llevaran hasta su
puerto.
El piloto mayor siguió a los indios con disgusto, como si no se fiara de ellos. No tardamos
mucho en llegar a un poblado, nos acercamos a la playa y vimos una cruz.
—¿No veis? Son cristianos —comenté al incrédulo del piloto mayor.
La gente se acercó enseguida al barco en sus canoas y nos trajeron cocos, cañas dulces,
papayas, gallinas y puercos. Nosotros les dimos a cambio cuchillos y cuentas de vidrio, además
de otras baratijas.
No quisimos bajar a tierra, pero durante tres días nos llevaron comida a bordo y cocinaron en
la playa para nosotros.
Algunos de nuestros enfermos comieron con tantas ganas, que sus cuerpos no lo resistieron y
enterramos a los tres últimos en la bahía. Cargamos la nao con provisiones, debíamos seguir el
camino, pero la mayoría se había acostumbrado a aquella gente amable y no tenían prisa por
partir.
Una mañana se levantó un viento tan fuerte, que el piloto mayor me advirtió que si no salíamos
de allí, el barco encallaría. Lo cierto es que no había tanto viento y yo sabía que necesitábamos
más comida antes de partir.
El piloto mayor reunió a los marineros y soldados a mis espaldas y les leyó un escrito. Todo
aquello me lo relató Tomás Escobar que, a pesar de su enfrentamiento con Quirós, le hizo pensar
que estaba de su lado.
—Señora, el piloto mayor quiere deponerla, dice que sois una tirana, que no habéis pagado a
los hombres y que sois incapaz de guiarnos a buen puerto.
—Ese hombre es un necio, que solivianta a los marineros. ¿Hemos pasado tantas fatigas para
esto?
—Ya os dije que Quirós siempre ha conspirado en vuestra contra, pero que no se le veía tanto
como al maese de campo. Además, os aseguro que pretende algo peor.
Las palabras del joven piloto me dejaron anonadada. ¿Qué pretendía aquel mal hombre?
—He oído que quiere reclamar las islas Salomón como suyas, pidiendo a su majestad el rey
que se las entregue.
—La herencia de mi esposo, ¡será canalla!
Llamé a un sargento al que tenía confianza, quería que tomara una de las barcas.
—Id a Manila y traedme un oidor con soldados y una fragata para llevar preso a todos estos
conspiradores.
—Señora, me gustaría cumplir sus órdenes, pero estamos demasiado alejados de Manila como
para intentar llegar en barca. Moriríamos en el intento.
Al final accedí a salir de la bahía, pensaba que podría pedir justicia en cuanto llegásemos a
buen puerto.
Nos despedimos del pueblo que con tanto cariño nos había acogido. Al menos habíamos
recuperado fuerzas y el ánimo, que no era poco. Mi hermana se encontraba mejor y su embarazo
avanzaba sin más sobresaltos. Mandé a Tomás que vigilase de cerca al piloto mayor, no quería
que durante la travesía intentara eliminarnos.
Apenas habíamos regresado a mar abierto, cuando dos ramales de la escota del trinquete de
sotavento, fuera de la escotera, se rompieron. Tuvimos que acercarnos de nuevo a la costa, pedir a
unos indios de un poblado cercano que nos ayudasen a construir un grueso cable de bejucos.
No me fiaba de Quirós y sus maquinaciones, por lo que ordené que nadie bajara a tierra, pero
un soldado casado me desobedeció y se marchó para buscar provisiones.
Tras su regreso le mandé prender. Lo puse en medio de la cubierta y comencé a juzgarlo.
—¿Por qué desobedecisteis una orden?
—Mis hijos tenían hambre y fui a buscar comida.
La mujer me rogaba sin cesar que perdonase a su marido, mi hermana también intercedía por
él, mientras el piloto mayor parecía disfrutar con aquella situación. Si no hacía un castigo
ejemplar con el desobediente, todos dudarían de mi autoridad y de mi capacidad para gobernar el
barco, pero si le castigaba con severidad, me acusarían de tirana. Fuera de una manera u otra,
tenía las de perder.
—Sabéis que hice un bando, por el que bajo pena de muerte nadie saliese a tierra.
—Lo sé señora, pero os pido clemencia.
—Lo clemente es obedecer las órdenes, porque sin leyes todos somos muertos. Os condeno a
muerte.
Los marineros y soldados comenzaron a protestar, la mujer del reo lloraba e intentó abrazarse
a él, pero unos soldados la frenaron.
—Serás colgado. No se hable más.
El sargento mayor pidió al contramaestre que le ayudase a colgar al reo, pero este parecía
poco interesado en obedecer.
—¡Daos prisa! No tenemos todo el día —le ordenó el sargento.
—No tengo fuerzas, como la mayoría de los aquí presentes. La gobernadora apenas nos da de
comer y beber, además de matarnos por intentar conseguir alimentos por nuestra cuenta.
El piloto mayor se puso enfrente y comenzó a hablar.
—Doña Isabel. Este hombre os ha servido fielmente, sacrificó su hacienda, ha enterrado a
cuatro hijos y ahora deja viuda a una esposa. Sed clemente.
Sabía que aquello era una más de sus mentiras.
—Sabéis que imparto justicia. Esa es mi única intención.
—¿Humana o divina? Si lo matáis, que así os lo pague Dios.
La gente estaba tan revuelta, que al final pedí al sargento que lo soltase. El piloto mayor había
vuelto a poner en mi contra a toda la tripulación. Nuestra única esperanza era llegar lo antes
posible a Manila, ya que temíamos que nos asesinaran antes de llegar, para evitar que pudiera
denunciar al piloto y sus cómplices al gobernador de Filipinas.

Salimos de la bahía y dejamos atrás la isla de San Bernardino, habían muerto aquel día dos
enfermos, que parecían casi recuperados y los tuvimos que arrojar al mar.
Entramos por la isla de Capul, pero unas malas corrientes nos zarandearon hasta casi hacernos
zozobrar. Logramos superar la dura prueba y llegamos al día siguiente a la isla de Luzón. Allí
salieron muchos indios para vendernos comida, aunque ya apenas teníamos con qué pagarles.
Bordeamos la isla, para no perdernos de nuevo, pero a medida que nos acercábamos a Manila,
el piloto mayor y sus cómplices parecían más nerviosos.
Mandé reunir en secreto a los más fieles. Temíamos que nos intentaran matar a todos antes de
llegar a un puerto seguro. Era de noche, pero los espías nos vigilaban continuamente.
—Mañana enviaré una barca con doce hombres, capitaneada por Luis y Diego.
—Eso nos dejará en notable desventaja —comentó Mariana.
—Deben adelantarse y advertir a las autoridades, estoy convencida de que el piloto planea
matarnos antes de llegar.
—¿Por qué haría algo así? —preguntó mi hermana.
—Ambiciona quedarse con las islas Salomón. La única forma que tiene de conseguirlo es
asesinando a todos los herederos de Álvaro.
—¿Pensáis que no sospechará? —preguntó Tomás Escobar algo incrédulo.
—Seguramente sí, por eso tendremos que resistir hasta que mis hermanos regresen con las
autoridades.
Al final todos convenimos que era la mejor solución. Por la mañana el piloto se sorprendió
cuando le comuniqué que Diego y Luis irían con una barca a por comida. Un marinero intentó
meterse en su barca y Diego le disparó.
—¿Por qué hacéis eso vos? —preguntó el piloto mayor.
—Ya habéis oído a la gobernadora, nos envía a nosotros a por alimentos.
En cuanto se alejaron con la barca, nos metimos todos en los camarotes.
Al ver Quirós que mis hermanos no regresaban por la noche comenzó a inquietarse, pero
nosotros no salimos a la cubierta hasta el amanecer.
—Señora, tenemos que ir a Manila, la gente ya no tiene nada para comer.
—Saldremos cuando yo lo ordene y no se hable más.
—Dadles al menos su paga y alimento —dijo intentando levantar a los pocos que todavía
estaban de nuestra parte.
Se acercó en ese momento una canoa con veinte indios. Tomás los llamó y se aproximaron.
Paró la discusión y todos estuvieron atentos a lo que podían contarnos.
—¿A cuánto estamos de Manila?
Uno de ellos respondió en un correcto castellano.
—La ciudad que fundaron los españoles se encuentra a cien leguas.
—¿Puede un guía venir con nosotros? —pedí a los indios. Subió a bordo un hombre joven y
sonriente.
—Pero señora… —se quejó el piloto.
—Estamos muy cerca de Manila, será mejor que partamos cuanto antes.
Al final logramos salir de allí con vida. Los marineros estaban tan deseosos de llegar a tierra
española, que preferían eso a una revuelta.
A la mañana siguiente divisamos una isla pequeña llamada Marivelez, donde siempre hay un
soldado español con varios indios, para examinar las naves que se acercaban al puerto de la
ciudad, aunque nadie nos salió a recibir. Nuestro barco estaba tan dañado que, casi sin velas,
apenas avanzábamos. Los marineros pidieron al piloto que lo varara, pero este se negó por las
peligrosas corrientes.
Estábamos todos tan desesperados que, al ver que se acercaba una pequeña embarcación, la
tripulación se calmó un poco. Vimos a un hombre con varios soldados, le dejamos que subiera a
bordo.
—Señora Isabel Barreto, nos complace que haya llegado con bien a Manila.
Todos parecían sorprendidos de que supiera mi nombre.
—Lamentamos todas las vicisitudes que ha tenido que soportar y la muerte de su esposo.
El piloto mayor estaba atemorizado, pero cuando sus ojos se desencajaron fue al ver que se
aproximaba una nao más grande. En ella viajaba el alcalde de Manila, con mis hermanos y el resto
de los hombres que habíamos enviado. Traían comida y vino, la gente gritó de alegría. Habíamos
logrado sobrevivir a aquel terrible viaje. El único que parecía preocupado era Quirós, que se
acercó a su cronista Belmonte y no quiso saludar al alcalde ni a los españoles que traían las
viandas.
Al día siguiente llegamos al puerto de Manila, salieron a recibirnos el capitán del puerto con
todos sus hombres en formación. Al vernos entrar, mandó disparar salvas de bienvenida. Era el 2
de febrero de 1596 y habíamos logrado sobrevivir a un viaje terrible que solo los valientes
españoles se hubieran atrevido a hacer. Pensaba que el piloto mayor pagaría por todas sus
maldades, pero como nuestro destino se encuentra siempre rodeado de tristezas y maldades, aún
quedaban muchas desdichas que superar y el mal jamás ceja en su empeño de destruir la honra de
la buena gente.
Tercera parte: Manila
25. La ciudad
Manila, 11 de febrero de 1596

Nunca antes una tierra me pareció tan maravillosa y bella como la isla de Luzón. Conocía a mi
amada España, las costas de la Española, México, Perú y las islas del mar del Sur, pero las islas
Filipinas fueron, para todos nosotros, nuestra tabla de salvación. Sabía que pisar esta tierra nueva
y cristiana no sería fácil. Buscaba justicia y era mujer, dos cosas que siempre han caminado mal
de la mano. Don Pedro Fernández de Quirós era un piloto muy conocido y la mayoría de los
marineros estaban de su lado. Su secuaz compañero, Luis Belmonte, había escrito cartas y una
crónica en la que me ponía de avara, inmisericorde e incompetente. Además, Belmonte también
había sido el escribiente del diario de a bordo, donde se describen todos los acontecimientos de
la travesía. Los únicos que estaban de mi lado eran mis hermanos y Tomás Escobar.
Desde mi llegada a Manila todos comenzaron a llamarme la reina de Saba, por causa de las
islas Salomón, aunque era más en tono de burla y escarnio que un halago. Lo cierto era que
habíamos perdido casi todos nuestros bienes, nuestras ropas se encontraban envejecidas y medio
rotas.
El alcalde nos facilitó una pequeña casa para que nos alojáramos en ella y unos días más tarde,
el virrey nos invitó a una fiesta en su residencia.
—¡No tengo nada que ponerme! ¡No iré! —exclamé furiosa a mi hermana, mientras miraba
sobre la cama los pocos vestidos que aún no estaban hechos unos guiñapos.
—¡No seáis necia!, debéis ir a la fiesta y conocer al virrey. Sin duda Quirós acudirá e intentará
ganar su ánimo.
—Ese rufián, mentiroso y cobarde.
—Yo guardo mi vestido de boda, únicamente me lo he puesto una vez y tenemos la misma
hechura, te quedará muy bien —me dijo Mariana, que ya estaba en avanzado estado de gestación.
Nos abrazamos. Llevaba días algo desquiciada, sobre todo, al escuchar los rumores que
corrían sobre mí por toda la ciudad. Belmonte y Quirós mancillaban el apellido de los Barreto y a
mi difunto esposo.
Me probé el vestido y por primera vez en mucho tiempo me sentí bella. Aquel viaje parecía
haberme arrancado el alma, pero confiaba que el tiempo y el cariño de mi familia me sanaran el
corazón.
—¿Tú no vendrás?
—¿Crees que con esta barriga podría bailar? —me preguntó con una sonrisa.
—No hay mujer más bella que una embarazada —le contesté algo más alegre.
Nos abrazamos de nuevo y terminé de prepararme para la cena.
El virrey, al que aún no conocía, envió un carruaje a recogernos. Me acompañaban Tomás y
mis dos hermanos. Felipe se había quedado protegiendo a Mariana, ya que no nos fiábamos de
nuestros enemigos.
Manila era una ciudad humilde, pero comenzaba a embellecerse debido a la riqueza de su
comercio. Por la noche, mientras avanzábamos hacia el palacio, apenas podía distinguir sus
iglesias y calles.
Nuestro carruaje paró delante de la entrada principal, dos guardias custodiaban la residencia.
Entramos en el palacete, parecía austero pero confortable. Subimos una escalinata y recorrimos un
pasillo hasta un amplio salón, un criado se paró en la entrada y anunció nuestra llegada. El virrey
estaba de espaldas cuando entramos, pero se giró cuando hicieron la presentación.
Luis Pérez das Mariñas era un hombre bastante común, que había llegado a gobernador tras la
muerte de su padre a manos de los piratas chinos. A su lado se encontraba Fernando de Castro y
Ribadeneira, su primo carnal. Su belleza me dejó sin palabras. Además de ser mucho más joven
de lo que esperaba, tenía planta de caballero y el rostro aniñado. El gobernador vino hasta
nosotros acompañado del alcalde y de Fernando para saludarnos galantemente.
—Doña Isabel Barreto, lamento conoceros en estas difíciles circunstancias. En primer lugar, le
quiero transmitir el pésame por la pérdida de dos grandes españoles: su esposo y su hermano.
—Muchas gracias, Excelencia, siempre los llevaré en el corazón.
—Además creo que su cuñado está desaparecido. Daremos aviso a todas nuestras naos para
que pregunten por las islas, por si alguien ha visto su galeón.
—Gracias de nuevo —le contesté—. Estos son mis hermanos don Diego y don Luis; el joven
es el aprendiz de piloto Tomás Escobar, un leal amigo.
—Creo que al alcalde ya lo conocen, este es mi primo Fernando Castro.
—Encantada —contesté algo nerviosa. Me sentía mal al no poder controlar mis emociones, al
ver a aquel hombre tan apuesto.
—Si les soy sincero, en Filipinas necesitamos muchos gallardos españoles. Los piratas chinos
no cejan en sus ataques a la ciudad. Hemos reforzado la muralla en los últimos años, pero nos
faltan efectivos para protegernos. Los naturales de la isla no son muy gallardos. Querido
Fernando, ¿por qué no enseñáis a esta dama los jardines de palacio?
Mis hermanos saludaron al gobernador. Después Fernando me tomó del brazo y me llevó a ver
sus jardines.
—Me han comentado que habéis tenido muchos problemas y vicisitudes en el viaje. ¡Cuánto lo
lamento!, estos mares están aún por explorar y son traicioneros.
—Es cierto, don…
—Por favor, llamadme Fernando, somos casi de la misma edad.
—Si os soy sincera, me ha sorprendido para bien vuestra juventud. No es normal que uno
llegue a general tan joven.
—Lo mismo digo, pero aún más con vuestra belleza —comentó galante el apuesto caballero.
—Parecéis un hombre culto por la manera de expresaros.
El general comenzó a sonreír.
—Tengo una historia compleja, jamás pensé en ser soldado, salir de España y mucho menos
convertirme en general. Nací en un pequeño pueblo de Lugo.
—Somos casi paisanos —le contesté, al ver que era de mi amada Galicia.
—No hay mujeres más bellas que las gallegas.
Su comentario me hizo ruborizar. No me sentía así desde los galanteos con mi primer esposo.
—Mi padre era señor de Torés. Al ver que no era muy dado a las armas, me quisieron dedicar
al servicio de Dios. De hecho, hasta los dieciocho años llevé hábito, pero jamás me ordené o
tomé votos. Si no hubiera sido por mi tío, Gómez Pérez das Mariñas, me hubiera hecho la tonsura
y me habría convertido en monje.
—Se habría perdido un gran hombre para las armas.
Volvió a sonreír. Sus dientes eran muy blancos y perfectos, sus ojos grandes y expresivos. Si
no hubiera sido por su barba un poco pelirroja, hubiera pensado que se trataba de un ángel.
—Lo cierto es que me gustaban mucho los libros, pero mi tío necesitaba un amanuense que
conociera las leyes. Le nombraron virrey de estas tierras, viajé hasta aquí como alférez, pero
enseguida me ascendieron a general de naos.
—Un ascenso fulminante, sin duda, y merecido.
—Sí, todo ha pasado demasiado rápido, a veces sigo soñando con España y la tranquilidad de
nuestra tierra. Es muy difícil enfrentarse a tantos retos y gobernar a tantos hombres en la mar,
aunque ahora que mi tío ha muerto me pregunto si no será mejor regresar a España.
—¿Os espera allí vuestra prometida?
Fernando se ruborizó.
—No tengo ninguna prometida, siempre he sido muy torpe en las lides del amor, tal vez sea
porque aún me pesan los hábitos.
—El hábito no hace al monje.
Regresamos al salón, por primera vez en mucho tiempo me sentía de nuevo viva. Aún tenía
muchas obligaciones y preocupaciones, pero aquel hombre me hacía sentir cosas que no
experimentaba desde hacía mucho tiempo.
Al pararnos en el umbral vi al piloto mayor y al escribano que estaban hablando con el
gobernador. Seguramente confundiéndole con sus argucias, mentiras y medias verdades.
—Don Pedro Fernández de Quirós, os hacía ya en España.
El hombre me miró desafiante, pero sin borrar una sonrisa falsa de sus labios.
—Me encuentro muy feliz en Manila, nuestros anfitriones nos están tratando con gran afecto.
—De españoles es ser hospitalarios —dijo el gobernador con una copa en la mano—.
Propongo un brindis por nuestros nuevos amigos: que las Filipinas les rindan el sosiego y la
felicidad que el mar del Sur les negó.
Brindamos todos y me acerqué al gobernador.
—¿Podemos hablar? —le pregunté en un susurro.
—Es momento de celebración. Si quiere mañana mismo le daré audiencia. Usted es la
gobernadora de las islas Salomón y os debo el mayor de los respetos.
No me gustó el tono del hombre, que demostraba más bien todo lo contrario. Sin duda
despreciaba mi condición de mujer y me veía incapaz de ejercer autoridad.
—Pues sea mañana, hoy, como vos decís, es una feliz jornada de celebración.
El resto de la fiesta fue mucho más convencional, nos sentamos a la mesa del gobernador.
Debíamos de ser unas veinte personas, afortunadamente me tocó al lado de don Fernando.
—¿Le gusta la ciudad?
—Apenas la he visto, estábamos tan agotados después del viaje.
—Si lo desea, puedo guiaros en una visita mañana. La ciudad tiene un trazado curioso creado
por el sacerdote jesuita Antonio Sedeno. Tenemos una hermosa muralla, el fuerte de Santiago y la
fortaleza circular de Nuestra Señora de Guía. Nuestra plaza mayor es hermosa, con la catedral y el
ayuntamiento, la habréis visto al bajar del carruaje. Incluso los jesuitas han construido una
universidad. En el fondo es como vivir en España, pero sin los rigores del invierno.
—Entonces, ¿por qué deseáis regresar?
—Demasiado arroz. Perdonad la broma. Si os soy sincero, desde que murió mi tío no me
siento a gusto —comentó mirando de reojo a su primo.
—Entiendo.
La voz de Quirós se alzó sobre el resto de comensales.
—Excelencia, ¿qué pensáis vos de que las mujeres tengan cargos militares y políticos?
Se hizo un silencio incómodo.
—No tengo una opinión, aunque nuestra buena reina Isabel de Castilla fue una magnífica
gobernanta.
—Las reinas tienen en su sangre la sagrada orden de gobernar a los hombres —contestó
Quirós.
El obispo Ignacio de Santibáñez, con su oscuro hábito de fraile, comentó mientras se unía a la
conversación.
—Según San Pablo la mujer tiene que sujetarse al hombre y no se permite ejercer dominio
sobre él.
Aquel comentario me encendió y caí en la trampa.
—En las Sagradas Escrituras hubo mujeres prominentes como Esther, Débora o la propia
madre de Nuestro Señor, la Virgen María…
El fraile me miró con sus ojos oscuros. Su frente despejada estaba sudorosa y la barba
manchada de comida.
—¿No os compararéis con la Virgen? ¿Verdad?
—¿Compararme yo con Nuestra Señora? No reverendísimo señor. Mientras haya un varón este
debe gobernar, pero en su defecto, una mujer puede hacerlo de igual manera, es la ley.
Quirós parecía disfrutar con la disputa, dio un leve codazo a Belmonte y este añadió:
—Nuestra señora Isabel no es virgen, excelentísimo señor, pero muchos la llaman la reina de
Saba: un título más pagano que cristiano.
Todos se echaron a reír menos mis hermanos y don Fernando.
—Don Luis Belmonte, si no sois capaz de respetar a esta señora, tendré que convenceros con
la espada —comentó don Fernando echándose mano a la empuñadura.
—Tranquilos caballeros, tengamos la fiesta en paz. No somos teólogos, si el obispo dice que
las mujeres no deben ejercer dominio sobre los hombres, no hay nada más que hablar —concluyó
el gobernador.
Aquella era la primera batalla perdida. Sabía que Quirós intentaría arrebatarme mis derechos,
pero no podía ni imaginar que lo hiciera de una forma tan descarada y directa.
Al poco de terminar la cena salimos del salón y yo me disculpé, me sentía indispuesta. Mis
hermanos decidieron quedarse y don Fernando se ofreció a acompañarme.
—Lamento lo ocurrido en la cena. No ha sido una velada muy agradable para vos.
—Quirós y yo somos viejos enemigos. Durante nuestro viaje intentó levantar a los colonos, a
los marinos y a los militares en nuestra contra. Es un villano retorcido y mentiroso.
—Su casa se encuentra cerca. ¿Os place ir caminando?
La noche era calurosa, pero no llovía. Decían que aquella era la estación más seca.
Caminamos cerca de los faroles, al principio en silencio, hasta que los dos quisimos hablar a
la vez.
—Perdonadme, hablad vos —le dije al general, mientras nos reíamos.
—No vais a sacar nada de mi primo, será mejor que mandéis una carta al rey y esperéis su
respuesta. El obispo es su consejero, un hombre riguroso que ha restablecido a la inquisición en la
ciudad.
—Lo tendré en cuenta.
Llegamos a la puerta del palacete y nos quedamos uno enfrente del otro.
—Mañana he pedido audiencia con el gobernador. Puede que no me escuche, pero tiene al
menos que conocer nuestra versión. Estoy convencida de que Quirós le contará la suya.
Ambiciona desposeerme de mis derechos, algo demasiado fácil cuando se trata de una mujer
indefensa.
—Mujer sois, sin duda, lo de indefensa no lo creo.
Los dos nos reímos y después Fernando se despidió quitándose el sombrero de una forma
galante.
—Yo estaré por la mañana en el palacio del gobernador, si después de la audiencia queréis
conocer Manila, os la enseñaré con gusto.
—Gracias —le contesté con una sonrisa.
Entré en la casa y vi a mi hermana pegada a la puerta.
—¿Se puede saber que hacéis?
—Os esperaba, he oído voces y he bajado. ¿Con quién hablabais de tan buena gana?
—Un soldado, el general Fernando de Castro.
Mi hermana puso los ojos en blanco.
—Recordad que todavía estáis guardando el luto. Pero ¿cómo sois capaz? —Don Álvaro fue
mi marido y le respeto con toda mi alma.
—Pues será el vino —bromeó mi hermana.
Entramos en el palacio y me hizo que le contase todos los detalles de la cena. Se ofuscó al
escuchar el atrevimiento del piloto mayor.
—¿Queréis que mañana os acompañe a la audiencia?
—Si al gobernador las mujeres no le parecen personas de autoridad, como vaya con una
encinta, me echa de la sala.
Nos acostamos juntas y mientras Mariana dormía no podía dejar de pensar en don Fernando.
Mientras el sueño comenzaba a rendirme, intenté imaginarme cómo sería empezar una nueva vida,
aún era joven y sabía que en muy pocas ocasiones el destino nos da la oportunidad de comenzar
de nuevo.
A la mañana siguiente, mis hermanos me refirieron que Quirós se pasó la velada halagando al
gobernador y hablando en nuestra contra. Tras tomar un desayuno ligero me puse mis mejores
galas y marché con Felipe hasta el palacio del gobernador. Preferí hacerlo caminando para
familiarizarme con la ciudad. Me resultó curiosa la gran variedad de razas que había en un lugar
relativamente pequeño. Además de los españoles y algunos esclavos negros, varios mulatos y
algún indio peruano, también nos cruzamos con indígenas de la isla de Luzón, que era la mayor del
archipiélago y en la que se situaba la capital. Aunque los que me causaron más asombro fueron los
comerciantes chinos y algunos marineros de la India. Pasamos junto a un mercado en el que se
podían encontrar las frutas y alimentos más variados y extraños. Después nos paramos en la plaza
mayor; la catedral estaba recién construida, aunque era más bien pequeña y humilde; el palacio
del gobernador de día me recordó al de un segundón.
—¿A dónde vais señora? —me preguntó el sargento que había de vigilancia en la puerta.
—Soy doña Isabel Barreto, gobernadora de las islas Salomón y tengo audiencia con el
gobernador.
El soldado se puso firme y me dejó pasar, pero al intentarlo Felipe le detuvo.
—El esclavo no puede entrar.
—Está bien, espera aquí Felipe.
Me sentí desnuda al pasar yo sola al recinto. Un criado me llevó hasta el despacho del
gobernador, donde me atendió su secretario.
—Doña Isabel, en unos momentos la verá su excelencia.
Tomé asiento en una silla y esperé casi media hora, cuando se abrió la puerta, para mi
sorpresa, vi a Quirós salir del despacho.
—Muchas gracias excelencia —dijo desde el umbral. Después me lanzó una mirada de desdén
y desprecio y se marchó.
—Puede pasar, doña Isabel —me indicó el secretario.
Entré en despacho tan alicaída, que el gobernador pareció sentirse complacido. Parecía como
si todos quisieran domarme como a una yegua, pero no se lo iba a permitir.
—Vos diréis doña Isabel, no tengo mucho tiempo, debo atender varios asuntos. Le ruego que
sea breve.
En ese momento me di cuenta de que debía defender mi causa ante los tribunales, aunque en ese
momento desconocía que la Audiencia dependía del propio gobernador, a pesar de que estaba
sometida a la Real Audiencia de México.
—Antes de mi llegada a Manila mandé a mis hermanos con unas cartas para vos, hubo varios
marineros y oficiales que discutieron mi autoridad y se alzaron contra mí. Estos hombres
cuestionaron mi gobierno, pero al hacerlo, estaban desobedeciendo al mismo rey, ya que fue su
majestad el rey Felipe II, el que dio título de gobernador de las islas Salomón a mi esposo y este,
al morir, delegó dicho título en mí.
—Pero al no tener hijos, señora…
—Eso no invalida mi título, excelentísimo señor.
—No hay precedentes. Si cedierais el título a su hermano Diego. En ese caso, las cosas se
solucionarían con premura.
Aquel comentario me indignó, era menor que yo en edad y no poseía ningún derecho.
—No tengo que ceder nada, aquí no estoy para que se cuestione mi título, sino para que me
defienda de aquellos que intentaron rebelarse contra él y contra el rey.
El gobernador se puso en pie indignado y rodeando la mesa se acercó hasta mí. Su rostro
enrojecido le hacía parecer aún más ruin y malicioso.
—Cuide su tono, el piloto mayor me ha contado todo y…
—Requiero un careo, que se haga un juicio, presentaré pruebas y testigos.
—Bueno señora, eso deberá formalizarlo y ya le contestaremos. Al menos tengo una buena
noticia que daros.
Me quedé tan impresionada que no supe qué decir, algo que no era muy usual en mí.
—Hemos encontrado una de sus naos.
—¿Cuál de ellas? —pregunté impaciente. Deseaba con toda mi alma que fuera la de mi cuñado
Lope de Vega.
—Es una galeota, la encontraron en Mindanao, llevaron a la tripulación hasta una misión de la
Compañía de Jesús.
Me alegré, pero esperaba que la nao rescatada fuera la Santa Isabel, el hijo de mi hermana iba
a nacer huérfano de padre.
Me puse en pie.
—Gracias por las buenas nuevas, solicitaré un juicio para defender mis derechos y mi honra.
—Así se hará, si lo deseáis, señora.
Salí del despacho sin despedirme, me encaminé hacia el pasillo jurando en voz baja venganza,
hasta que casi me di de bruces con don Fernando.
—¿A dónde vais tan furiosa? —me preguntó con una sonrisa.
—Me ahogo en este edificio.
—Os acompañaré.
—Mejor no, estoy de mal humor.
—No importa, prometo estar en silencio hasta que queráis desahogaros.
Caminamos hasta la entrada del palacio, Felipe seguía esperando en la puerta.
—¿Conocéis algún letrado en Manila?
—Don Pedro Martín es el mejor que hay en todas las islas.
—¿Podéis llevarme ante él?
—Sí, claro. Será un placer acompañaros. No veo mayor honor que ese.
Caminamos por las calles polvorientas de la ciudad en silencio, yo con el ceño fruncido y él
con la mirada al frente. Llegamos a una casa baja, llamamos a la puerta y entramos. Preguntamos
por el letrado y pasamos a un despacho pequeño, pero elegante.
—Don Fernando, ¿a qué se debe el honor?
—Necesito que representéis a doña Isabel Barreto, la dama que me acompaña.
El hombre miró por encima de sus lentes redondas. Su aspecto era más el de un inquisidor que
el de un abogado.
—Lo lamento, pero acaba de contratarme don Pedro Fernández de Quirós. Ha presentado una
denuncia contra vuestra amiga.
—Ese maldito embustero —dije sin poder contenerme.
—Es un conflicto de intereses, no puedo representar a ambas partes.
Salimos del despacho, estaba tan indignada que si me hubiera encontrado en aquel momento
con Quirós le hubiera retado a duelo.
—Conozco a otro letrado, pero no es tan bueno —dijo don Fernando encogiéndose de
hombros.
Recorrimos unos metros y entramos en una casa destartalada de madera. Una mujer china nos
recibió.
—El doctor Juan Triviño está ocupado.
—Por Dios, decidle que soy don Fernando de Castro.
La mujer enjuta vestida con su quimono no tardó en salir.
—Pasen por aquí.
Entramos en una casa sucia, con trastos por todas partes, llegamos a un despacho repleto de
papeles y legajos repartidos por montones. El hombre estaba sentado sobre un cojín con las
piernas cruzadas. Levantó la vista, su mirada parecía perdida. Debía tener algo más de sesenta
años, la barba cana y sucia, pocos dientes y el pelo demasiado largo, atado con una coleta.
—Amigo Fernando, me alegra verte de nuevo, la última vez te marchaste de aquí muy
enfadado.
—No he venido por mí, letrado. Esta señora es doña Isabel Barreto.
—La reina de Saba —dijo con sorna. Sus mejillas rosadas se encendieron.
Fruncí el ceño y tiré de la manga del hombre para que nos marchásemos de allí.
—La señora quiere contrataros.
El hombre dio una larga calada a la pipa y la habitación se llenó de un humo mareante.
—Muy bien, ¿se trata de un caso mercantil o penal?
—Es un caso de sabotaje e intento de motín —le contesté.
—Muy bien, será mejor que se sienten y me cuenten todos los detalles.
Pasamos casi una hora en aquel cuchitril, cuando nos marchamos me sentía muy mareada.
Salimos a la calle dando tumbos.
—¿Qué me sucede?
—Mi amigo Juan siempre está fumando opio.
—¿Opio?
—Es una hierba, una adormidera. ¿No visteis la hoja de coca en Perú?
—Era algo que masticaban los indios.
—Bueno, es similar, confunde los sentidos y relaja el ánimo.
Nos dirigimos hasta los límites de la muralla, subimos hasta una torre de defensa y
contemplamos el mar. El sol del mediodía brillaba sobre el agua azulada, sacándole destellos
dorados.
—¿Pensáis que ese hombre puede defender mi causa? Lo veo un poco perdido, dejado y sucio.
—Es gallego como nosotros. Al parecer viajó con toda su familia a México, pero murieron en
un naufragio; vivió con los indios un tiempo y después llegó hasta Acapulco, desde allí embarcó
hasta Manila. Dicen que de joven era el abogado más prometedor de Santiago de Compostela,
pero que al ofrécele un cargo en la audiencia de ciudad de México se llevó a toda su familia al
Nuevo Mundo y murieron. Al perderlos, se entregó al opio. Aquí vive como un pagano, se niega a
ir a misa y el obispo quiere procesarlo por hereje.
—Parece que el mundo está lleno de tristes historias.
Fernando se apoyó en la piedra y con la mirada perdida comenzó a suspirar.
—Nadie se aleja tanto de su hogar a no ser que le guíe la ambición o la desdicha, aunque la
mayoría comprende demasiado pronto que cambiar de lugar no es cambiar de condición. Manila
está llena de profetas como Jonás, que intentan huir de Dios, del rey o de ellos mismos.
Sabía a lo que se refería, la gente que abandonaba España no solía ser por gusto, todos
ambicionábamos algo o queríamos dejar atrás nuestro pasado.
—Tal vez sea la única forma en la que nos atrevemos a vivir de verdad.
Fernando me miró con sus ojos grandes y expresivos, sentía que nos conocíamos de siempre,
como si nuestros cuerpos acabaran de encontrarse, pero nuestras almas llevaran una eternidad
juntas.
—Os ayudaré en todo lo que pueda. Sé reconocer a un corazón noble en cuanto lo veo y, os
aseguro, que aquí no hay demasiados.
Nos dirigimos de nuevo al centro de la villa, charlamos tan amigablemente que se me olvidó ir
a almorzar. Cuando llegué a mi casa, mi hermana estaba muy preocupada.
—¿Dónde os habéis metido? Mandé a Luis a buscaros por la ciudad.
—No había nada que temer, me acompañaba Felipe y don Fernando.
—Otra vez don Fernando, no os conviene estar en boca de todos en una ciudad extraña. No
olvidéis que estamos rodeados de enemigos.
—No tengo miedo a Quirós.
—No se debe temer a nuestros enemigos, pero tampoco despreciarlos como decía padre.
Aquellas palabras se me quedaron grabadas. No había valorado suficientemente la fuerza y la
determinación de Quirós y sus hombres, pero estaba a punto de conocerla.
26. Disputa
El primer domingo que estábamos en Manila acudimos a misa, no habíamos ido a la iglesia en
toda la semana, no éramos una familia especialmente devota, los cristianos viejos no debemos
demostrar nunca nuestra devoción, la hemos heredados de padres a hijos durante más de mil
quinientos años. Nos vestimos todos de negro y nos dirigimos a la catedral, llegábamos un poco
tarde y aceleramos un poco el paso. Entramos en el templo por la puerta principal, ya estaba todo
el mundo en su sitio y atravesamos el pasillo central hasta la zona reservada a las autoridades.
Filipinas no era muy distinta de España. En las primeras filas siempre se sentaban las familias
nobles y los oficiales; después los comerciantes y artesanos; en el fondo los campesinos y
aprendices, dejando la parte sin bancos a los menesterosos y los mendigos.
Todas las caras se volvieron para observarnos, rostros de diferentes razas, pero todos con la
misma expresión de desaprobación. Éramos los extranjeros, los forasteros, además precedidos
por la mala fama y el desprecio general.
En cuanto nos sentamos en un banco apretado, el obispo comenzó la ceremonia. Tras las
lecturas, se subió al púlpito y con aquella sonrisa maléfica que me producía escalofríos comenzó
a hablar.
—Estimados hermanos, bienvenidos a la casa de Dios, el día que celebramos la resurrección
de Nuestro Señor Jesucristo. Estamos congregados en este templo que tantos esfuerzos ha costado
construir, ya sabéis que el anterior de madera fue destruido por un tifón que asoló la ciudad,
algunos creyeron que era un castigo de Dios, pero fue la señal para que reconstruyésemos otros
más hermoso y duradero. Amén, hermanos.
Se pronunció un fuerte amén.
—En el libro de los Reyes se nos narra la historia de una mujer que, por su ambición,
corrompió el corazón de un rey, Jezabel, la reina de las mujeres malditas que usan sus hechizos y
sus ungüentos para seducir el alma de los que deben ser siervos de Dios. El rey Acab, que reinaba
en Samaria, el reino del norte de Israel, se casó con una fenicia, hermana del rey de Tiro, Jezabel,
una de las mujeres más bellas de su tiempo. Dicen que era tal su hermosura que nadie podía
permanecer en su presencia sin caer prendado de sus encantos. En cuanto Jezabel reinó en Israel,
inclinó el corazón de su esposo a Baal. Se levantaron templos en su honor y se persiguió a los
verdaderos sacerdotes del Dios Altísimo. Pero Jehová mandó a su profeta, Elías, para combatir a
esa mujer impía.
El obispo señaló al frente y tuve la sensación de que se dirigía a mí en concreto.
—La zorra de Jezabel retó al profeta de Dios, el profeta puso un sacrificio sobre el altar en el
monte Carmelo y el fuego del cielo vino para consumirlo. Después degolló a todos los falsos
profetas, pero Jezabel lo buscó para asesinarlo. Años después, la reina fue arrojada desde una
ventana y desposeída de su dignidad. Cuando fueron a enterrar su cuerpo los perros ya lo habían
devorado como profetizó Elías. Hoy en este mundo hay muchas Jezabeles, mujeres que quieren
ocupar la dignidad de los hombres, robarles sus derechos y privilegios. Pero que nadie os engañe,
fue Eva la que pecó ante Dios y arrastró a Adán, su esposo, fuera del Edén, fue la mujer la que
trajo el pecado y la muerte a este mundo. Únicamente una mujer redimió al hombre de su
condenación eterna, la Madre de Dios, que trajo al mundo a nuestro salvador. Oremos para que
Dios no nos castigue por tornar la naturaleza y caer en el mismo pecado e que el rey Acab.
Todo el mundo se giró hacia mí, yo me limité a sonreír. No era fácil de amedrentar.
Al terminar la misa el gobernador se acercó hasta nosotros.
—Doña Isabel, espero que haya disfrutado del sermón.
—La Palabra de Dios siempre halla cabida en mi corazón, como dice Jesús procuro sacar de
mi ojo la viga antes de quitar la astilla del de mi hermano.
El gobernador se retiró molesto. Entonces se aproximó don Fernando, estaba vestido con un
traje de fina seda de color negro.
—Creo que ya os han dado la bienvenida oficial a Manila, pero no temáis, perro ladrador poco
mordedor. Quería invitar a vuestra familia a mi casa, es humilde, pero disfrutaremos de la
compañía. He invitado a vuestro abogado para que hable con el resto de los testigos, si os parece
bien.
—El sermón me ha despertado el apetito. Estaremos encantados de ir a vuestra casa.
Mientras salíamos de la iglesia todos nos miraban con un gesto de desprecio, yo me limitaba a
sonreírles y saludarles con una ligera inclinación de cabeza. Al llegar a la entrada nos
encontramos de bruces con Quirós.
—Doña Isabel, cuánta dicha al veros.
—Hacéis bien al mostrar vuestra hipocresía fuera de las puertas de la iglesia.
—No es hipocresía, quería ver vuestro rostro después del sermón.
—No entiendo por qué odiáis tanto a las mujeres, al fin y al cabo no tuvisteis más remedio que
nacer de una, aunque me temo que ninguna quiera casarse con vos.
El piloto dio un paso al frente pero se le interpuso don Fernando.
—No odio a las mujeres, únicamente vos tenéis ese honor. El resto me son indiferentes. Ya veo
que os habéis buscado un protector.
—No le necesito, si queréis podemos hacer un duelo de espadas.
—¿Un duelo con una mujer? —preguntó, después se echó a reír y con él los villanos que le
acompañaban.
Tomé la espada de mi hermano y se la puse en el cuello.
—¿Ya no reís tanto? Sois un viejo beato y un cobarde.
Mariana me sujetó la mano.
—A cada cerdo le llega su san Martín. Paciencia, el rey hará justicia.
—Es cierto, no quiero mancharme el vestido con la sangre de un gorrino.
Bajé la espada, le miré desafiante y nos marchamos a la casa de don Fernando. Era un edificio
austero, de nueva planta, con un pequeño patio central y unas pocas dependencias. Apenas tenía
muebles ni adornos, se notaba que la ama que le hacía la comida era la única mujer que había
pisado aquella casa.
En el salón principal ya estaba preparada la mesa, la cubertería era de plata y el mantel de hilo
fino. La cocinera nos había preparado una comida exquisita que nos hizo olvidar lo sucedido en la
iglesia. Juan Triviño comenzó su interrogatorio a mis hermanos y a Tomás, mientras nosotros nos
retiramos a otro salón más pequeño repleto de libros.
—Sois el hombre más rico del mundo —comenté al ver la biblioteca.
—Estoy seguro de que los príncipes de este mundo no estarán de acuerdo con vuestra opinión.
Fui tomando uno a uno y hojeándolos brevemente: sus lomos de piel, los grabados de oro, el
papel recio y la letra clara.
—Un ejemplar del poema del Mío Cid, Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo, El
libro de buen amor del Arcipreste de Hita, Laberinto de fortuna de Juan de Mena, el Amadís de
Gaula, La Celestina de Francisco de Rojas, La Diana de Jorge Montemayor…
—Bueno, ya veis que me gustan los libros, como al bueno de don Quijote.
—¿Cómo habéis podido reunir tan vasta biblioteca siendo tan joven?
—Fue lo que me dejó en herencia mi tío, el resto fue para su hijo, que jamás abrió un libro,
pero creo que gané con la parte que me tocó.
A medida que conocía a aquel hombre, más me fascinaba.
—Sois una sorpresa constante, como la caja de Pandora.
—Espero que al abrirme no desatéis todos los males del mundo —contestó con su media
sonrisa. Se acercó tanto a mis labios que pensé que me iba a besar.
Mariana llegó en ese momento y nos separamos un poco.
—Hermana, ¿de dónde habéis sacado a este letrado? Parece un mendigo de Sevilla, pícaro y
burlón. ¿Pensáis que con alguien así ganaremos el pleito?
Don Fernando lanzó una carcajada que a las dos nos dejó sin palabras.
—Puede que su aspecto sea mejorable, pero os aseguro que cuando habla hasta los demonios
escuchan. Intentaré que el día del juicio esté más arreglado.
Estuvimos toda la tarde en la casa de nuestro nuevo amigo, cuando salimos ya era noche
cerrada. Tomás se dirigió a la casa donde se alojaba y el resto a nuestra casa. Una neblina había
invadido las calles desiertas. En Manila no existía la alegría de Salamanca, Santiago o Sevilla, en
cuanto se ponía el sol no se veía ni un alma. Nos encontrábamos cerca de la casa cuando cuatro
hombres embozados nos cortaron el paso. Mis hermanos se colocaron delante y yo tomé uno de
sus cuchillos.
—¿Qué buscáis? —preguntó Diego mientras se aferraba a la empuñadura de su arma.
Nadie respondió, se limitaron a dar un paso al frente.
—¡Juro por Dios, que pagaréis caro vuestro atrevimiento!
Mis hermanos sacaron sus armas. Los cuatro esbozados mostraron sus espadas, que brillaron
bajo la luz del farol. Éramos minoría, mis hermanos tampoco eran buenos espadachines, parecía
una situación desesperada.
Mariana comenzó a gritar y los atacantes se pusieron nerviosos y se lanzaron contra nosotros.
Se fueron a por Diego y Luis, aprovechando que no me dieron importancia, pensando que no era
peligrosa, me lancé sobre uno de ellos y le hinqué el puñal en el costado.
—¡Maldita! —gritó de dolor.
Uno de aquellos hombres logró herir a mi hermano Diego, que perdió su espada por el golpe.
El otro estaba a punto de rematarlo, cuando escuchamos una voz a nuestra espalda.
Un asaltante me estaba atacando, cuando blandió su espada contra mí el desconocido paró el
golpe. Después logró herirlo en el hombro y el tipo salió corriendo. Al verse atacados por aquel
intruso, los otros tres no tardaron en huir también.
El hombre se quitó la capa del rostro y vi quién era.
—¡Don Fernando!
—Me temía que Quirós pudiera usar malas mañas. ¿Estáis heridos?
Mi hermano sangraba un poco por el brazo, Mariana fue a ver sus heridas.
—Será mejor que vayamos a la casa, no sea que regresen con más espadachines.
Nos refugiamos en nuestro palacete. Mariana curaba a mi hermano y en ese momento, de una
forma instintiva, me abracé a Fernando.
—Gracias, nos has salvado la vida.
—Me he propuesto convertirme en vuestro protector.
Mientras me estrechaba entre sus brazos no pude evitar pensar en Álvaro, él había sido mi
primer hombre, el único que me había besado y hecho sentir mujer. Después recordé sus últimas
palabras, la confianza que había depositado en mí y como siempre había buscado mi felicidad.
¿Se podía amar a dos hombres a la vez, aunque uno estuviera vivo y el otro muerto?
27. Amor prohibido
La vida no se valora hasta que se está a punto de perder. Nos conformamos con existir, sin pensar
que todo se acaba, que hay una fragilidad en la existencia, percibida únicamente por los sabios.
Aquella noche estuvimos a punto de perder la vida para siempre. El viaje a las islas Salomón por
el aún ignoto mar del Sur había supuesto muchos sacrificios, habíamos perdido hacienda, salud,
seres queridos y ahora nos querían robar lo poco que nos quedaba tras aquel naufragio: la honra y
nuestro derecho.
La primera sesión en la audiencia fue la más numerosa que se recuerda. Se tardó meses en
preparar la causa, semanas en concretar las sesiones y los testigos. No fue hasta verano cuando
por fin pudimos presentarnos ante el gobernador.
Nuestro abogado parecía sobrio aquella mañana, se había colocado la toga, peinado el pelo y
mesado la barba. Al lado del letrado de nuestros enemigos, parecía un borrachín o un mendigo al
que habíamos aseado cinco minutos antes de la vista. El gobernador, que tanta antipatía nos tenía,
parecía tan inclinado a la causa del piloto mayor, que únicamente un milagro podía cambiar su
veredicto, lo que yo no sabía en aquel entonces era que los milagros existían.
La sala de audiencias estaba repleta de vecinos, curiosos y criticones. Teníamos reservadas las
primeras filas y desde aquella posición podíamos ver la cara inexpresiva del gobernador, a los
escribanos y al resto de letrados. Quirós entró en la sala apenas unos segundos antes de que
comenzara la sesión, me temía que hubiera estado hasta el último momento conspirando para
revertir la causa y apropiarse de mis derechos.
—Excelentísimo señor —comenzó el abogado de don Pedro Fernández de Quirós, Pedro
Martín—, caballeros y damas, vecinos de Manila. La causa que nos reúne aquí es sencilla y
compleja, legal y moral, pero sobre todo es una cuestión mercantil. Desde el principio de los
tiempos, cuando los hombres crearon el derecho, con los rudimentos de las primeras leyes, como
el Código de Hammurabi, como las leyes de Solón o el derecho romano, se ha buscado justicia,
pero no cualquier justicia, sino una retributiva que diera a cada uno lo que se merece. Por ello,
aquí no vamos a juzgar la moral o la honra de la familia Barreto ni de la autonombrada
gobernadora de las islas Salomón.
Comenzamos a protestar y un murmullo se extendió por la sala, hasta que el gobernador golpeó
la mesa con la mano.
—Si no permanecen en silencio durante las exposiciones, haré que desalojen la sala.
Se hizo de nuevo la calma y el letrado continuó su discurso.
—Como decía, aquí vamos a juzgar el incumplimiento de un contrato y además demostraremos,
que doña Isabel Barreto no tiene derecho sobre las islas Salomón.
El abogado se sentó frente a su mesa y el nuestro se levantó con paso vacilante, como si su
cuerpo comenzara a echar de menos el opio que nublaba su brillante mente la mayor parte del
tiempo.
—Excelentísimo señor, letrados, pueblo de Manila. Yo soy un viejo abogado, estudié leyes en
la Universidad de Santiago, a pesar de que todos me recomendaban que fuera a la de Salamanca,
me convertí en un importante letrado y, preso de mi ambición, caí en la trampa que la fortuna
siempre pone delante de los hombres ambiciosos, decidí viajar al Nuevo Mundo con mi familia
para ocupar un puesto importante en la audiencia de la ciudad de México. El océano, que es
siempre despiadado y no soporta que nosotros, vanos mortales, surquemos por encima de su
dilatada espalda, destruyó lo que más amaba. Perdí a mi esposa y mis hijos, me convertí en una
sombra del hombre que fui. Me di a la bebida, arruiné mi reputación y me convertí en un
espantajo. Después me propusieron venir aquí, al fin del mundo y pensé que era el único lugar
donde no me sentiría fuera de sitio, desencajado por mi desgracia. No era cierto. Pero ¿a quién
debo echar la culpa de mi desgracia? ¿Debo hacerlo sobre el virrey de Nueva España? No amigos
y vecinos, yo soy el culpable de mis decisiones y mi desmedida ambición. Los Barreto y Álvaro
de Mendaña propusieron a marinos, colonos y soldados una aventura. ¿Quién puede hacerse
responsable de lo que nos depara al otro lado del océano? Nosotros somos los únicos
responsables y lo demostraremos durante este juicio. Gracias.
Cuando Juan Triviño se sentó aún no habíamos reaccionado a sus palabras. Sin duda, aquel
hombre tenía un don de lenguas, ya que toda la sala quedó prendada por sus palabras. No había
utilizado términos legales complejos o ideas filosóficas, ante todo su oratoria se basaba, como en
los inicios del derecho, en la costumbre y las relaciones entre los hombres.
El abogado de Quirós llamó al estrado a su representado como primer testigo de cargo. El
piloto mayor caminó hasta la tarima desafiante, hincando su mirada felina sobre nosotros.
—Señor don Pedro Fernández de Quirós, nacido en Évora, Portugal, piloto mayor, marino y
durante varios lustros miembro de la Armada española. Piloto mayor de la expedición organizada
por el adelantado Don Álvaro de Mendaña y Neira, querellante en su nombre y en el de cuarenta
hombres de armas y mar, juráis decir toda la verdad en este juicio.
—Lo juro, por Dios y por el rey.
—El difunto don Álvaro de Mendaña os contrató el año pasado para realizar un viaje por los
mares del sur. ¿Es correcto?
—Sí, letrado.
—Os prometió una paga por el viaje, además de concesiones y encomiendas una vez que os
instalaseis en las islas Salomón.
—Así es, a mí y a toda la tripulación, junto a los colonos y sus familias.
—Además os aseguró que eran tierras fértiles, que él había visitado y estaban llenas de oro y
riquezas.
—Eso fue lo que nos dijo a todos.
—Además de la tarea de llevar a sus pobres habitantes la fe y la salvación de sus almas —
comentó el abogado.
—Como cristianos viejos esa es siempre nuestra labor.
—¿Qué sucedió en el viaje para que después de tantos y desgraciados incidentes presentéis
ahora esta querella contra Isabel Barreto, gobernadora nombrada por su esposo y almiranta?
—Tras la muerte de don Álvaro de Mendaña en la isla de Santa Cruz, Isabel fue nombrada
gobernadora en su testamento y su hermano Lorenzo almirante de toda la flota. Doña Isabel no
tenía experiencia de mando, no conocía el mar ni tampoco los entresijos de la política. Su esposo
tampoco había gobernado bien la expedición, lo que nos llevó a perder una nao, la Santa Isabel, y
muchos hombres, unos por enfermedades y otros por el enfrentamiento con los indios.
—Bueno, eso forma parte de las situaciones a las que se ve sometida cualquier empresa de
conquista —dijo el abogado.
—Así es, pero la pericia de los almirantes y gobernadores puede llevar esa empresa a buen o
mal puerto. La situación con la gobernadora empeoró tras la muerte de su hermano. Decidió que
nos fuéramos de las islas, en un desastroso viaje perdimos otras dos naos y casi la vida. Mientras
ella y su familia gozaban de lujos, nosotros pasábamos sed y hambre.
No pude suportar sus palabras y me puse en pie.
—¡Sois un embustero y un canalla!
—¡Doña Isabel, por favor, conténgase!
Me senté refunfuñando, me hervía la sangre de tal manera que me hubiera lanzado en ese
mismo instante sobre Quirós.
—Es cierto, excelentísimo señor, cuando llegaron a puerto doña Isabel guardaba en sus
bodegas veinte tinajas de agua, varias de vino y comida, mientras que la tripulación y los
enfermos pasaban hambre.
El abogado entregó un documento al secretario del gobernador. Este tomó nota y tras aquella
primera sesión, el gobernador nos convocó para el día siguiente.
Salimos de la sala antes de que la gente se agolpara en la entrada, no nos fiábamos de nadie.
Cualquiera podía clavar un puñal de forma sorpresiva y salir huyendo sin ser visto. Fernando nos
esperaba en la puerta, llevaba unos días en una misión de vigilancia, ya que se temía un ataque
inminente de piratas chinos, enviados a nuestras costas por el emperador.
—¿Cómo ha ido todo? —nos preguntó en cuanto salimos del edificio y nos encontramos a
cierta distancia de la multitud.
El abogado hizo uno de sus gestos teatrales que no sabías bien cómo interpretar. Después se
fue a su casa. Mi hermana le pidió a Luis que la acompañase y Diego se marchó a comer con
Tomás Escobar, que desde hacía tiempo se mantenía distante. Fernando y yo decidimos dar una
vuelta, tomamos dos caballos y salimos del asfixiante ambiente de la ciudad.
—¿Por qué pensáis que me odian en Manila? Apenas nadie me conoce, pero todos se han
mostrado de una forma tan hostil.
Fernando tiró de las riendas del caballo y lo detuvo, el camino de tierra roja resplandecía
entre la exuberante vegetación.
—Tenéis en contra al gobernador, al obispo y sois mujer. Parece que nada juega a vuestro
favor. La gente tiende a pensar lo que dicen aquellos que los gobiernan, es muy sencillo azuzar a
los perros contra una pieza de caza. Para los habitantes de Manila sois una advenediza arrogante,
que se considera mejor que ellos.
—¿Por qué han de juzgarme así?
—Sois hermosa, inteligente, valerosa y determinada. Os olvidáis de que los españoles somos
envidiosos por naturaleza, aparentes y criticones. ¿Cuál puede ser mejor presa que vos?
—Pues sería mejor que me diera por vencida.
Fernando se aproximó todo lo que su cabalgadura le permitía. Me acarició el rostro fresco por
la cercana brisa del mar.
—Si os vieran como yo os veo a vos.
—Eso no es posible. Además, entre los rumores que corren en mi contra, al menos hay uno
cierto.
Fernando me besó y sentí que todo lo que rondaba mi cabeza dejaba de tener importancia.
Ahora nos encontrábamos únicamente él y yo frente al mundo.
—¿Estáis segura de que pensáis esperar un año?
—El luto así lo exige, pero sobre todo por Álvaro, mi esposo merece que lo respete.
Seguimos cabalgando en silencio. A medida que nos alejábamos de la ciudad, de los hombres y
de su reino miserable, pensé en cómo sería ser libres, vivir en medio de la selva sin nadie que nos
juzgara y nos dijera cómo teníamos que comportarnos. El teatro del mundo se me hacía
insoportable, ridículo y me sentía fuera de lugar.
—Sois la reina de Saba —bromeó Fernando.
—Entonces, vos os convertiréis pronto en rey consorte.
—Una reina no debe temer al destino, Dios mismo quita y pone reyes. Simplemente aferraos a
la verdad y luchad con todas vuestras fuerzas, es lo único que los dioses exigen a los mortales.
Llegamos hasta un lago, era uno de los lugares más bellos que había visto jamás. Los pájaros
canturreaban en los árboles repletos de unas gigantescas flores blancas, las mariposas se posaban
en la hierba verde y el agua parecía tan cristalina como la del Edén. Descabalgamos y nos
acercamos a la orilla. Nos besamos de nuevo y de repente Fernando se quitó la ropa, me quedé un
poco aturdida, aún llevaba el luto.
—Un baño no dañará tu honra.
—Un baño nada más —le advertí divertida, mientras me desprendía de los ropajes que
parecían creados para asfixiar a las mujeres.
Fernando se lanzó al agua y se sumergió unos segundos, cuando volvió a resurgir me pareció
ver a Narciso, el más bello de los hombres. Entré lentamente en el agua, no sentía pudor ante él,
mi cuerpo desnudo tiritaba por el contraste, cuando llegué a su lado, me estrechó entre sus brazos.
Su cuerpo tibio me ayudó a recuperar el calor, jamás pensé que conocería a otro hombre como
Álvaro y, era cierto, Fernando era completamente distinto. Permanecimos abrazados, en silencio,
dejando que aquel paraíso nos envolviera por completo, soñando con que el tiempo se detuviese,
no necesitábamos nada ni a nadie. La perfección no es necesaria adornarla con falsas palabras y
mentirosas promesas. Abrí los ojos y me confundí en los suyos. Nos besamos de nuevo, hasta que
dejé de existir, me convertí en una parte de otro ser al que parecía que mi alma llevaba buscando
toda la vida.
28. La discusión
La fortuna es siempre caprichosa, igual que el amor y el destino. Salimos de Perú para conquistar
nuevas tierras, llenar nuestras alforjas de esperanzas y sueños. Llegamos a las Filipinas con las
manos vacías y sin esperanza. Durante años me imaginé junto a mi esposo gobernando un reino de
paz y armonía. Álvaro odiaba el desprecio a los indios, la soberbia de los poderosos que tanto le
habían humillado y, en fin, que en el Nuevo Mundo se reprodujera el viejo con todos sus desvaríos
e injusticias. Siempre le llamaba mi caballero de la triste figura, luchando contra molinos de
viento convertidos en gigantes. Cuando le perdí en las islas, tuve la sensación de que mi mundo se
terminaba también, intenté gobernar la expedición y salvar a los pocos que quedábamos de aquella
aventura infantil y lo único que conseguí fue odio. Ahora que se me juzgaba por intentar mantener
a salvo los restos de un naufragio, quería renunciar a todo y convertirme en la esposa de
Fernando, pero sabía que, si perdía esa batalla, en el fondo perdería mi alma.
Las sesiones posteriores del juicio fueron una sarta de mentiras, exageraciones y desprecios.
Nuestro abogado intentó doblegar el ánimo del juez, el de los vecinos que, poco a poco, perdieron
el interés y que la justicia fallara a nuestro favor, pero aquella parecía una hazaña imposible.
La vida pretende sorprenderte y, cuando piensas que es imposible, logra hacerlo de nuevo.
—Llamo a declarar a Tomás Escobar, aprendiz de piloto de la nao San Jerónimo.
Todos nos miramos sorprendidos, hasta el día anterior Tomás se había mostrado como un
amigo cercano, era cierto que le notaba algo serio conmigo, pero nunca pensé que fuera capaz de
traicionarnos.
—Don Tomás Escobar, juráis decir la verdad ante este tribunal y ante Dios.
—Lo juro —dijo nuestro viejo amigo con una naturalidad que nos dejó sin palabras. Ni
siquiera se molestaba en apartarnos la mirada.
—¿Conocéis a la acusada, doña Isabel Barreto? —preguntó mientras me señalaba.
—Sí, ha sido mi señora y la he servido fielmente.
—¿Cómo la describiríais?
—Fría, calculadora, despiadada y promiscua. Intentó seducirme dos veces, una de ellas
estando aún casada.
—¡Mentís! —grité, sin poder soportar tanta infamia.
—Conteneos, señora —pidió el gobernador que parecía disfrutar con aquellos comentarios
que yo sentía como latigazos.
—Explicaos, caballero.
—Doña Isabel intentó seducirme una noche en cubierta, estando su marido vivo, mientras nos
dirigíamos a las islas. Al poco de morir su esposo, volvió a intentarlo, pero no me dejé atar por
las cuerdas y las artimañas de una ramera.
Sus palabras se hincaban como puñales en mi corazón. Cerré los ojos, como si al hacerlo todo
aquel teatro desapareciera para siempre.
—¿Es cierto que doña Isabel tenía bajo llave la comida y el agua?
—Sí, ella era la que lo repartía, aunque nos tenía a todos sedientos, mientras usaba el agua
potable para lavar sus ropas o darse baños.
—La calificaríais, pues, como una mala gobernadora.
—Nefasta, estuvo a punto de llevarnos a todos a la ruina. De las cuatro naos que partimos del
Callao en Perú, únicamente llegó a este puerto una y por la pericia del piloto mayor.
El abogado se retiró satisfecho y el nuestro se puso en pie. Era consciente de que nuestro
mezquino amigo conocía la estrategia de la defensa.
—Don Tomás Escobar, sois aprendiz…
—Sí, quiero dedicarme a ser piloto.
—¿Es cierto que doña Isabel y su esposo don Álvaro os aceptaron en la misión a pesar de no
tener experiencia ni aportar dinero alguno?
—Lo es, sin duda.
—¿Es cierto que tras la muerte de don Álvaro su esposa os ayudó, protegió e incluso os
incluyó en su círculo íntimo?
El joven dudó por unos instantes, pero al encontrarse bajo juramento respondió
afirmativamente.
—¿Habéis comido hasta ayer en su casa, os habéis sentado en su mesa?
El hombre afirmó con la cabeza.
—¿Pensáis que podemos creer a un hombre tan ladino? Ayer estabais halagando a mi defendida
y hoy la acusáis de adúltera, déspota y cruel. Lo que os sucede a vos es que estáis celoso de don
Fernando de Castro, protector de doña Isabel.
Tomás se puso rojo al escuchar aquellas palabras, pero no se atrevió a negar nada.
—Un plebeyo como vos ambicionaba a una mujer que por su cuna y su inteligencia jamás se
entregaría a un aprendiz. Vuestro testimonio no tiene valor, al menos no más que el de Judas.
Cuando se retiró Juan Triviño y se sentó a nuestro lado, sabíamos que el testigo ya no tenía
ningún valor.
El abogado de Quirós parecía tan contrariado que el gobernador estuvo a punto de retrasar la
sesión.
—Llamo a declarar de nuevo a Pedro Fernández de Quirós.
Todos nos extrañamos de que el piloto saliera de nuevo al estrado. En las últimas sesiones
parecía que habíamos recuperado algo de ventaja, pero Quirós parecía demasiado astuto para
dejar escapar su premio.
—¿Por qué pensáis que doña Isabel Barreto no tiene derecho al título de gobernadora de las
islas Salomón?
—Protesto, excelentísimo señor. No estamos aquí para revocar el título de gobernadora, ya que
eso únicamente le corresponde a su majestad el rey que le otorgó a don Álvaro de Mendaña dicho
título.
—Dejad que don Pedro se explique —contestó el gobernador.
—Las islas Salomón fueron descubiertas por don Álvaro de Mendaña, que llegó a ellas por el
buen oficio de don Hernán Gallego, que fue su piloto mayor en su primer viaje. Nosotros no
hemos estado en ellas, don Álvaro por tanto no pudo declararlas para sí ni doña Isabel recibirlas
en herencia.
—Explicaos, por favor —le pidió el letrado.
—Las islas que descubrimos y donde hicimos una pequeña villa no eran las islas Salomón.
Don Álvaro me dio unos parámetros tan errados que lo que sucedió es que descubrimos nuevas
tierras, en concreto las islas Marquesas de Mendoza y la de Santa Cruz. Por tanto, doña Isabel no
es gobernadora de nada ni almiranta.
Se escuchó un gran murmullo en la sala.
—Hay razones para creer que no estuvimos en las islas Salomón, la primera de ellas es que no
coincidía con la longitud que el adelantado me había dado. Debido a lo accidentado de nuestro
viaje, él quiso hacernos creer que habíamos llegado, aunque no era cierto. Las islas Salomón están
más al poniente de donde llegamos. Don Álvaro falseó los cálculos para que nadie pudiera llegar
a ellas, incluyéndome a mí. Por tanto, deben negarse a doña Isabel sus derechos sobre las
Salomón.
Todos nos quedamos tan sorprendidos sobre aquel atropello, que el propio gobernador
suspendió la sesión y pidió que se estudiara esta nueva disposición, ya que al ser invalidado mi
título, se convertía en algo más que en mero incumplimiento de un contrato entre dos partes.
Nos reunimos después de la audiencia en nuestra casa. Estábamos desanimados, mis hermanos
querían abandonar el pleito y regresar al Perú, Mariana estaba a punto de dar a luz, por lo que
aquella tensión le estaba afectando demasiado.
—¿Qué me aconsejáis? —pregunté al abogado.
—Si es cierto que aquellas no eran las islas Salomón, no podéis reclamarlas, tendríais que ir a
España y pedir a su majestad el rey que os proclamara gobernadora de las islas Marquesas, cosa
que no hará porque sois mujer.
—Pero, mi derecho, mi herencia…
—No podéis heredar lo que no existe o no habéis podido conquistar. Quirós nos ha ganado la
partida.
Golpeé la mesa con rabia, toda aquella infamia me dejaba sin palabras. Pasamos la tarde
discutiendo la estrategia a seguir, pero teníamos poco que hacer si el gobernador aceptaba las
tesis del piloto mayor. Nosotros conservábamos el diario de a bordo y era la única prueba que
podía demostrar que los cálculos eran correctos y habíamos llegado a las Salomón.
Fui a mis aposentos para buscarlo, pero el librito había desaparecido. Regresé furiosa al
salón.
—¿Qué os sucede?
—Ese rufián de Tomás, además de traicionarnos, se ha llevado el cuaderno de bitácora.
—Iré a su casa y le pediré cuentas —dijo Diego fuera de sí.
—No, dejadlo —contestó Fernando—, yo sé cómo hacerme con él. Dejadme a mí.
Comimos con pocas ganas, la sesión del juicio había conseguido que todos perdiésemos el
apetito.
Era casi de noche, cuando Mariana comenzó con dolores de parto. Mandamos llamar a la
comadrona, mi pobre hermana estaba bañada en sudor y tenía unos dolores terribles. Cuando llegó
la partera, ya asomaba la cabeza del niño.
—Traigan agua caliente, unos paños y abran las ventanas, aquí hace mucho calor. Tranquila
niña, en dos empujones está fuera.
Mientras los hombres salían de la estancia, una criada y yo ayudamos a la mujer.
—Parece que todo está bien, tranquilícese —me dijo al verme tan nerviosa.
Mariana empujaba cuando la partera le indicaba y el niño iba saliendo, cuando la mujer tiró de
la cabeza vio que tenía el cordón enredado en el cuello.
—¡Dios mío, por Cristo redentor!
A medida que salía más la cabeza, el cuello del pobre bebé se cerraba más. Mariana
preguntaba a gritos qué sucedía.
—Tranquila, todo saldrá bien por la Virgen Santísima.
La partera levantó la mirada preocupada, logró sacar al bebe, pero tenía el rostro amoratado y
no lloraba. Intentó moverle los brazos, le abrió la boca, pero su corazón se fue apagando poco a
poco.
—Era una preciosa niña —dijo por fin.
—¿Era? ¿Qué ha sucedido? —preguntó mi pobre hermana cubierta de sudor y sangre.
—Se ha marchado al limbo, que Dios la acoja en su seno —le contesté mientras la abrazaba.
—¡Dadme a mi hija!
—Está… —comenzó a decir la partera.
—Dormida, lo siento, nació muerta.
Al escuchar mis palabras, no pude evitar echarme a temblar. Lloramos juntas, habíamos
soñado las dos con aquel momento, con traer una vida al mundo, aunque este fuera a veces tan
cruel y traicionero. Mi pobre hermana había perdido todo lo que tenía, me prometí a mi misma,
que no nos robarían también nuestro derecho.
29. El nuevo gobernador
La desesperación es la peor enemiga de la verdad, nos embarga y no nos permite ver con claridad
las cosas. Tenía el corazón destrozado y únicamente podía pensar en cómo estaría mi pobre
hermana. No podía hacer nada por mi pequeña sobrina, tampoco logré salvar a Álvaro ni a
Lorenzo o encontrar a Lope. Me tumbé en mi lechó y comencé a llorar desconsolada, deseaba
regresar a casa y, sobre todo, a la infancia, cuando las preocupaciones eran sombras lejanas y la
vida era simplemente un juego. Ganar o perder, ambición o futilidad. Hasta se me pasó por la
cabeza entrar en las hermanas carmelitas, ya que siempre había admirado el arrojo de Teresa de
Jesús.
Durante los dos días que duró nuestro luto Fernando quiso verme, pero no tenía fuerzas. Me
había rendido. Qué sencillo es dejarte llevar por las aguas ponzoñosas de la desesperación y la
autocompasión. Por primera vez en mucho tiempo me vi una mujer desvalida, arruinada y en una
tierra extraña. Mis hermanos no andaban mucho mejor, ambos buscaban la forma de regresar a
Perú. ¿Cómo podía reprochárselo? Yo les había involucrado en un viaje nefasto y ahora debía
remediar el daño.
Me levanté al tercer día, como Lázaro, salí de mi tumba con la determinación de pagar a
Quirós lo que me reclamaba. Vender el galeón y lo poco que aún teníamos. Ya no me importaban
las islas Salomón. Como la reina de Saba había visto en el juicio del sabio Salomón prefería
perder al niño que partirlo en dos y repartirlo. Mis hermanos podrían comenzar de nuevo en Perú,
allí nos quedaban algunas haciendas y una encomienda en Chile.
Felipe me seguía dos pasos por detrás, antes de entrar en la casa del gobernador me di la
vuelta.
—Querido amigo, me has servido fielmente, no eres mi esclavo y eres libre. Ante notario
firmaré tu emancipación.
El hombre me miró extrañado.
—¿He hecho algo mal?
—No, por Dios, todo lo contrario, habéis sido leal y todo un caballero.
—Entonces, libéreme si quiere, pero deje que siga sirviéndola.
Nos paramos al lado de la fachada, el sol parecía brillar con fuerza en aquel día tan gris para
mi alma.
—No puedo pagarte, estamos arruinados y, cuando salga de aquí, lo estaremos aún más.
—No me importa el oro. Lo que he aprendido a su lado es que el mayor de los tesoros se
encuentra en un corazón noble.
—No hay nobleza en mí —comenté mientras agachaba la cabeza, como si el cuerpo me pesara.
—Casi os han convencido. Llegamos a buen puerto por vos, si no hubierais racionado la
comida y la bebida, estaríamos todos muertos. Lograsteis controlar las revueltas y mantener la
disciplina.
Sus palabras me animaron un poco, aunque estaba determinada a acabar con todo. Me iría de
Manila, ingresaría en un convento y dedicaría el resto de mi vida a Dios y a los pobres. Era lo que
una viuda debía hacer.
Entré en el palacio y pedí audiencia con el gobernador. El secretario parecía más hosco que de
costumbre, pero unos minutos más tarde me encontraba enfrente del joven y arrogante gobernador
de Filipinas.
—Doña Isabel Barreto, qué visita más oportuna.
Su tono parecía displicente, pero no me amedrentaba nada.
—Vengo a…
—Antes de que vos me maree con sus peticiones y quejas, debo anunciarle que mañana llegará
a Manila el nuevo gobernador don Francisco Tello, un burócrata que trabajó muchos años en la
casa de contratación de Sevilla.
Aquella nueva me dejó sin palabras, el milagro se había producido, ahora que un nuevo
gobernador juzgaba nuestra causa, un hombre de letras, no podíamos perder.
Muchas veces me he preguntado si hice bien, tal vez si hubiera desistido en mi ambición, si
hubiera respondido al llamado de la fe me habría ahorrado muchos sufrimientos. Lo cierto es que
no me arrepiento, pues la vida sin la honra no vale nada.
Al día siguiente llegó a la ciudad el nuevo gobernador, pero como era hombre de letras y
austero, prohibió que se hiciera ningún gasto para celebrar su nombramiento. Fuimos a recibirlo al
puerto, desde allí lo seguimos hasta la plaza mayor, donde tres indios comenzaron a hacer
peripecias con varios elefantes, que algunos de los reyezuelos de Asia habían enviado para honrar
al nuevo representante del rey.
Fuimos invitados a la comida de celebración. El antiguo gobernador parecía ausente y todos
mis enemigos decaídos.
—Vos sois Isabel Barreto.
Me sorprendió que el nuevo gobernador me conociese.
—Sí, excelentísimo señor.
—No me acostumbro al protocolo, llamadme Francisco. Escuché de vuestro viaje a las islas
Salomón, pero ¿dónde se encuentra vuestro esposo?
Le narré brevemente todas nuestras desdichas, él se mesaba las barbas grises y apenas probó
bocado, era enjuto y poco dado a los placeres de la vida.
—Lo lamento por vos, mi primera orden será daros una paga real mientras estéis en Manila y a
todos los marineros supervivientes. De esa manera, al menos, podré resarciros.
Mis hermanos que estaban en la cena apenas pudieron medir su entusiasmo y brindaron por el
gobernador.
Fernando se acercó a mí después de la cena. Llevábamos días sin vernos, nos alejamos hacia
los jardines y allí me tomó la mano.
—Siento por lo que habéis pasado, con gusto hubiera sufrido en vuestro lugar. En los últimos
años, solo habéis visto desgracias, pero ahora, que lleváis aquí varios meses, os ruego que…
Fernando se puso de rodillas.
—Pido vuestra mano, doña Isabel de Barreto.
30. Amante
El juicio tuvo una última sesión. El nuevo gobernador convocó a las diferentes partes con nuestros
abogados y dictó su sentencia. Acudimos a la sala esperanzados, parecía que don Francisco Tello
era un hombre justo. Entramos en la sala vacía, los habitantes de la ciudad habían perdido el
interés por nuestro caso. Al poco llegó Quirós y los suyos. Cuando entró el gobernador nos
pusimos todos en pie.
—Por favor, siéntense.
Don Francisco iba cargado de legajos y libros, los dejó sobre la mesa y surgió una gran nube
de polvo. Para nuestra sorpresa no se quedó sentado, se acercó hasta nosotros y mientras hablaba
comenzó a andar.
—Estimados vecinos de Manila, letrados y las dos partes litigantes. He leído el informe, las
notas de los secretarios, las declaraciones y he estudiado a fondo el caso. El demandante, don
Pedro Fernández de Quirós y los tripulantes de la San Jerónimo exigían a doña Isabel Barreto el
importe de sus pagas, además de unos dineros para resarcir de sus sacrificios y desvelos. La
señora doña Isabel Barreto, como almirante y gobernadora de las Islas Salomón tendría que pagar
dicho importe a los demandantes. Debido a las pérdidas de casi todas sus naos, personas y bienes,
nos, representando a su majestad el rey Felipe II, cubriremos dichos gastos.
Saltamos de alegría y miré a Quirós que lanzaba humo como un dragón herido.
—Por otro lado, dado que don Pedro Fernández de Quirós cuestionó el derecho de doña Isabel
Barreto al título de gobernadora de las Islas Salomón al aducir que estas tierras en las que han
estado no eran las mismas y, por tanto, no se ha hecho la posesión debida de las mismas, paso
dicho pleito a la audiencia del virrey del Perú, donde doña Isabel reside, así como toda su
familia.
No me satisfizo la resolución segunda, ya que no creía que el gobernador debiera entrar en
aquellos asuntos, pero aquello nos emplazaba a viajar de inmediato a Perú, para seguir con la
defensa de nuestros derechos. Pensé por un momento si de aquella manera no se libraría el nuevo
gobernador de un pleito incómodo que tenía alzada a la ciudad.
Tras el juicio el piloto mayor se acercó hasta nosotros e inclinó la cabeza.
—La guerra no se gana hasta la última batalla.
—Ni se pierde, don Pedro —le contesté muy ufana.
—Me quedaré con vuestro derecho y al menos me resarciré de un viaje tan desastroso.
—Fuiste vos el que nos perdisteis tres veces, sois tan mal piloto como persona —le dijo
Mariana, que se había recuperado algo más de su melancolía.
Quirós se marchó con sus secuaces, pero Tomás Escobar se quedó rezagado.
—¿Puedo hablar con vos?
Me lo pensé un momento. Después nos alejamos del resto del grupo.
—Os quiero pedir perdón, testifiqué contra vos por una sola cosa: por los celos de veros al
lado de don Fernando. Hice mal y me disculpo, os deseo un feliz matrimonio y que Dios os
bendiga en todo lo que emprendáis.
Me enternecieron sus palabras, prefiero un corazón arrepentido que es capaz de volverse a
Dios, que la altivez de los ojos y la arrogancia.
—Querido Tomás, todos cometemos errores y más aún por las pasiones de la juventud.
—Fui vil y canalla.
—Olvidadlo, ya no tiene importancia. ¿Qué haréis? Algunos de los marineros regresan al Perú.
Les he ofrecido mi galeón, aunque, tras el primer viaje, mis hermanos me han dicho que no
debería hacerlo, pero los buenos cristianos ponen la otra mejilla.
Le acaricié la mejilla y el joven sonrió levemente.
—Voy a servir a un nuevo capitán, creo que será emocionante recorrer estas costas misteriosas
y conocer nuevos reinos.
—Que Dios prospere vuestro camino y cumpla vuestras ambiciones.
Salimos a la plaza, no sabíamos si celebrar nuestra medio victoria o llorar nuestra derrota.
—Vamos a comer en un mesón donde hacen una comida que se parece a la española —propuso
Diego, contento de que al fin todos nos volviésemos a casa.
Llegamos al mesón Flores a los pocos minutos, el mesonero nos reservó una sala discreta y nos
trajo sus mejores manjares y vino.
—Letrado, gracias por sus servicios.
—No he hecho nada —me contestó—, si no hubiera sido por el nuevo gobernador, habríamos
perdido. La justicia es el arma de los poderosos sobre los humildes.
—Bueno, platiquemos de cosas más amables. Isabel y yo nos casaremos la próxima semana, no
tengo que deciros que estáis todos invitados.
Diego abrazó a Fernando, mientras Mariana me besaba y Luis se acercaba hasta mí.
—¡Qué buena nueva, después de tanta desdicha! Ciertamente, Dios aprieta pero no ahoga.
Nos volvimos a sentar y nos pusimos a dar buena cuenta de las viandas.
—Ahora lo más difícil será conseguir las provisiones para el nuevo viaje a Perú.
Todos me miraron sorprendidos de que no pudiera disfrutar ni de un minuto de quietud, mi
alma parecía siempre inquieta.
—Tengo muchos amigos en Manila, apenas he podido ahorrar en estos años, pero hay un
hombre, Marcelo de Segovia, que nos ayudará. Mañana mismo iremos a verlo.
Acabamos la celebración y Fernando me pidió que saliéramos a pasear. En los últimos meses
habíamos superado muchas pruebas juntos. Me parecía sorprendente haber encontrado a alguien
como él, justo al otro lado del mundo.
Nos paramos de nuevo frente al mar, me estremecí al verlo tan embravecido. Sabía que en
pocas semanas tendría que enfrentarme de nuevo a él.
—No le temas, puede olfatear tu miedo.
—No es temor, es reverencia, respeto. Somos unos incautos al desafiar su poderío. Dios nos
otorgó ese poder, dominar los elementos para su gloria.
—¿Estáis seguro? A veces pienso que es todo lo contrario, querido. El Todopoderoso nos
castiga por nuestra arrogancia, somos simples mortales, pero en ocasiones nos creemos
inmutables.
—Memento mori, recuerda que morirás.
—¿Qué decís?
—Es una frase latina que recordaba a los generales que desfilaban victoriosos por las calles
de Roma que, a pesar de la gloria, todos tenemos que morir.
Había tal dulzura en sus ojos, parecía mucho más maduro de lo que indicaban sus rasgos
angelicales.
—La muerte parece siempre tan lejana, vivimos con la idea de que somos inmortales.
—Nuestra alma lo es, querida Isabel.
—La juventud y la lozanía nos impide ver lo que se oculta detrás del velo. Cuando murieron
mis padres me quedé destrozada, la orfandad es el peor sentimiento del mundo. La sensación que
ya no hay un hogar que te protege, un lugar donde volver. De alguna manera, todo lo que producía
seguridad se desmorona.
—Ahora nos tenemos el uno al otro.
—Eso que somos como dos desconocidos, querido Fernando.
Frunció el ceño, como si le hubiesen molestado mis palabras.
—Preguntad, ¿qué queréis conocer de mí?
—¿Tenéis hermanos, viven vuestros padres, habéis amado alguna vez?
El rostro de Fernando se ensombreció, como si el dolor fluyera de repente de su corazón.
—Mi madre murió el día de mi nacimiento, mi padre jamás me lo perdonó. Me alejó de él,
unas tías me criaron y me ingresaron, cuando apenas era un niño, en un convento; mi tío me ofreció
que le acompañara hasta aquí y le seguí sin pensarlo. Ya veis que no he tenido una vida
apasionada, la soledad y la tristeza han sido siempre mis compañeras de viaje.
Le amé más desde aquel día, en el fondo yo me sentía también un alma solitaria. Rodeada de
hermanos y hermanas, siempre disfrutando en fiestas y con una sonrisa en los labios, pero en el
fondo también sola. El único que me aligeró aquella sensación de desdicha fue Álvaro, pero al
perderlo me dejó aún más desolada.
Nos abrazamos, el cielo se ponía cada vez más negro, como si estuviera de luto.
—Será mejor que nos marchemos de aquí.
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Se aproxima un tifón.
Nunca había visto ninguno, pero por su inquietud tuve la sensación de que no tardaría en
descubrir de lo que era capaz el viento y la lluvia, cuando Dios los desataba sobre una isla.
31. Las trompetas
Las campanas de la ciudad retumbaron por todo Manila. La gente estaba apercibida y se preparó
para la inminente tormenta. Los vecinos cubrieron con postigos las ventanas, atrancaron bien las
puertas y colocaron una línea de sacos por si las calles se desbordaban. Escondieron los animales
y se refugiaron en sus casas a la espera de que el temporal pasara. Nosotros seguimos las
instrucciones de Fernando, ya que jamás habíamos visto nada parecido. Habíamos escuchado que
en México y en La Española a veces se producían aquel tipo de tormentas, pero nunca habíamos
vivido una.
—Espero que el galeón no sufra muchos desperfectos —comenté a mi futuro esposo.
—Si los marineros han plegado las velas y está bien sujeto al puerto, no sufrirá muchos daños,
afortunadamente la ensenada es muy tranquila y no deja pasar olas muy altas.
Aquel galeón era nuestra única opción para regresar a casa. Había pocos transportes entre
Manila y el Nuevo Mundo, eran además muy caros y podían pasar meses antes de lograr un pasaje.
Aseguramos bien las ventanas, Mariana estaba un poco asustada, rezaba el rosario en una
esquina de la habitación.
—No tengas miedo.
—¿Que no tenga miedo? La muerte lleva meses rondándonos. ¿Qué más puede suceder? Parece
que alguien nos ha echado mal de ojo.
Entendía a mi hermana, todos queríamos escapar de aquel infierno, pero lo único que
podíamos hacer era aferrarnos a la esperanza.
Lo primero que sentimos fue un fuerte viento que golpeaba con furia las paredes, postigos y
puertas. A pesar de que nuestra casa era de piedra, notábamos cómo las paredes temblaban, el
techo crujía y los trastos movidos por el viento impactaban contra la madera de la puerta. Al poco
tiempo se unió al viento una lluvia tan intensa como jamás habíamos escuchado. El sonido era
ensordecedor, creíamos que se trataba del fin del mundo. Todos estábamos en el salón, menos
Mariana que se encontraba en la cama, tapada con las mantas, como si eso pudiera protegerla.
—¿Cuánto tiempo durará este infierno? —le pregunté a Fernando, que ya había pasado antes
por situaciones similares.
—Normalmente pocas horas, aunque a veces puede durar un par de días.
—No aguantaremos tanto.
—Tranquila —dijo mientras me abrazaba—, tenemos agua y comida, mientras estemos en la
casa no nos sucederá nada.
Felipe se acercó a la puerta, parecía que se colaba algo de agua y colocó unas mantas para
impedirlo.
Un fuerte estruendo sonó en la planta de arriba, corrimos por las escaleras para comprobar qué
sucedía. Abrimos una a una todas las estancias, no vimos nada extraño, pero un nuevo crujido nos
asustó.
—¡Ha sonado en el aposento de Mariana! —grité angustiada.
Abrimos la puerta y vimos que el tifón había arrancado de cuajo todo el tejado. Mi hermana se
aferraba a la cama, el viento la levantaba, su camisón se encontraba empapado y el miedo le
impedía gritar.
Al abrir la puerta, Diego casi salió volando, Fernando le atrapó de la camisa y le metió de
nuevo en el pasillo. Después tomó una cuerda y se la ató a la cintura.
—No la soltéis —nos dijo mientras nos daba el otro extremo. Después se introdujo en el
aposento y comenzó a agarrarse a las paredes. Todos los muebles, entre ellos un arcón muy
pesado, se los había llevado el viento.
Desde mi posición podía observar el rostro aterrorizado de mi pobre hermana. Fernando la
agarró de la cintura, pero ella no quería soltarse de la cama.
—¡Soltaos, por Dios! —le pidió mi prometido.
Mariana al final dejó el dosel, pero un golpe de viento los lanzó hacia el borde de la estancia y
después los elevó.
Tiramos con todas nuestras fuerzas, pero el poderío del tifón era tan fuerte que nos arrastraba a
todos con él. Fernando logró agarrarse a la pared y descender. Después se tumbó en el suelo y sin
soltar a Mariana comenzó a arrastrarse. Cuando llegó hasta nosotros se aferró al quicio de la
puerta.
Logramos que entraran en el pasillo y cerramos la puerta. Mariana sangraba por la frente y los
brazos. Fernando estaba herido en el costado, pero al menos se encontraban a salvo.
Los llevamos al salón y les curamos sus heridas, colocamos mantas en el suelo para que
entraran en calor. Después mandé a una criada que preparase un caldo caliente, todos
necesitábamos recuperarnos de aquel tremendo susto.
Una hora más tarde, los dos comenzaron a sentirse de mejor ánimo. Tomaron algo de sopa y
nos sentamos ante el fuego de la chimenea. El viento y la lluvia habían amainado un poco, aunque
aún el peligro no había pasado del todo.
Escuchamos que alguien golpeaba la puerta, pero no nos atrevimos a abrir al principio, hasta
que reconocimos la voz de Tomás Escobar.
—¡Abran por favor, es algo muy urgente!
—Abrid —le dije presto a los criados. El viento casi estampó a Felipe, que con toda su fuerza
no podía detener la hoja de madera, entró el muchacho y cerramos de nuevo.
—¿Cómo habéis salido a la calle en un momento como este? —le pregunté. El pobre estaba
calado hasta los huesos, tenía algunos rasguños y temblaba de frío.
—La nao está en peligro, nos han avisado del puerto que los cabos de amarre están a punto de
partirse, las olas son muy fuertes.
—Tenemos que ir —le imploré a Fernando.
—No es seguro, mejor recemos para que la tormenta amaine.
—En ese barco está todo lo que tengo —le dije angustiada.
—Es una locura, Isabel.
Me puse una mantilla sobre los hombros y me dirigí a la puerta.
—Iremos nosotros —dijo Diego.
—No, iremos todos menos Mariana.
Mi hermana aún estaba medio aturdida en una silla.
Salimos los cinco a la intemperie, las gotas de lluvia eran tan frías y gordas que nos golpeaban
en el cuerpo, el viento nos arrastraba, por lo que fuimos pegados a las paredes. Por el centro de la
calle corría un torrente de agua que llegaba por encima de la rodilla. En él flotaban animales
pequeños, ramas y restos de las techumbres de las casas. Logramos acercarnos al puerto con
mucha dificultad. Al alzar la vista, contemplamos con estupor cómo unas olas gigantes
zarandeaban nuestra nao. Algunos marineros sujetaban unas sogas, pero no eran capaces de
atarlas.
Nos acercamos y comenzamos a tirar de las cuerdas, las olas sobrepasaban la nao y caían
sobre nosotros, derrumbándonos. Una se llevó a un marinero hasta el agua y después lo aplastó
contra el casco del barco.
—¡Dios bendito! —grité espantada. Íbamos a perder el barco y la vida aquel día funesto.
Logramos amarrar las sogas, las olas no cesaban, pero no podíamos hacer más. Logramos
entrar en una casa de un vigilante del puerto temblando de frío y con las ropas caladas. Un
soldado nos ofreció vino caliente y nos pegamos a la chimenea, mientras rezábamos para que Dios
no terminara con nuestras únicas esperanzas.
32. Pobreza o riqueza
La desolación que siguió al tifón fue tan grande que necesitamos un par de semanas para
recomponer todo lo que teníamos. La casa donde habitábamos quedó tan dañada que tuvimos que
trasladarnos a la de Fernando. No era muy grande, pero lo suficiente como para que mi hermana y
yo durmiéramos en una habitación, mis hermanos en otra y mi prometido en la que quedaba.
Nuestro objetivo era que en menos de un mes lográramos reparar los desperfectos del barco,
reunir los alimentos necesarios y contraer matrimonio antes de emprender el viaje de vuelta a
Perú.
Diego y Luis se encargaron de supervisar las reparaciones del galeón, los marineros y algunas
de las personas que deseaban regresar con nosotros al Nuevo Mundo se comprometieron a echar
una mano. Cada mañana me pasaba para comprobar los trabajos.
—Va bien la obra —comenté a Luis. Diego se encontraba en la popa, con un grupo de
carpinteros arreglando las maderas partidas y barnizando las nuevas.
—A este ritmo podremos partir en la fecha prevista —contestó orgulloso.
Subí a cubierta, aquella nao me traía a la memoria buenos y malos momentos: la ilusión de
Álvaro y el resto de la tripulación cuando emprendimos el viaje, la alegría de descubrir nuevas
tierras y la satisfacción del deber cumplido; pero también me recodaba los momentos más duros
de la travesía, el hambre, las rebeliones y la pérdida de mis seres queridos. Mariana debía sentir
lo mismo, porque nunca quería ir al puerto para ver la nao.
—¿Puedo subir a bordo? —preguntó una voz a nuestras espaldas. Se trataba de Tomás.
—Podéis subir —le contesté. Siempre parecía tan arrepentido y avergonzado, que me causaba
mucha tristeza.
—Veo que las reparaciones avanzan, la nave del capitán que me contrató quedó destrozada por
el tifón. Me preguntaba si vos me aceptaríais a bordo.
No soy una persona que caiga dos veces en el mismo error, pero su petición me pareció
sincera.
—Bueno, podrás ser ayudante de piloto, con algo más de paga que en el primer viaje.
Tomás dejó un pequeño saco, se remangó la camisa y se puso manos a la obra. Recorrí la
cubierta, aún olía a muerte, los cuerpos de los enfermos lo habían impregnado todo.
—Frotad bien en aquel lugar, tenemos que terminar con ese pestilente olor.
Después de dejar la nao me dirigí al centro de Manila, Fernando me tenía que presentar al
hombre que nos iba a presta el dinero para conseguir todo lo necesario para el viaje. Felipe me
acompañó en el carruaje y me ayudó a bajar. El suelo estaba enfangado por las últimas lluvias y
aún se veían restos del tifón por todas partes. Cuando llegamos, mi prometido ya nos esperaba,
—¿Lleváis mucho tiempo esperando?
—No, he estado toda la mañana con el gobernador. Su antecesor dejó las arcas del estado
mermadas.
—Nunca me pareció trigo limpio.
Llamamos a la puerta, una sencilla y rústica tabla labrada, sin adornos ni oropeles. El edificio
parecía modesto, a pesar de estar construido en piedra. Nos abrió una ama de pequeña estatura,
piel muy blanca y ojos azules.
—Soy don Fernando de Castro, vuestro señor nos espera.
La mujer nos condujo por un pasillo oscuro de paredes desnudas, después abrió una puerta
reforzada, cruzamos un patio, entramos por otra puerta de hierro y llegamos a una sala amplia, con
todo tipo de cachivaches de oro, plata, alfombras persas y muebles de ébano. Sentado frente a una
mesa baja había un hombre delgado, con barba larga y pelo cano.
—Don Fernando, me alegro mucho de volverle a ver.
El hombre pareció solícito, casi rastrero.
—Perdonad que no comparta lo mismo, siempre que alguien acude a una persona como vos, en
el fondo es como ir al sacamuelas.
El prestamista sonrió y pude ver algunos dientes de oro.
—Señora, imagino que es la legendaria doña Isabel Barreto, que logró llegar desde las Islas
Salomón, la famosa reina de Saba.
El hombre me besó la mano y nos acomodamos en unas sillas preciosas, con unos cojines de
terciopelo.
—Perdonad el desorden, pero el tifón nos ha producido un aluvión de clientes.
Su comentario me llenó de estupor, aquel prestamista vivía de la miseria humana.
—Pues este es Marcelo de Segovia, nacisteis en…
—Lisboa. Mi familia era de origen español, pero tuvimos que irnos a Portugal. Cuando España
unió ambos reinos, decidimos trasladarnos a las Filipinas, mi raza no es muy amada en Europa,
aquí pasamos desapercibidos, en Manila se practican muchas religiones y hay diferentes etnias.
—¿Sois judío?
—Mis padres lo eran, yo soy católico.
Fernando me puso una mano en la pierna.
—Hemos venido aquí a hablar de negocios, necesitamos mercancías para el galeón de doña
Isabel, además de avituallamiento y el coste de la reparación.
—Necesito transportar a México seda y especias, eso cubriría el coste de las reparaciones y
os dejaría suficiente oro para pagar a la tripulación.
Mi prometido frunció el ceño.
—¿Qué sacamos nosotros a cambio?
—Bueno, no se arruinan y logran regresar a su tierra, creo que es un buen trato.
Estaba a punto de decir que me parecía muy bien cuando Fernando se puso en pie y el hombre
se asustó.
—También podemos denunciaros al inquisidor por usura y ser judío. Aquí las autoridades no
son muy estrictas, como habéis dicho, pero actuarán ante una denuncia.
—Soy un buen cristiano.
—No me hagáis perder la paciencia. Queremos que costeéis el viaje y nos quedaremos la
mitad de beneficio de los productos que llevemos a México.
—Sois un comerciante duro y que sabe regatear, pero os pido algo a cambio.
Nos miramos los dos, no esperábamos que cediera tan rápidamente.
—Vos diréis —le dijo mi amado, esperando sus condiciones.
—Mi hija Sara está comprometida con el hijo de mi primo, Samuel Zapatero. Si la lleváis con
bien a México, podremos llegar a un acuerdo, confío en vos, no la dejaría en manos de ningún otro
hombre y yo no puedo abandonar Manila.
—Así será.
En cuanto nos marchamos de la casa de Marcelo de Segovia comenzamos a dar saltos de
alegría, teníamos dinero y recursos para regresar a casa y sacar un pequeño beneficio para los
pleitos que debíamos defender en Lima.
—Tenemos que celebrar esto —dijo Fernando y nos fuimos a comer a un mesón situado en la
plaza mayor. Estábamos sentados en una de las mesas cuando vimos que Quirós y Belmonte se
acercaban a nosotros.
—Buenas tardes nos dé Dios —dijo el piloto. Su compañero se quitó el sombrero.
—Ya notaba que olía mal —comenté a Fernando.
—No seáis rencorosa, al final todos salimos ganando.
—Eso es lo que piensa vos. Intentáis robarme mis derechos sobre las islas Salomón.
Quirós se mesó el bigote antes de contestar.
—No se puede reclamar una tierra que no se posee. ¿No creéis?
—Será mejor que vuesas mercedes dejen de importunarnos, mi espada está ansiosa por salir
de la vaina.
—Tranquilo, general —comentó Belmonte.
—Queríamos pediros ir con vos a Perú, se lo ha permitido a la mayoría de la tripulación.
—Únicamente a los que no han sido traidores y ladinos como vuesas mercedes —le contesté
muy airada.
—Os pagaremos el pasaje, no queremos ser polizones.
—Ni con todo el oro del mundo.
Los dos hombres se fueron refunfuñando, teníamos que llegar antes que ellos a Lima, si
lográbamos que el virrey confirmara mi derecho, ellos ya no podrían hacer nada para impedirlo.
33. El secreto
Nunca pensé que sería más feliz que el día de mi primera boda. La catedral de Lima estaba repleta
de flores blancas, mis hermanas vestían elegantes trajes de seda y mi tío me llevó ante el altar.
Estaba enamorada de mi esposo, no nos conocíamos demasiado, ya que durante todos nuestros
encuentros siempre había una mujer de la familia presente, pero nos sobraban las palabras y las
caricias, las miradas eran suficientes para decírnoslo todo. Las primeras semanas de matrimonio
fueron difíciles, echaba de menos a mis hermanas, que eran mis confidentes y con las que pasaba
el día con alegres risas. No tenía ninguna obligación, disfrutaba de la lectura, la costura y la
música. Nadie me había enseñado a gobernar una casa. Álvaro siempre fue comprensivo y
cariñoso, pero echaba de menos a los míos, cada noche, mientras él dormía, cubría de lágrimas mi
lecho. Entonces comenzamos a salir a dar largos paseos a caballo. Hablamos de sus sueños, de su
deseo de volver a las islas Salomón, de cómo deseaba un descendiente, de cómo sería nuestra
vida en aquel lugar de ensueño que había recreado mil veces en su mente. Empezamos siendo
esposos, después amigo y terminamos siendo amantes. Él me descubrió la pasión escondida en mi
cuerpo aún inocente. Después disfruté con él muchas veces, explorando cada rincón de mi cuerpo
y sintiendo cosas que no podría contar a nadie.
Fernando era muy distinto, por eso nuestro enlace también debía serlo. Ya no era la niña
inocente que se casaba con un hombre mayor que ella. Era una mujer fuerte, segura y que sabía
perfectamente qué era el amor. El obispo no quiso casarnos en la catedral. Al principio nos
sentimos ofendidos, pero más tarde nos dimos cuenta de que, en el fondo, no era lo que
deseábamos.
Un fraile llamado Marcos, de los hermanos agustinos, nos ofreció la capilla de su convento.
Una mañana de lunes, una docena de personas nos acompañó en la ceremonia. El monje leyó un
texto de las Sagradas Escrituras y nos habló del amor y las bodas de Canaán.
—El primer acto público de Nuestro Señor fue en una boda. Debía ser de un amigo cercano, ya
que estaba invitada también la Virgen, Nuestra Señora. Jesús y sus discípulos se encontraban
disfrutando del banquete, cuando su madre se acercó. El novio se había quedado sin vino y María
le pidió que hiciera algo. No era su hora, todavía no había comenzado su ministerio público,
llevaba treinta años dedicado a su familia, a suplir las necesidades de un hogar donde faltaba el
padre, pero en obediencia a su madre hizo el milagro de convertir el agua en vino. Así es el amor,
dos contrayentes se acercan a la mesa del Señor, son como tinajas de agua, insípidas e incoloras,
se pueden encontrar otros como ellos en todas partes, pero Jesús hace el milagro y se convierten
en el más excelso de los caldos, en el mejor vino del mundo. Ya desde nuestros padres, Adán y
Eva, Dios dijo que el hombre dejaría a su padre y a su madre para unirse a su mujer. Por eso, don
Fernando de Castros, ¿deseáis tomar por esposa a doña Isabel Barreto? ¿Prometéis cuidarla,
protegerla y honrarla, estar junto a ella en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y la riqueza
hasta que la muerte os separe?
—Sí, prometo —dijo con una sonrisa de satisfacción en los labios.
—Doña Isabel, ¿prometéis vos?
—Sí, prometo —contesté, sintiéndome la mujer más feliz del mundo.
—Pues lo que ha unido Dios, que no lo separen los hombres. Ya sois marido y mujer.
Esperamos a salir de la capilla para besarnos, lo celebramos en la casa, la cocinera había
asado dos cerdos en nuestro honor. Tras una comida copiosa, nos retiramos a su aposento.
—Cuánto he ansiado este día.
—Espero no decepcionaros —le contesté algo tímida. El único hombre que me había visto
desnuda había sido Álvaro.
—¿Decepcionarme vos?, sois un ángel caído del cielo.
Fernando se quitó los ropajes y los colocó en una silla, la luz de las velas creaba una
atmósfera más sensual, me quité el vestido nupcial, después me solté el pelo y me quedé
completamente desnuda. Mi cuerpo aún era joven, los pechos generosos de pezones marrones, el
vientre plano y las caderas redondas.
—Dios mío, estoy en el cielo —dijo mi esposo extendiendo los brazos, como si quisiera
atraerme.
Me acerqué y me abrazó por la cintura, pegó su rostro a mi vientre y comenzó a besarme,
llevaba meses sin el contacto íntimo. Aquellas caricias despertaron mis instintos, me sentía más
viva que nunca.
—Veo que sois más que un monje que colgó los hábitos —bromeé.
—Nunca podría cumplir el voto de castidad con vos.
Nos besamos y nos tumbamos en la cama, él comenzó a acariciarme y unos minutos más tarde
estaba sobre mí, ejerciendo toda su fuerza, mientras yo apretaba su espalda, deseando que no
saliera jamás de mí, que permaneciera para siempre en mi interior.
Por la mañana me desperté con una sonrisa, parecía que nada podía estropear nuestra nueva
vida. Escuché golpes abajo, pero no le hice el menor caso, hasta que las voces llegaron hasta
nuestro lecho. Nos cubrimos el cuerpo y fuimos a ver a qué venía todo aquel alboroto.
—Han quemado las velas de la nao —dijo un marinero, que había venido a advertirnos.
—¿Qué decís? —pregunté inquieta.
—Alguien ha aprovechado la noche para prenderlas, logramos apagar el fuego, pero las velas
están perdidas.
—Hijos de satanás, ya sé yo quién ha sido —dije al resto.
—No tenemos pruebas —contestó Mariana.
—¿No tienes sangre en el cuerpo? Ha sido Quirós y sus cómplices. Tomemos las armas y
devolvamos esta afrenta —dijo Diego.
Fernando era el que guardaba más la calma.
—Eso sería tomarse la justicia por nuestra mano, hablemos con el gobernador y que sea él
quien le prenda.
—Esposo, ya has oído que no hay pruebas.
—Le haremos confesar a golpes —dijo Luis.
Nos pusimos precipitadamente nuestras ropas, sabíamos dónde se alojaban, en una casa medio
en ruinas enfrente del puerto. Tomamos las armas y llevamos a algunos marineros. Estaba segura
de que correría la sangre. Cuando llegamos a la casa golpeamos el portalón con fuerza. Nadie nos
abrió. Hasta que un hombre sentado a las puertas de una bodega comenzó a hablarnos.
—¿Buscan al piloto y sus hombres?
—Sí, caballero —contestó Fernando.
—¿No lo saben? Su barco salió esta mañana temprano, llegó un galeón de China y lograron un
pasaje para México, ya deben encontrarse muy lejos de Manila.
Di un puntapié a la puerta con la bota. Ese maldito rufián nos la había vuelto a jugar. Llegaría
antes que nosotros a Nueva España y después a Lima, para intentar robarme mi derecho ante el
virrey.
—Necesitamos velas y partir de inmediato.
—Eso es imposible —dijo Fernando—, nos costará semanas hacer unas nuevas, además de
que aún no hemos cargado todas las viandas.
—Tendrá que hacerse. No perderé mis derechos ni dejaré que ese vil mentiroso se quede con
las islas Salomó
34. Retorno
Los días pasaban tan lentamente que teníamos la sensación de que cada uno de ellos era como un
año. Quirós nos había tomado ventaja y no logramos salir hasta una semana después de su partida.
El prestamista nos apremiaba, ya que sus mercancías y su hija debían llegar cuanto antes a
México, pero no era sencillo fabricar velas para toda la nao en tan poco tiempo.
Al final logramos embarcar a finales de octubre, cargamos toda la mercancía de los almacenes
de Marcelo de Segovia. Aquel mismo día nos presentó a su hija Sara. Era una de las mujeres más
bellas que he conocido. Cuando llegó a la nao un velo blanco tapaba su rostro y su padre no
permitió que se descubriera hasta encontrarse en los camarotes. Tenía la piel más blanca que la
leche, los ojos de un brillante azul turquesa, las pestañas, cejas y pelo de un dorado similar al oro
y sus labios rojos le daban un aspecto angelical, casi de diosa griega.
—Encantada de conoceros señora —dijo con la voz entrecortada, como si no estuviera
acostumbrada a hablar con extraños.
—Sois una linda niña, espero que el viaje no se os haga fatigoso —le contesté.
Su padre frunció el ceño, no quería que Sara intimase con nadie, para él era la joya más
valiosa de su colección.
—No permitáis que salga del camarote en todo el trayecto, el corazón codicioso de los
hombres siempre busca flores inocentes que mancillar.
—La cuidaré como a mi vida —le prometí. Su padre nos había encomendado el cuidado de su
hija, como si de un bien más se tratase.
Marcelo miró después a Fernando, le dio una bolsa de monedas de oro y le dijo:
—La mercancía debéis entregarla en el puerto a Isaac León, también a mi querida hija —dijo,
dando la sensación de que apenas había alguna diferencia entre una y otra.
—Llevaremos todo a tiempo, esperemos que el océano sea benévolo con nosotros, no es la
mejor época para atravesarlo.
El invierno se nos había echado encima y esperábamos que las fuertes tormentas y tifones que
azotaban aquellas costas no acabaran con nosotros antes de llegar a Nueva España.
La mañana que partimos de Manila tuve una sensación ambivalente. Por un lado, deseaba
regresar al Perú, a la que consideraba mi segunda tierra, pero por otro, Filipinas me parecía un
buen lugar para comenzar una nueva vida. Fernando amaba aquella tierra y, si no hubiera sido por
la necesidad de reclamar mis derechos sobre las islas Salomón y el deseo de mis hermanos de
partir, hubiera pasado varios años de mi vida en la isla.
La San Jerónimo se fue apartando lentamente del puerto, volví a sentir en el estómago la misma
sensación que cuando partimos del Callao, un respeto al mar y, al mismo tiempo, el deseo de
aventuras, de ir más allá de donde otros habían llegado.
Nos asomamos a la borda mientras el puerto comenzaba a empequeñecerse en el horizonte.
—¿Lo vais a echar de menos?
—Nunca pensé salir de España —dijo Fernando—, siempre creí que me convertiría en monje,
un clérigo dedicado a los libros y el estudio. No tenía espíritu guerrero y aunque me había criado
cerca del mar, jamás había montado en una embarcación. A veces el destino nos depara caminos
totalmente inesperados. Mi tío fue muy generoso, lamento mucho su muerte, ahora que había
alcanzado fama y fortuna. Durante un tiempo ambicioné ser como él, ahora comprendo que todo es
vanidad, como dice el predicador en las Sagradas Escrituras.
—Tengo la sensación, amado esposo, que hemos llegado a la misma ciudad sagrada yendo por
caminos muy diferentes. No tenía ambiciones ni deseaba nada en esta vida, hasta que don Álvaro
me hizo enamorarme de un sueño. Aquella quimera daba sentido a mi existencia, me veía como
gobernadora de un nuevo mundo. Tras perderle, arruinar nuestra hacienda y ver morir a mi
hermano, he perdido toda ambición.
Fernando me miró sorprendido.
—Entonces, ¿por qué lucháis con tanto ahínco por las Islas Salomón?
—Hace unos meses, antes de amaros, era la última ancla que me ataba a esta vida, pensé en
quitarme la vida o tomar los hábitos. Las islas eran un símbolo, una forma de mantener vivo el
espíritu de mi esposo y mi hermano Lorenzo, de demostrarme que había merecido la pena tanto
sacrificio. Ahora lo hago por una cuestión muy diferente, es mi derecho y no dejaré que alguien
como Quirós lo pisotee. Me ha difamado, me ha echado la culpa del fracaso de la expedición y la
pérdida de las naos. Lo único que ve en mí es una mujer, una pobre e inútil hembra.
Mi esposo me envolvió en sus brazos.
—No sois una mujer inútil, sois la persona más fuerte que he conocido jamás. Ayudasteis a
toda esa gente a llegar hasta un puerto seguro, lograsteis aplacar varias rebeliones y habéis ganado
un pleito francamente difícil. Todo eso…
—Siendo mujer —dije con el ceño fruncido.
—No, siendo una inexperta, sin haber tenido antes gobierno de gentes ni de naos.
Nos besamos, la brisa era suave y parecía mecernos hacia un futuro espléndido. El océano era
siempre caprichoso y traicionero, pero confiaba plenamente en mi esposo, él sabría llevarnos a
todos a casa.

El secreto de un buen viaje es la rutina, si la tripulación logra adecuarse a ella, siempre se


llega a buen puerto. Gracias a Dios, en aquel nuevo y complejo trayecto, no teníamos personas que
emponzoñaran todo como el maese de campo o el piloto mayor. Todos los marineros eran de
nuestra confianza, la mayoría de los pasajeros también. Los pocos colonos que habían regresado
lo habían hecho con el traidor de Quirós, soldados apenas llevábamos a bordo. Los únicos
pasajeros eminentes, que habían pagado una buena suma por subir a bordo, eran un monje
dominico, un joven noble y nuestra protegida Sara. La joven hizo enseguida amistad con mi
hermana Mariana que, a pesar de todas sus desgracias, apenas había abandonado la edad de la
infancia. Viuda y madre sin un hijo al que cuidar, se volcó en la amistad con la hija de Marcelo de
Segovia.
—Entonces, ¿sabéis leer y escribir? —le preguntó mi hermana. No era algo tan común en
aquellos años. A nosotras, padre nos había mandado instruir, porque entendía que una buena
esposa tenía que ayudar a su esposo en los negocios y ser una buena administradora de su casa.
—Mi abuela me enseñó, soy hija única, por lo que me crie yo sola. Mi madre murió siendo yo
niña. No he tenido nunca amigas, jamás salí a la luz del día de la casa, ni acompañada por mi
abuela.
Mi hermana parecía tan sorprendida como yo.
—¿Por qué os ha hecho algo tan cruel vuestro padre? ¿Tanto quería proteger vuestra honra?
—No era mi honra la que cuidaba, al menos no únicamente.
Yo ya sabía que su padre había sido judío, no era difícil imaginar que temía que la inquisición
pudiera abrir una investigación en su contra.
—¿Sois judía? —preguntó mi hermana.
La chica se puso colorada y no supo qué contestar.
—Nuestros antepasados lo fueron y, por lo que me ha contado mi abuela, durante siglos
construyeron comunidades prósperas por toda España. Los Reyes Católicos decidieron
expulsarnos a menos que apostatásemos de nuestra fe. Muchos lo hicieron, otros se fueron al
exilio.
—Una historia muy triste —comentó Mariana.
—Desde entonces llevamos toda la vida huyendo, no es suficiente con que hayamos renunciado
a las creencias de nuestros antepasados, aun así la inquisición nos vigila y controla. Mi abuelo
sufrió un proceso vergonzoso, le obligaron a desfilar con su sambenito puesto, creíamos que en el
Nuevo Mundo las cosas serían diferentes, pero los tribunales de la inquisición también operan
allí.
El relato de nuestra amiga era muy triste, no entendía todo aquel odio, miedo y fanatismo. Dios
amaba a los hombres de todos los tipos y razas, mis padres nunca nos habían prevenido o puesto
en contra de los judíos.
Aquella conversación me inquietó, ¿podría usar todo aquello Quirós en nuestra contra? Ayudar
a un converso era un delito grave, ya que si no demostraban su pureza de sangre tenían prohibido
viajar al Nuevo Mundo.
Al llegar a nuestro camarote y ver allí a Fernando le dje.
—Nadie tiene que saber la ascendencia de Sara, los judíos no me gustan, son usureros y poco
fiables, pero manejan muy bien el oro y prestan a crédito. En cuanto la dejemos en México, nos
quitaremos un peso de encima.
La cena de aquella noche fue singular, a pesar de que todos los días comíamos y cenábamos
juntos con algunos de los pasajeros principales, Mariana convenció a Sara para que se uniera a
nosotros, ya que siempre lo hacía sola en su camarote.
Estábamos aquella noche mis dos hermanos, mi hermana, Tomás, el clérigo, el joven noble,
Sara y mi esposo. Sara estaba al lado de mi hermana, pero justo enfrente del monje dominico
llamado Juan de Dios.
—Qué joven tan encantadora —dijo el monje.
Sara se ruborizó.
—¿Cómo es posible que no la hayamos visto hasta hoy? ¿Por qué la tenían tan oculta?
El comentario nos puso a todos un poco nerviosos.
—No estoy acostumbrada a navegar y no me encontraba muy bien.
—¿Sois de Manila? No os he visto jamás, llevo allí un año ayudando al nuevo obispo. Por fin
hemos puesto en marcha el tribunal de la inquisición y ahora regreso a Nueva España.
Sus palabras nos dejaron helados, aquel monje era un inquisidor.
—Estaba prometida y mi padre no quería que saliera mucho de casa, voy a México a casarme
con mi prometido.
El monje, de ojos profundos y negros, sin pelo, con una barba pelirroja, se echó hacia delante,
como si olfateara la herejía en la angelical cara de la muchacha, que comenzaba a ponerse muy
nerviosa.
—¿Cómo os llamáis? Jamás os he visto por la catedral.
—Sara de Segovia, mi padre y yo íbamos a una pequeña capilla de un convento, ya le he
comentado que él es muy celoso de mi honra.
—Sara, bonito nombre, como el de la esposa de Abraham, el patriarca judío.
La simple pronunciación de la palabra nos puso a todos sobre aviso.
—Y vos, caballero. ¿Qué os lleva a Nueva España? —pregunté al joven, con la esperanza de
cambiar de conversación.
Era un muchacho casi barbilampiño, moreno de ojos verdes y con un traje de seda.
—Soy hijo del general don Malaquías de Urturi, mi padre quiere que estudie leyes en la
Universidad de San Marcos en Lima, después ingresaré en la cancillería del virrey de Perú.
Sara miró al joven, además de elegancia y belleza, parecía muy gentil.
—A vos sí os conozco y a vuestro padre, gran soldado y español —dijo el dominico. Después
se giró de nuevo hacia la joven—. Espero veros en las misas que celebremos en la nao, cuidar el
alma es más importante que alimentar el cuerpo.
—Así lo haré, padre.
Al terminar la cena nos llevamos a Sara de nuevo a su camarote. Estábamos muy preocupadas,
el monje podía denunciar a la joven en cuanto pusiéramos un pie en Nueva España.
—Será mejor que no salgáis más del camarote —le indiqué algo preocupada. No me gustaba
aquel monje oscuro y los problemas que podía ocasionarnos.
—¿No sospechará más si no voy a comer o a misa?
—Tiene razón Isabel, ese monje dejará de sospechar si observa que actuamos con normalidad.
—Está bien, pero procurad no hablar con él, simplemente contestad a sus preguntas con un sí o
un no.
—Así lo haré, descuidad, no quiero pasar ni un segundo al lado de un hombre como ese. Su
simple visión me produce escalofríos.
Regresé a la cubierta, allí se encontraba Fernando con mis hermanos, me hizo un gesto y
caminamos hasta el castillo de proa.
—No sabía que el monje era inquisidor.
—¿Qué importa eso? Aunque lo hubiéramos sabido, hubiera sido sospechoso que nos
hubiéramos negado a llevarlo —dijo Fernando.
—Que la judía no hable —comentó mi hermano Luis.
—No es judía —le contesté molesta. Sus palabras despectivas no me gustaron.
Mis hermanos se retiraron y me quedé a solas con Fernando.
—¿Por qué no puede haber un viaje plácido y tranquilo? ¿Nunca hay paz verdadera para el
alma?
Mi esposo sonrió al escuchar la pregunta.
—¿Habéis leído los libros de Santa Teresa?
—No.
—Pues intentaremos buscar uno en Nueva España, la monja siempre decía lo mismo: “la vida
es una mala noche en una mala posada”.
—Ella no te conocía a ti —le dije mientras le abrazaba con fuerza.
—Tenemos que estar siempre preparados para lo peor, es la única manera de que la vida no
nos sorprenda, pero empeñados en disfrutar el día a día.
La oscuridad ya comenzaba a teñir el azul del cielo y el mar, pero se distinguían, a lo lejos,
unas nubes grises que se aproximaban a gran velocidad, noté preocupación en la mirada de mi
esposo y él jamás parecía angustiarse por nada.
—¿Qué sucede?
—No estoy seguro, pero parece que Poseidón no está contento con nuestro viaje.
El viento comenzó a pegarnos en la cara, me abracé a él, un frío intenso nos rodeó de repente.
Pensé en qué triste e irónico habría sido que el barco con todos nosotros dentro hubiera perecido
en mitad del océano. Nadie habría sabido de nosotros, nuestros cuerpos devorados por peces y la
nao hundida no habría sido rescatada por la gran bestia marina como la que salvó a Jonás. Justo en
ese momento, la nao comenzó a zarandearse.
Cuarta parte: Nueva España
35. Terror
Ya había vivido antes otras tormentas, pero jamás una como aquella. El cielo se oscureció de
repente, Fernando ordenó a los hombres que guardasen de inmediato todo lo que pudiera caerse
por la borda, también que plegaran las velas y las aseguraran bien. Todo el mundo debía
refugiarse en los camarotes menos el piloto, Tomás y Fernando.
—¿No será muy peligroso? —le pregunté sujetándome como pude a la pared.
—Debo infundirles aliento, las olas comenzarán a aumentar, después la lluvia torrencial y el
viento. No sé qué experiencia tiene este hombre en tifones.
—¿Crees que se trata de un tifón?
Mi esposo afirmó con la cabeza y yo me abracé a su pecho totalmente empapado. Tenía el
cuerpo frío y le latía con fuerza el corazón. Estábamos abrazados cuando vi una ola gigante que
venía por la proa. La señalé temblorosa con la mano. Fernando se quedó paralizado unos
segundos por el temor, debía intentar que el piloto virase, si nos daba de costado podía tumbar el
barco. Observé cómo me dejaba y corría hasta el castillo de popa. Me quedé unos segundos
hipnotizada, como si aquella inmensa ola ejerciera un misterioso influjo sobre mí. El indudable
temor a la muerte. A convertirme en nada en medio de aquel infinito de agua.
La nao comenzó a virar lentamente, la fuerza del mar la impedía girar y la ola estaba tan
próxima, que ya notábamos las gotitas que nos salpicaban la cara y la fuerza del viento que
desplazaba. Miré de nuevo al castillo de popa, los tres hombres a la vez estaban sobre el timón,
con la mirada alzada ante la inmensa muralla grisácea. Era mucho más alta que las torres de la
catedral de Santiago de Compostela.
—¡Virgen santísima, sálvanos! —grité con el corazón en la garganta.
La ola, como un muro de granito, se aproximaba imponente hacia nosotros. La nao seguía
girando, debíamos encararla con la proa, para intentar cabalgar sobre ella.
El aliento de la inmensa ola me empujaba hacia la puerta, pero yo me resistía a entrar. Tenía
que ver aquello, prefería ser testigo de nuestra desgracia que morir ignorando el peligro dentro de
los camarotes.
El barco logró virar justo a tiempo, el casco crujió al chocar contra el agua, que parecía dura
como una roca y comenzó a subir como si estuviéramos escalando una montaña. Las pocas cosas
que aún había en cubierta se reunieron contra la pared del castillo de popa, la proa partía el agua
que corría por ambos lados como si Moisés estuviera abriendo de nuevo el mar Rojo. Mi espalda
empapada se pegó a la madera hasta casi tumbarme sobre ella. Estábamos cabalgando sobre la
ola, pero su altura no tenía fin. Me pregunté qué encontraríamos al otro lado.
La nao se puso casi vertical y temí que la fuerza del agua la volcara, pero se mantuvo enhiesta,
con el bauprés hincándose en la masa líquida y por un momento creí que nos meteríamos dentro,
pero al final llegamos a la cresta, el galeón se niveló bruscamente, los trastos se lanzaron hacia
popa y yo me aferré a la puerta para no ir tras ellos. Estuvimos unos segundos en equilibrio y
entonces, un abismo se abrió ante nosotros.
—¡Dios mío! —grité, aunque la fuerza del viento apenas dejaba que saliera mi aliento de los
labios. Me picaba la cara de la sal, los ojos me escocían, tenía los dedos doloridos de aferrarme.
Tenía que entrar dentro si quería conservar la vida, pero ahora la inercia hacía que casi flotara.
La nao comenzó a acelerarse, como si estuviéramos en la corriente de un caudaloso río, se
dirigía hacia el final de la ola, a un agujero oscuro del que ya no podríamos salir. Cerré
instintivamente los ojos, como si aquello pudiera evitar el choque. Cuando el casco golpeó el agua
pensé que se partiría en dos como una nuez, el crujido de la madera se escuchó tan fuerte y el
golpe se hizo tan violento, que entregué a Dios mi vida.
El barco se hundió en parte, la cubierta se cubrió de agua y, por un momento, vi que la nao
desaparecía bajo el agua, dejando solo los mástiles fuera, pero de repente subió de nuevo,
achicando la ola por los lados. En ese momento me escurrí y no paré de patinar hasta la borda. Me
aferré a un trinquete, pero los dedos se me escurrían.
Noté que unas manos se aferraban a mi vestido, me separaron de la borda y me llevaron a
rastras hasta la puerta de los camarotes.
—¿Qué hacéis aquí? ¡Por Dios, entrad en el camarote!
La voz era de Tomás, que debía haberme visto en peligro y había arriesgado su vida por salvar
la mía. Entré con el cuerpo magullado en el pasillo, tenía la ropa completamente calada y la
cabeza me daba vueltas. Mi hermana vino a socorrerme y me metió dentro de su camarote.
—¿Dónde estabas? Pensábamos que te habías caído por la borda.
Dentro del camarote todo estaba tirado por el suelo, menos lo que se encontraba clavado al
suelo. Mariana me quitó las ropas mojadas, estaba tiritando de frío y me puso una manta encima.
No logró hacer nada más, el barco se bandeó y nos caímos al suelo. Las lumbreras estaban
selladas con los postigos de madera, pero aun así entraba algo de agua.
—La nao no va a resistir —dijo mi hermana aterrorizada.
—La San Jerónimo es una buena galera, hicimos bien en cambiarla en Perú —le recordé.
Notamos que el barco se ponía de nuevo casi en vertical, estábamos cabalgando de nuevo
sobre una ola gigantesca, logramos alcanzar de nuevo la cresta, después unos segundos de calma y
caímos en picado, hasta que barco logró salir a flote de nuevo. Durante tres horas sufrimos la
misma cíclica y terrible operación, pero cada vez las olas eran más pequeñas y la nao las
superaba con menos dificultad.
A la cuarta hora de la tempestad, las olas comenzaron a ser más pequeñas, pero aun así el
viento sacudía con fuerza la nao. Pensé en los tres hombres que estaban en el timón, debían estar
agotados.
Me puse algo de ropa y pedí a mis hermanos que subieran a ayudar, al principio me miraron
inseguros, pero al ver que abría la puerta y salía a la cubierta, me siguieron. Intentando no caernos
por la borda subimos las escaleras, peldaño a peldaño. Cuando llegamos al castillo de popa
únicamente vimos a dos figuras entre las sombras.
—¡No! —grité angustiada. Temía haberme quedado viuda por segunda vez en pocos meses. Al
acercarnos comprobamos que el hombre que faltaba era el piloto. Fernando y Tomás seguían
abrazados al timón, sus rostros empapados sangraban, tenían las ropas hecha jirones y al vernos
sus ojos brillaron de esperanza.
—¡Bajad! —les ordené. Al principio se negaron, pero vencidos por el agotamiento logré
llevarlos a salvo. Les ayudamos a quitarse las ropas. Mariana ayudó a Tomás y yo a mi esposo.
—¡Lo habéis conseguido! Nadie podría haberlo hecho sino vos —dije a mi esposo que
temblaba de frío.
—Al piloto una ola se lo llevó. Podía haber sido cualquiera de nosotros.
—No penséis en eso. Dios tiene un día y una hora para cada uno de nosotros.
Fernando agachó la cabeza, parecía al punto del llanto por la tensión que había vivido. Le
abracé para que entrase en calor.
La nao siguió zarandeándose toda la noche. No logramos dormir ni un minuto. A la mañana
siguiente, cuando logramos superar el tifón, de repente, llegó tal calma que el barco se detuvo casi
por completo.
Cuando salimos a la cubierta y vimos aquel cielo azul y el sol resplandeciente nos abrazamos
esperanzados. Pero al momento, al ver que habíamos perdido un mástil, además de algunas velas,
nos preguntamos si seríamos capaces de llegar al Perú. Aquel inmenso océano parecía tan
inabarcable como el infinito y azulado horizonte que alcanzaban nuestros ojos.
36. Rumbo incierto
La calma después de la tempestad puede llegar a ser muy peligrosa. Los marineros se aprestaron a
reparar los daños de la nave, incluso lograron levantar de nuevo el mástil caído, repararon las
velas y dos días más tarde comenzábamos a movernos de nuevo con rapidez. El problema era el
tiempo perdido, que nos dejaba con dos o tres días menos de provisiones, además de no saber
dónde nos encontrábamos realmente.
Cuando entré en el camarote vi a mis hermanos, a Tomás y a Fernando sobre las cartas.
—El tifón nos ha arrastrado al norte, estoy convencido.
—¿Estáis seguro, Tomás? —preguntó mi esposo, que no le acababa de convencer el joven
piloto.
—Sí, mirad, por la inclinación del sol y las estrellas que vimos anoche, nos debemos encontrar
a la altura de la costa del Japón.
—¿Cuánto tiempo nos retrasará eso?
Al escuchar a mi hermano Luis, Tomás se encogió de hombros.
—No estoy seguro, pero no debería retrasarnos mucho, lo único que sucede es que
recalaremos mucho más al norte de Acapulco, por esa zona únicamente se han establecido unas
pequeñas misiones, apenas se conocen aquellas costas.
—¿Cómo vamos de agua y provisiones? —preguntó Fernando a mi hermano Diego.
—Mal, esperemos que podamos tomar algo de agua de lluvia, pero lo de la comida será
preocupante en dos semanas, justo cuando estemos aún a una semana de la costa del Nuevo
Mundo.
—¿Una semana sin comer? No llegará nadie vivo —añadió preocupado Luis.
—Terminaremos comiéndonos unos a otros —bromeó Diego.
—No es tan mala solución —le contestó mi otro hermano.
—Ya es suficiente, queridos cuñados, la situación es muy preocupante. Si no encontramos una
isla en medio del camino, estamos perdidos.
Las posibilidades de hallar tierra firme en aquellas latitudes eran casi imposibles. El océano
era tan inmenso, que sería lo mismo que dar con una aguja en un pajar. Podíamos agotar toda
nuestra comida en el intento inútil de dar con una isla.
—Esperemos que Dios sea misericordioso —les comenté.
—En la misa del mediodía habrá que rezar para que la Virgen nos lleve a buen puerto —dijo
muy serio Fernando, que siempre parecía más preocupado que el resto. Tal vez, el hecho de haber
sufrido tanto en el viaje de ida nos hacía confiar que lograríamos superar también el de vuelta.
A las doce el monje ya estaba en cubierta con todo preparado para su celebración. Los únicos
que estábamos sentados en sillas éramos los miembros de la familia, el joven caballero y Sara.
—Estimados hermanos, el buen Dios nos ha salvado de una muerte horrenda. A Él sea la
gloria. Levantemos nuestras alabanzas y oraciones ante su rostro.
El monje se giró hacia la cruz que tenía encima de una mesa y levantó las manos.
—¡Señor ten piedad!
Mientras las letanías se sucedían, relajaba mi alma contemplando el azul del cielo y el manso
mar, no parecía el mismo que nos había azotado con tanta rabia unos días atrás. Entonces en la
lejanía vi algo que no era azul, sino parecía verde y marrón.
—¡Tierra! —grité mientras señalaba con el dedo.
El sacerdote me miró con desaprobación, pero todos se giraron primero y después se pusieron
en pie y se asomaron a la borda.
—Es cierto —aseguró Tomás.
—No es posible —dijo mi esposo.
—¿Qué isla será? —se preguntó mi hermano Diego.
—Eso da igual, lo importante es que podremos encontrar fruta, tal vez carne y agua.
Nos acercamos lentamente hasta la isla. Cuando llegamos a sus inmediaciones se había hecho
de noche, por lo que preferimos esperar a la mañana siguiente para ir a explorarla.
Cenamos en el interior, todos parecíamos agotados, pero la ilusión de ver tierra firme, después
de semanas, nos llenó a todos de alegría.
—Mañana bajaremos nosotros a la isla —dijeron mis hermanos.
—No sabemos qué isla es ni qué nos encontraremos allí, será mejor que vaya yo con algunos
soldados —dijo Fernando.
—Querido esposo, yo os acompañaré, no pienso separarme jamás de vos.
—Los amantes de Teruel —comentó Luis para fastidiarnos.
Sara se había quedado en su camarote, no había regresado a las cenas desde el interrogatorio
del monje.
—¿Dónde está doña Sara? Lleva mucho tiempo sin salir del camarote. Le convendría algo más
de aire fresco.
—Padre, la niña no está acostumbrada al mar. No se preocupe, ya la sacaré yo al sol de vez en
cuando.
—Cuánto lo lamento por ella, ahora que el mar está en calma, es una delicia sentir la brisa por
el día. Creo que ya sé quién es el padre de la muchacha, es Marcelo de Segovia, un comerciante
de dudosa reputación del que se sospecha que era judío. Los gobernadores no han actuado contra
él porque es uno de los valedores de la deuda real de la ciudad, pero eso pronto va a cambiar.
Habíamos ordenado su arresto justo antes de mi partida. Lo que me pregunto, querido almirante y
esposa, ¿cómo han dejado subir a una judía a bordo? ¿Acaso son amigos de los judíos?
Se hizo un incómodo silencio, al final mi esposo intentó salir del atolladero.
—No sabíamos nada, Dios Santo, esperemos que la santa inquisición tome cartas en el asunto.
La cena terminó poco tiempo después y todos nos dirigimos a nuestros camarotes. En cuanto
cerramos la puerta y nos encontramos a solas, comencé a expresarle mi preocupación.
—El monje lo sabe todo, no tardará en averiguar que hemos hecho negocios con el judío y dirá
que estábamos encubriendo a su hija. ¿Qué le sucederá a esa pobre niña cuando llegue a Nueva
España?
Fernando parecía desconcertado, fuera cual fuera la solución que pensara, no resultaría fácil.
—Si el inquisidor llega a puerto, estaremos todos bajo sospecha.
Sus palabras me llenaron de inquietud.
—¿Qué queréis decir con eso?
—No puede pisar el suelo de Nueva España.
—¿Pensáis matar a un miembro de la santa inquisición? —le pregunté alarmada.
Nos sentamos en el lecho, sentía el corazón latiendo apresurado.
—No, matarlo sería ponernos a todos en peligro, pero debe sufrir un accidente. Mañana vendrá
con nosotros a la isla, pondré cualquier excusa.
Nos acostamos inquietos, cada uno de espaldas al otro, pero ambos pensando las mismas
cosas. ¿Perdonaría Dios que termináramos con la vida de uno de sus ministros?
A la mañana siguiente preparamos una barca, llevamos solo a cuatro hombres de nuestra más
entera confianza y Fernando fue a persuadir al monje.
—Padre, nos gustaría que vos vinieseis a la isla, puede que encontremos indígenas a los que
predicar la palabra de Dios.
El monje frunció el ceño, no tenía aspecto de hombre aventurero ni espíritu de misionero.
—No creo que sea seguro. Si supiéramos dónde nos encontramos…
—Os lo ruego, siempre es bueno ir de la mano de Dios a cualquier exploración que
emprendamos.
Tanto insistió mi esposo, que al final el monje accedió a acompañarnos.
La isla no distaba mucho porque por la mañana nos habíamos aproximado un poco más.
Llegamos unos minutos más tarde y mi esposo fue el primero en desembarcar con dos soldados,
miraron por la playa y al no ver peligro nos avisaron.
—Lo primero es encontrar una fuente de agua —dijo Fernando—. Vosotros dos explorad por el
este, nosotros iremos por el oeste.
Fernando, el monje, dos soldados y yo nos adentramos en el bosque. No sabía de qué manera
intentaría deshacerse de aquel inquisidor, pero me dejé llevar por su astucia. Tras media hora de
camino encontramos un riachuelo cristalino y después un lago.
—Ya tenemos el agua —dijo Fernando eufórico. Los soldados comenzaron a llenar los
primeros cántaros, mientras nosotros nos refrescábamos un poco en el lago.
—Padre, ¿no tenéis calor?, el agua está fresca.
El monje negó con la cabeza.
—Soy muy torpe en el agua, además, no me voy a descubrir delante de vuesa esposa.
—Me refería a refrescar la cara y la nuca.
El hombre sudaba por la frente y el pecho. Al final se acercó al agua, mi esposo iba a ponerle
la mano en el cuello y ahogarlo, cuando escuchamos un ruido. Miramos hacia los árboles y
aparecieron media docena de indios.
Fernando salió del agua y puso la mano en la empuñadura de su espada.
—Hola, españoles.
Los tres nos quedamos sorprendidos al ver que hablaba nuestro idioma.
—¿Cómo conoces el castellano? —preguntó Fernando al que nos había hablado. Era un
hombre de cierta edad, delgado, moreno y con la barba larga.
—Aquí, isla de Guaján, vienen galeones y toman agua, nosotros comerciamos con ellos.
—Esta isla fue descubierta por Magallanes y tomó posesión de ella Miguel López de Legazpi
—nos explicó el monje.
—Legazpi —repitió el indio.
—¿Podéis conseguirnos agua y fruta, y también carne?
—No hay mucha carne en la isla, pero podemos un poco, gallinas, pocos cerdos salvajes.
Fuimos con los indios hasta la barca, ellos transportaron las tinajas que quedaban y las
metieron en la embarcación. Después fueron a por fruta. Cuando la barca estuvo llena, su jefe, que
nos contó que los españoles le llamaban Miguelito, se vino con nosotros para que le diéramos a
cambio metales, cuchillos y otros utensilios.
—Agua peligrosa —dijo señalando cerca de la orilla—. Muchos tiburones, no nadar.
En ese momento vimos a dos tiburones nadando cerca de la barca. El monje estaba a mi lado,
hice como que perdía el equilibrio y lo empujé fuera de la barca. El hombre se quedó con medio
cuerpo fuera. El indio fue a ayudarlo, pero Fernando se lanzó hacia nosotros. Agarró la mano del
monje y comenzó a tirar.
—Tranquilo, no hagáis esfuerzos.
El religioso se dejó agarrar, pero Fernando soltó la mano y este se precipitó al vacío. Comenzó
a agitarse y gritar, dos soldados se prepararon para lanzarse, pero los tiburones llegaron antes,
comenzaron a rodearle.
—¡No gritar, no moverse! —le advirtió el indio, pero el monje no sabía nadar y comenzó a
hundirse.
Uno de los tiburones se aproximó y le dio la primera dentellada, la sangre tiñó de inmediato el
agua de rojo. El monje gritó hasta que el escualo lo hundió en las aguas. Los dos animales
comenzaron a descuartizarlo, mientras nosotros observábamos todo atónitos.
—¡Dios mío! —exclamé, me sentía mal al ver el final terrible del inquisidor. Recé en voz baja
por su alma.
Los soldados remaron hasta el barco, los marineros ayudaron a descargar el agua y la fruta,
después llenaron la barca de cachivaches, y partieron a por más provisiones.
Pasamos el día cargando alimentos y agua, mientras observábamos la playa y contemplábamos
el trajín de la barca. Se me aproximó Mariana.
—Ha muerto el monje, ¿verdad?
Afirmé con la cabeza.
—¿Habéis tenido algo que ver en el asunto?
No supe qué contestar, era mejor que no supiera nada. A la llegada a puerto nos interrogarían
sobre lo sucedido y el tribunal de la inquisición podía ser muy persuasivo.
—Ha sido mala suerte, se resbaló y cayó al agua, los tiburones lo atacaron.
—Una mala suerte muy oportuna, hermana.
—Nadie conoce ni el día ni la hora de su muerte, únicamente Dios que está en los cielos —le
contesté intentando acabar con aquella conversación tan desagradable. Debía purgar mi alma
cuanto antes, pero no podría hacerlo hasta que encontrase a un sacerdote digno de mi confianza,
mientras tanto esperaba no morir en pecado mortal.
37. Frente a costas desconocidas
Las siguientes semanas fueron tan tranquilas que por fin gozamos de una quietud que
desconocíamos. Los días pasaban monótonos, sin apenas sobresaltos. Por las mañanas
paseábamos por cubierta, nos sentábamos a la sombra y charlábamos hasta la comida, después
leíamos o escuchábamos a alguno de mis hermanos tocando música, para llegar a la cena tan
descansadas que después nos costaba quedarnos dormidas. Fernando y Tomás pasaban mucho
tiempo ordenando y examinando las cartas náuticas. Mi esposo solía contar al joven sus aventuras,
no hubiera nunca imaginado que pudieran ser amigos, pero el mar une a veces a personas muy
distintas.
Sara dejó su encierro y se entretenía con nosotras, a los pocos días parecía una de nuestras
hermanas. Temía llegar a Nueva España y que no le gustase para marido su futuro esposo.
—Imaginad que es deforme, grosero o poco galante —dijo la pobre niña, que no podía pensar
en otra cosa.
—¿No habéis visto ningún retrato suyo?
—No, mi padre considera eso blasfemo.
—Pero ¿acaso no os ha contado cómo es? —insistió Mariana.
—Le vio una vez de niño, dice que yo también llegué a conocerle, pero no me acuerdo de él.
Conversábamos mientras jugábamos a las cartas.
—Siempre hay temor por cómo será tu prometido. El primer día que vi a Álvaro en una fiesta
me eché a temblar. Me parecía un hombre severo, frío y distante, pero las apariencias engañan.
—Mi caso es muy distinto —comentó Mariana mientras se le ensombrecía el semblante—.
Siempre quise a Lope, desde el primer día que lo vi. Mi hermana y Álvaro no pusieron ningún
inconveniente a nuestro casamiento.
Sara le tomó la mano, sabía de la triste desaparición de mi cuñado.
—Puede que algún día le veáis regresar.
Mariana comenzó a llorar desconsolada, no pasaban muchos días sin que, al final, terminara en
su camarote empapando la almohada.
—Ánimo, hermanita. Dios tiene siempre la última palabra. Lope era un excelente marinero, no
creo que no lograse llevar su embarcación hasta alguna isla.
—Casi prefiero pensar que ya se encuentra con Dios. Esta incertidumbre me mata, la esperanza
puede ser la más triste de las condenas.
La comprendía. La muerte de mi esposo me dejó desolada, pero me permitió empezar de
nuevo, aunque fuera arrastrando su recuerdo por todos lados.
Tras la cena, todos nos fuimos a dormir, pero al no conciliar el sueño me levanté y salí para
contemplar las estrellas. En el castillo de proa escuché unas voces, casi un susurro.
—Sois muy gentil —le decía Sara al joven caballero.
—Es cierto, la estrella que más brilla en el firmamento es la vuestra. Paso todo el día
pensando en este momento. Os aseguro que no encontraréis en el mundo a alguien más devoto de
vuestra merced.
—Apenas me conocéis, somos dos extraños intentando hacer esta larga travesía más agradable.
Ya sabéis que voy a Nueva España para convertirme en esposa y vos para estudiar.
—¿Estudiar? Lo dejaría todo por vos, aunque mi padre me repudiara para siempre. ¿Por qué
los adultos tienen que determinar nuestro destino? Dios creó el amor para que nos deleitásemos en
él.
Aquel joven estaba seduciendo a Sara, debía hacer algo para impedirlo, pero, por otro lado,
entendía su entusiasmo. Fernando me habría dicho que teníamos un trato que cumplir con su padre.
Siempre había respetado a los míos, pero en cuestiones de amor era muy difícil construir muros.
El amor todo lo puede.
—No me toméis la mano, no es decoroso.
—Dejad que cuente en sus líneas el camino que nos ha unido. Este barco, este viaje, no es
casualidad, estábamos destinados a encontrarnos. Así lo ha querido Dios.
—O el diablo. Además, guardo un secreto que vos no podéis entender.
Se hizo un silencio. Me sentía muy mal por escuchar la conversación, pero debía guardar la
honra de mi protegida.
—¿Qué secreto?
—No puedo contarlo, sino dejaría de serlo.
—El único secreto que espero descubrir es el de vuestro corazón.
Al no escuchar nada, me temí que se estuvieran besando y subí al castillo de proa.
—Doña Sara, ¿por qué estáis a solas con este caballero? Prometí a vuestro padre que cuidaría
de vos —le dije en el tono más frío y áspero que pude, aunque odiaba separar a dos amantes.
—Lo lamento, perdonadme señora —dijo la joven poniéndose en pie.
—Caballero, dejadnos a solas.
El joven se marchó. Nos sentamos y tomé las manos de aquella niña.
—El amor es siempre un misterio, a veces surge en el momento y con la persona menos
apropiada, pero debéis preguntaros: ¿cómo sería capaz de defraudar a mi padre? Él solo os tiene
a vos, si os pierde, ya no le quedará nada por lo que vivir. Su deseo de uniros a vuestro primo es
para el bien de ambos. Si el caballero descubre vuestro secreto, os romperá el corazón y, quién
sabe, os entregue al tribunal de la santa inquisición.
—No puedo creeros.
—Creedme, el corazón del ser humano es uno de los grandes misterios de la vida.
Nos retiramos para descansar. Mientras apoyaba mi cabeza en el lecho, pensé en hablar a
Fernando del asunto antes de que fuera a mayores, pero después preferí callar por el momento.
Al día siguiente comenzamos a notar los cambios que nos hacían pensar que estábamos cerca
de la costa. La primera es que vimos algunas aves, llevábamos semanas sin avistar ninguna.
Después un marinero encontró plantas y algunas ramas flotando.
—Debemos aproximarnos a Nueva España —dijo mi esposo a Tomás, mientras ambos miraban
por la borda.
—Es cierto, pero lo que desconocemos es a qué altura. La isla en la que paramos era Guaján,
por lo que por mis cálculos deberíamos encontrarnos a unas ochocientas leguas al norte de
Acapulco.
—Esa es una enorme distancia. Tardaremos al menos diez o doce días en costear hasta Nueva
España.
—Podremos aprovisionarnos —contestó Tomás.
—Quirós ha llegado hace semanas al Perú y a nosotros nos restan al menos tres semanas. —
Tomás se encogió de hombros.
—Ya sabéis que con el mar nunca se sabe, puede alejarte o acercarte de tu destino según su
capricho.
Unas horas más tarde divisamos la costa, nos acercamos hasta poder contemplar bien todo el
litoral. Al día siguiente, Fernando intentaría aproximarse a la costa. Estábamos seguro de que no
era una isla, pero había que comprobarlo, además de que necesitábamos agua y algunos alimentos.

38. Nueva Albión


La mañana se levantó nublada y lluviosa, la niebla parecía que había borrado la costa y nos
encontrábamos de nuevo en medio de la nada. Logré convencer a mi esposo para que me dejara
desembarcar con ellos. Llegamos a una especie de bahía cerrada, los árboles llegaban casi hasta
la orilla del océano y se descolgaban desde los riscos. Dejamos la barca en una playa y nos
adentramos entre los árboles. El aspecto era muy parecido a Nueva España, por lo que pensamos
que nos encontraríamos más próximos de lo que esperábamos. Seguimos recorriendo el bosque,
estábamos ascendiendo demasiado y alejándonos de la costa.
—¿No es peligroso adentrarnos tanto?
—Tenemos que subir a algún lugar alto, esto no es una isla.
Continuamos media hora más hasta que llegamos a una cima. Desde allí pudimos contemplar,
entre las nieblas, la bahía, que se recortaba y cerraba casi por completo.
—No se ven fuentes de agua y aquí no hay fruta —se quejó uno de los hombres.
Era cierto, pero al menos podríamos tomar agua de algún lado y cazar algunos animales.
Bajamos de nuevo hasta la costa, pero escuchamos un ruido, alguien se escondió entre la maleza.
—Salid de ahí o abriremos fuego —dijo uno de los soldados.
El hombre que apareció ante nosotros no podía ser más extravagante. Vestía como un indio,
pero su rostro era muy blanco y su pelo rojo. Sus pequeños ojos azules nos miraron fijamente.
—No hablo muy bien español —dijo mientras se aproximaba con las manos en alto.
—¿Quién sois? ¿Qué hacéis en estas tierras inhóspitas?
—Soy inglés —contestó el hombre que ya había llegado a nuestro lado. Era de baja estatura,
delgado y parecía rondar los sesenta años.
—¡Válgame el cielo! ¿Qué hace un inglés aquí en medio de la nada?
El hombre sonrió, pero apenas le quedaban dientes entre sus labios gruesos.
—Hace casi veinte años llegué aquí con Francis Drake.
—¿El pirata?
El hombre frunció el ceño, como si le hubiéramos ofendido con nuestras palabras.
—No era un pirata, ni ninguno de nosotros, éramos corsarios al servicio de su majestad. Mi
capitán atacó algunas ciudades de la costa, después navegamos hasta aquí, decidimos pasar unos
meses, reparar los barcos y construir una ciudad.
Mi esposo dio un paso al frente y cogió por los ropajes al hombre, que estaban tan delgado que
casi lo tomó en volandas.
—Los ingleses no pueden fundar ciudades en Nueva España.
—Esto no es Nueva España, estamos a más de setecientas leguas de Acapulco. Esta tierra es
inglesa, Drake dejó aquí a veinte hombres, después de fundar a Nueva Albion.
—Eso es ridículo, queréis engañarnos —insistió.
—Os lo juro por Dios.
—No me interesa vuestro Dios, hereje —dijo mientras lo soltaba.
El hombre respiró algo aliviado.
—La ciudad está cerca de aquí, si nos proporcionáis algunas cosas que necesitamos os
conseguiremos comida y agua.
Dudamos por unos momentos, los ingleses no eran de fiar, pero teníamos poco que perder.
—¿Cuántos ingleses quedan con vida?
—Quedamos solo doce, pero hemos tenido hijos y mujeres, nos hemos multiplicado. Ha
pasado mucho tiempo —comentó como si se disculpara por no haberse mantenido firme y haberse
mezclado con los indios de la zona.
Llegamos a su pequeña colonia. La empalizada era muy deficiente, como si llevara años sin
que la mantuviesen, dentro había siete cabañas y tiendas. No vimos iglesia u otro tipo de edificios.
Los habitantes nos miraban desde las entradas de sus casas entre curiosos y desconfiados. Se
aproximaron el resto de los ingleses, no llevaban armas de fuego, tan solo espadas y algunas
picas. Temí que se tratara de una trampa e intentaran capturarnos para pedir un rescate, pero se
mostraron amables. El que parecía su jefe se aproximó e hizo una reverencia, como si se
encontrara en la corte del Isabel de Inglaterra.
—Señores, sed bienvenidos a esta humilde ciudad.
—¿Habla español?
—Tuvimos preso durante un año a un capitán y él me enseñó su lengua.
—Queremos comida y agua para nuestra nao, nos hemos desviado de la ruta y hemos recalado
más al norte —comentó Fernando.
—Nosotros tenemos comida y agua, pero necesitamos muchas cosas como verá. Hace años que
no sabemos nada de nuestra tierra, pero tampoco podemos abandonar esta.
Las palabras del inglés me entristecieron, eran náufragos en mitad de la nada. Había escuchado
que algunos herejes se estaban intentando establecer más allá de Nueva España, otros incluso en
el Brasil, pero era imposible que estos pobres diablos volvieran a ver de nuevo su isla.
—¿Saben algo de Francis Drake y de nuestra reina Isabel?
— Al parecer mandó una flota para conquistar Las Antillas, pero nuestros barcos los
destruyeron y Drake fue una de las víctimas. De la reina Isabel no sabemos nada —le contestó mi
esposo.
Los marineros recibieron la nueva con lamentos, aquello les condenaba a vivir en aquel
apartado lugar del mundo para siempre. A pesar de haber formado familias, todos ellos guardaban
la esperanza de regresar a Inglaterra.
Los ingleses transportaron hasta la playa comida y bebida, no tenían demasiada carne, pero nos
entregaron una docena de gallinas, tres cerdos y muchos patos. Llenamos todas las tinajas de agua
que pudimos y nos despedimos de ellos, tras facilitarles herramientas, un poco de pólvora,
camisas viejas y algo de ropa de abrigo.
Tomamos rumbo sur con la esperanza de alcanzar Acapulco en como mucho diez jornadas.
Aquella sería nuestra primera parada antes de dirigirnos a Lima e intentar pedir una audiencia al
nuevo virrey. Teníamos la esperanza de que aún estuviera en el cargo nuestro amigo el marqués de
Cañete.
39. Acapulco
Acapulco, 11 de diciembre de 1597

Nuestra llegada a Nueva España no fue lo que imaginábamos. Tardamos más de lo previsto y
tuvimos que buscar agua y alimentos en una isla alargada, donde fuimos recibidos por los indios a
flechazos, perdiendo a dos de nuestros hombres. Diego cogió unas extrañas fiebres y estuvo a
punto de perder la vida. La relación ilícita de Sara con el joven caballero continuó, por ello, la
última noche, antes de llegar a Acapulco le conté todo a Fernando.
—¡Dios mío! ¿Cómo es posible que no me lo hayáis contado antes? Ahora el mal es mucho
más grande. Esa niña era inocente cuando subió a esta nao, su padre nos la confió. Si no
entregamos la mercancía y a su hija, tendremos que indemnizarlo.
—A no ser que le acusen de judío en Manila —le comenté. Aún recordaba las palabras del
inquisidor.
—No creo que le hagan nada, tiene la protección del gobernador. Los únicos que nos
encontramos en peligro somos nosotros, cuando nos pregunten qué ha sucedido con el inquisidor
que llevábamos a bordo, podían comenzar una investigación y retenernos en la ciudad.
Aquellas palabras me inquietaron, llevábamos meses de retraso, Quirós habría presentado su
causa ante el virrey. Era posible que ya no tuviéramos nada que hacer.
—¿Qué pensáis que podemos hacer con Sara?
—Impedir que desembarque antes de que llegue el familiar que se la tiene que llevar.
A la mañana siguiente llegamos a Acapulco, los marineros se prepararon para el amarre, todos
parecían animados por llegar al fin a tierras españolas, menos nosotros que temíamos que nos
retuvieran en el puerto.
En cuanto llegamos, el familiar de Marcelo de Segovia ya estaba en el puerto con una cuadrilla
de estibadores para descargar las mercancías.
El hombre subió a cubierta y se presentó.
—Don Fernando y doña Isabel, mi primo me envió un mensaje que llegó hace dos meses
advirtiéndome de su llegada, que por cierto se ha retrasado.
—No ha sido un viaje sencillo, pero la carga de su primo se encuentra intacta, al igual que su
hija.
—La bella y amable Sara. ¿Puedo verla?
—Naturalmente, iré en su busca.
Entré en el pasillo y fui directamente a su camarote, la puerta estaba atrancada, la golpeé, pero
nadie respondió.
—¡Sara, abrid! Está aquí vuestro familiar.
Al final llamé a mi hermano Luis que logró echarla abajo. No había ni rastro de la muchacha.
—Esta es nuestra ruina, se ha escapado con ese rufián —le dije a mi hermano. Él me intentó
tranquilizar.
—No pueden andar muy lejos, avisemos a las autoridades, es una mujer joven y se puede
considerar un rapto.
Salí toda azorada. En cuanto Fernando vio mi rostro supo lo que había sucedido.
—Sara se encuentra algo indispuesta, le pide quedarse en el camarote hasta que hayan
descargado todo el barco.
El hombre frunció el ceño y sus arrugas parecieron replegarse como las olas de un mar
embravecido. Vestía todo de negro, pero su traje era de un paño excepcional, a pesar de lo cual no
ocultaba su cuerpo mal formado y su rostro malvado de hombre avaricioso.
—Está bien, pero no puedo demorarme mucho, ya les dije que han llegado con mucho retraso.
El hombre bajó del barco y ordenó que se descargara la mercancía. Mientras tanto nos
reunimos para trazar un plan.
—¿Cómo vamos a salir de esta situación? —preguntó Mariana.
—A veces la astucia es mejor que la fuerza —le contesté. En mi mente ya había pensado una
posible solución.
—Explicadnos, ¿cuál es vuestro plan?
Después de detallarles todo salimos de nuevo a la cubierta, el familiar nos observaba desde el
puerto, mientras contaba la mercancía que iban subiendo en carros. Tal y como esperábamos, no
tardó en llegar un monje que venía a recibir al inquisidor muerto.
El monje subió a bordo, llevaba un hábito completamente negro, apenas una línea de pelo muy
negro rodeaba su cabeza afeitada, parecía que su cuerpo enjuto flotaba bajo el tosco hábito.
—Buenos días tengan vuesas mercedes, busco al hermano Juan de Dios, que viajaba en esta
nao.
Los tres nos miramos preocupados, pero sabíamos que la única solución era poner en marcha
nuestro plan. El barco ya estaba descargado y nada nos retenía en el puerto. Nuestros hombres
habían cargado algo de agua y comida, suficiente para alejarnos de Nueva España camino del
Perú.
—Vuestro hermano recibió un desgraciado accidente en una isla, tropezó con el hábito, cayó al
agua y le atacaron dos tiburones.
—¡Virgen Santísima! ¿No pudieron hacer nada por él?
—Los tiburones son animales terribles, nadie se enfrenta a ellos y sale ileso.
—Tendremos que abrir una investigación, la muerte de un inquisidor debe ser esclarecida.
Ordenaré que los guardias retengan la embarcación y nadie podrá entrar o salir de ella.
Aquello no nos sorprendió, sabíamos que aquel era el procedimiento habitual.
—Nosotros creemos que no se trató de un accidente. El inquisidor descubrió algo —le conté al
oído.
—¿Qué es lo que me ocultan? Sepan que si no dicen la verdad caerá sobre vuesas mercedes
todo el peso de la ley de Dios y de los hombres.
El iracundo monje comenzó a agitar la mano derecha amenazante.
—Pensamos que descubrió que traíamos mercancía para un hombre judío, nosotros lo
ignorábamos, pero él lo averiguó, el mercader debió temer la denuncia y acabó con su vida
simulando un accidente.
El monje se revolvía de ira y miraba a un lado y al otro.
—¿Dónde se encuentra ese hijo del diablo?
Señalamos al primo de Marcelo de Segovia, que nos observaba preocupado desde el puerto.
En cuanto vio nuestro gesto se subió a un carro y pidió a sus hombres que salieran del puerto.
—¿Aquel vestido de negro? —preguntó el monje preocupado al ver que se le escapaba su
presa. Corrió por la borda y bajó la pasarela a la carrera, estuvo a punto de caer al agua.
En cuanto el monje estuvo en tierra firme comenzó a pedir a gritos la ayuda de la guardia.
Nosotros debíamos escapar de allí antes de que se aclarara el asunto. Los marineros levaron
anclas y se abrieron las velas, la nao comenzó a moverse lentamente, hasta que Tomás logró salir
del puerto. Nuestro próximo destino era el Callao, desde allí iríamos a la ciudad de Lima. Ya nada
podría impedir que concluyéramos nuestro accidentado viaje. Mientras nos alejábamos de
Acapulco, sentí que ya podía ver las costas del Perú, estábamos muy cerca de llegar de nuevo a
casa.
40. Problemas
Por la noche respiramos tranquilos, al parecer no nos había seguido ninguna embarcación. Le pedí
a Tomás que intentáramos ir lo más rápido a Lima. Nuestra familia debía estar preocupada y la
impaciencia apenas me dejaba descansar por las noches. Nos reunimos en torno a la mesa, por
primera vez en muchos años no teníamos a nadie que nos importunase.
—Estoy deseando ver a Gerónimo, Antonio, Gregorio y Leonor —les dije mientras comíamos
una suculenta cena por primera vez en meses.
—Leonor seguro que está grandísima, ya debe ser toda una dama —comentó Mariana. Ahora
que Sara ya no estaba parecía de nuevo melancólica y desaliñada.
—Lo mismo habrá sucedido a nuestros hermanos, ya no son los niños que dejamos hace tanto
tiempo —añadió Luis.
—Nunca pensé que tendría una familia tan numerosa.
—Pues eso que no os hemos hablado de nuestros primos, podríamos casi gobernar una nao
únicamente con la familia.
Continuamos la cena, cuando me pareció escuchar un ruido. Pedí al resto que se callase con un
gesto. Me acerqué a los grandes arcones que se encontraban en el camarote del capitán. Allí
solíamos guardar documentos importantes y planos. Abrí primero uno y vi ante mí el rostro
confuso de Sara; después en el otro encontré al joven caballero.
—¡Por Dios! ¿Habéis estado aquí todo el tiempo? Vuestro comportamiento infantil casi nos
arruina a todos.
—Lo sentimos, doña Isabel, pero fue la única forma de mantenernos unidos —se disculpó
Sara.
Deberíamos darnos la vuelta y entregarla al primo de su padre, pensé mientras llegaba el resto
de la familia.
—Os rogamos que nos dejéis en Lima y ya no os importunaremos más —comentó el joven.
—La fuerza del amor —añadió Mariana.
—Vos sabíais esto. ¿Verdad?
Mi hermana se encogió de hombros.
—No podíamos dar a nuestra amiga a un desconocido.
—Era la voluntad de su padre, ahora son dos fugitivos —le contesté muy seria.
—Eso ya no depende de nosotros, estos jóvenes han escogido su propio destino.
Me sorprendieron las palabras de mi esposo, pero al final terminaron con la disputa. Servimos
la cena a los hambrientos amantes y reanudamos nuestra charla.
A los pocos días, para nuestra desesperación, la nave comenzó a inundarse por las bodegas,
tuvimos que repararla y para ello recalamos en la ciudad de Panamá. Durante más de tres meses
estuvimos reparando la nao. Dimos gracias a Dios de que el barco lograra llegar hasta costas
amigas, si la avería hubiera sucedido en medio del océano, todos hubiéramos perecido, aunque
aquello retrasó aún más nuestra llegada al Perú.
Tras lograr arreglar la San Jerónimo continuamos nuestra travesía hasta Lima. Todos nos
encontrábamos hastiados de las interminables horas en la nao, aunque intentamos pasar el tiempo
de la mejor forma que pudimos. El tiempo nos acompañó, los vientos fueron favorables y
llegamos al puerto del Callao.
Todos salimos a cubierta para contemplar la costa, teníamos la sensación de haber llegado por
fin a casa, ya habíamos superado todos los peligros.
La nao atracó sin problemas y, mientras se colocaba la pasarela, preparamos todo para el
desembarco. En unas horas estaríamos en nuestro palacio y podríamos abrazar a nuestros
hermanos.
Apenas habíamos comenzado a bajar los primeros enseres, cuando un pequeño grupo de
soldados con el capitán del puerto a la cabeza pidió permiso para subir a bordo. Nos extrañó que
hombres armados salieran a recibirnos, pero no quisimos darle mayor importancia.
—¿Sois doña Isabel Barreto, gobernadora de las islas Salomón?
—Sí, capitán. ¿Qué sucede?
—Vos y vuestros hermanos quedan detenidos en nombre de su excelentísimo virrey del Perú.
41. Lima
Puerto del Callao, Lima, 20 de mayo de 1598

Los soldados se abalanzaron sobre nosotros y Fernando sacó su espada, hiriendo a uno en la
mano. Mis hermanos estaban a punto de imitarlo cuando me interpuse entre ellos.
—No quiero que se vierta sangre, ya tendremos tiempo de aclarar este malentendido con el
virrey Mendoza.
Mi esposo tiró la espada al suelo con furia, como el resto de mis hermanos.
—¡Quedáis presos en nombre del excelentísimo virrey del Perú don Luis de Velasco y
Castilla!
—¿Qué decís? Cuando marchamos…
—Mendoza regresó hace tiempo a España, le pidió a su majestad el rey que lo relevase. Ahora
nuestro señor es don Luis de Velasco, antiguo virrey de Nueva España, uno de los hombres más
nobles y justos de la tierra —dijo el capitán mientras los hombres nos tomaban a mis hermanos y a
mí por los brazos.
—¿Qué hacemos con este? —preguntó un soldado.
—El señor don Fernando de Castro no está acusado de nada, como tampoco doña Mariana.
Mi hermana comenzó a gritar al ver que se nos llevaban.
—¡Soltadles! ¿De qué se les acusa?
—En la audiencia les informarán, nosotros únicamente cumplimos órdenes.
Fernando abrazó a mi hermana, mientras nos sacaban del barco. En el puerto vimos al resto de
nuestros hermanos que nos gritaban palabras de ánimo, sin poder aproximarse.
—¡Dios os guarda y esto no quedará así! —gritó Gerónimo, mientras Gregorio y Antonio
maldecían a los soldados del virrey. Mi hermana pequeña Leonor no podía contener las lágrimas.
—Tranquila pequeña, en breve nos volveremos a ver y haremos una fiesta por nuestro feliz
retorno —le grité a mi hermana.
A pesar de mis palabras me sentía angustiada. Me preguntaba qué podía haberle contado
Quirós al virrey para que nos apresaran nada más llegar a Lima. Al principio creí que era por el
asunto del inquisidor, pero al dejar libre a Fernando, estaba convencida de que las mentiras del
piloto nos habían conducido a aquella humillante afrenta.
Nos montaron en un carro con rejas, como si fuéramos fieras salvajes. Toda la ciudad pudo
vernos de camino al penal, muchos señalaban sorprendidos a nuestra comitiva, éramos personajes
conocidos en todo Perú, sabían que era la viuda de Álvaro de Mendaña.
Nos bajaron a empujones, como a viles malhechores, después el jefe de alguaciles tomó nota
de nuestro encierro: a mis hermanos los metieron juntos en una mazmorra infecta; a mí me
destinaron a una un poco más limpia, con una cama, una mesa y una silla.
Mientras me movía inquieta por la celda, miré el tragaluz que había justo sobre mi cabeza.
Apenas se podía distinguir el cielo azul y algunas nubes blancas.
Las horas pasaron lentamente, me trajeron algo de comer y, cuando comenzaba a oscurecer,
escuché cómo se abría la puerta de hierro.
—Tenéis una visita.
Me quedé extrañada. Pensé que sería mi esposo, que no quería dejarme sola en aquel trance.
Un hombre grueso de rostro rosado y sin barba entró en la celda con una vela en la mano. Parecía
un fantasma que se atrevía a aparecer en mis peores pesadillas.
—¿Quién sois vos?
—Vuestro defensor, doña Isabel, no hagáis cuentas, me envían vuestros hermanos.
—¿Tenéis nombre?, señor letrado.
—Don Alejandro Vizcarra, conocí a vuestro tío que en paz descanse.
Me senté en la silla mientras él permanecía de pie. Además de una vela cargaba con unos
documentos.
—¿Se puede saber de qué se me acusa? Llevo años fuera del Perú, he ido a una exploración
apoyada por su majestad, en ella he perdido a mi esposo, a mi hermano y mi cuñado, además de
mi patrimonio y salud. ¿Así es como Lima recibe a sus hijos?
El hombre me pidió permiso para sentarse en el camastro.
—Me temo que Lima no es culpable de nada, pesa una grave acusación sobre vos y sus
hermanos.
—Soy toda oídos.
—Don Pedro Fernández de Quirós llegó a la ciudad hace meses, tuvo varias reuniones con el
virrey. Le pidió ayuda y permiso para colonizar las islas Salomón. Aducía que vuestro difunto
esposo no las había encontrado, que habían llegado a las Marquesas. Además, le contó a don Luis
que vuestro esposo había asesinado al maese de campo y a otros soldados, que vos habíais
incumplido el contrato del viaje, maltratado a la tripulación, perdido tres naos y engañado al
gobernador de Filipinas.
Me levanté furiosa, si hubiera tenido en aquel momento a Quirós delante le hubiera
estrangulado con mis propias manos.
—Todas esas cosas son difamaciones y mentiras. Traigo la documentación que demuestra que
el maese de campo se rebeló en repetidas ocasiones y conspiraba contra mi esposo. Además de
las propias traiciones de Quirós y sus hombres hacia nosotros. Lo que anhela ese hombre es mi
título de gobernadora.
El abogado dejó un documento en la mesa.
—Además declaró que habéis utilizado los servicios de un judío converso, escapado de la
justicia para sufragar vuestro viaje de regreso. Pero la peor de las acusaciones es…
El hombre me estudió un momento antes de terminar la frase, como si temiera mi reacción.
—Que vos asesinasteis a vuestro esposo envenenándole para quedaros con sus títulos, para
después casaros con un hombre más joven.
Aquellas últimas palabras me hundieron por completo y me eché a llorar de rabia.
—¿Dónde se encuentra ese mal nacido?
—Pensé que os lo había dicho, partió para España hace un mes. No logró convencer al virrey
de que apoyara una nueva expedición. Su excelencia le informó que el rey era el único que podía
darle el permiso.
—¿Se ha marchado a España después de acusarme? Eso es ilegal, no se puede pronunciar falso
testimonio y después marcharse sin más. ¿Qué pruebas ha aportado?
El abogado dejó más documentos sobre la mesa.
—Confesiones juradas de cinco testigos, el diario de a bordo.
—Es falso, lo tengo yo en mi barco.
—El juicio será en unos días, no os preocupéis, os sacaré de aquí junto a vuestros hermanos.
En unos días habréis olvidado lo sucedido y podréis retomar vuestra vida.
—Así lo quiera Dios —le contesté.
—Sin duda lo hará.
Tras dejarme a solas estuve repasando los documentos, después me tumbé en el camastro. Aún
no me creía lo sucedido, aquel maldito piloto había llegado demasiado lejos. Me juré que iría
hasta España para defender mi causa y se lo haría pagar muy caro.
Por la mañana me levanté con el cuerpo molido por aquel camastro infecto, tenía hambre y sed,
tuve que hacer mis necesidades en un pequeño barreño. Todo era humillante, añoraba a mi esposo,
a mis hermanos y mi casa. Ahora que me encontraba tan cerca, en cambio, me sentía más lejos que
nunca.
Después del desayuno el alguacil me avisó de que tenía una nueva visita. En esta ocasión fue
más agradable: eran mis hermanas Mariana y Leonor. En cuanto las vi me eché a llorar.
—¡Dios mío! ¡Qué bella estáis, mi amor! —exclamé mientras abrazaba a la pequeña.
—Hermana, os he echado mucho de menos. Aquí todo ha cambiado mucho desde que se fue
nuestro protector. Don Luis es un hombre severo y distante. Ya no hay fiestas ni bailes, lo único
que piensa es en favorecer la suerte de los indios. No penséis que lo desapruebo, pero eso no está
reñido con las cosas buenas de la vida.
—Seguís igual, pensando en bailar y disfrutar de la vida.
—Hay cosas que nunca cambian.
—Lamento que vuestro prometido desapareciera con la nao de Lope, eran dos hombres
excepcionales.
La cara de Leonor se ensombreció por unos momentos, pero al rato intentó cambiar de
conversación.
—Os hemos traído algo de comida, seguro que la de aquí es horrible —comentó Mariana
mientras sacaba unas empanadas y unos pastelillos.
Comimos las tres mientras Leonor nos relataba las aventuras de todos los años que habíamos
permanecido fuera de casa. Nos reímos con sus chascarrillos, para todos los habitantes tenía una
broma o un chisme. Al menos pude olvidarme por un momento de mi prisión y todo lo que nos
había sucedido en años de desgracias y desdichas.
42. Audiencia
La audiencia de Lima era mucho más impresionante que la de la ciudad de Manila. El palacio del
gobernador situado en plena la plaza mayor se erguía imponente. Salimos de la prisión y nos
llevaron en el carro enrejado hasta la puerta principal. Nos habían permitido asearnos y
cambiarnos, pero la mayoría de vecinos nos recibió como si ya nos hubieran condenado. Los
abucheos, escupitajos y la fruta podrida que nos lanzaban eran la muestra de cómo el populacho es
capaz de alabar un minuto antes y despreciar con toda su alma un minuto más tarde a sus héroes.
Entramos por la puerta principal y ascendimos por las escalinatas, los soldados engalanados
nos protegían del gentío, entramos en la sala repleta de gente y nos llevaron hasta el frente. La
silla del virrey se encontraba vacía, pero pudimos girarnos y saludar a nuestros hermanos y a mi
esposo.
—¡No temáis, se hará justicia! —gritó Fernando. A su lado se encontraba Tomás y Sara con su
amado.
El virrey entró en la sala y todos nos pusimos en pie.
—El excelentísimo virrey del Perú don Luis de Velasco, marqués de Salinas.
Don Luis llevaba un bonete de copa alta de color negro, vestía traje de la orden de los
Caballeros de Santiago, con la cruz roja en el pecho; su barba canosa estaba bien recortada y sus
ojos azules aparecían cubiertos por unas gafas redondas.
—¡Siéntense! —gritó el secretario. Después tomó un documento y comenzó a leer—. En el día
de hoy, siendo virrey del Perú, don Luis de Velasco, marqués de Salinas, se juzga a doña Isabel
Barreto y sus hermanos Luis Barreto y Diego Barreto por los delitos de traición, homicidio,
falsificación documental, perjurio e incumplimiento contractual. La acusación se realizó por don
Pedro Fernández de Quirós, piloto mayor, secundada por la firma de cinco marineros y don Luis
Belmonte Bermúdez. Estando ausentes dichos caballeros, serán representados por su abogado el
señor don Alfredo Zamora.
El abogado de la acusación se puso en pie.
—Aquí enfrente tenemos a los acusados, los Barreto, que llegaron al Perú y a la muy noble
ciudad de Lima para esquilmar a sus buenos vecinos, aprovechándose de la amistad con el
anterior virrey. Los Barreto sedujeron a don Álvaro de Mendaña, engatusándole con su hija Isabel.
La pueden ver allí sentada como una nueva Jezabel. Esta familia infame había planeado
deshacerse de don Álvaro en cuanto pisaran suelo de las islas Salomón, y de cualquiera que se
interpusiera en su camino. Malmetieron a don Álvaro contra el maese de campo, aportando
pruebas falsas, mientras Isabel coqueteaba con el aprendiz de piloto. Después, asesinaron,
envenenándole, a don Álvaro. Tras el mal gobierno de doña Isabel, todos debieron de huir de las
islas, que su esposo le había dejado en herencia. Pero dichas islas no le pertenecen, lo primero
porque no eran las islas Salomón, eran las recién descubiertas islas Marquesas, incumpliendo así
las prerrogativas de cualquier adelantado, que no puede otorgar lo que no ha tomado en posesión.
Durante el viaje a Manila, doña Isabel fue una almiranta cruel, déspota, injusta e inepta. Según las
confesiones escritas y juradas de mis testigos. Por tanto, doña Isabel y sus hermanos conspiraron
contra don Álvaro de Mendaña y lo asesinaron, así como lo intentaron con don Pedro Fernández
de Quirós, mi cliente. Esto demuestra que cuando una mujer toma el mando, el diablo hace de las
suyas. Por ello pido la pena de muerte para los tres, que el Señor nos asista.
Un murmullo recorrió la audiencia hasta que el virrey mandó callar. Don Luis se incorporó un
poco y pidió al abogado defensor que alegara a nuestro favor.
El abogado presentó varios testimonios en contra, también la resolución del gobernador de
Manila y todas las pruebas que habíamos aportado. Después me llamó a declarar.
—Doña Isabel, sois una mujer joven todavía, pero valeroso y decidida. Se os acusa de cargos
muy graves, pero aquí no están aquellos que os difaman. ¿Qué tenéis que decir en vuestra defensa?
—Amigos, hermanos, compatriotas, prestadme vuestros oídos —comencé a decir con voz
temblorosa—. Siempre recordamos el mal que nos han hecho y ponemos en el olvido un bien más
alto como el amor. Don Álvaro de Mendaña, mi esposo, fue el hombre más noble de la tierra. Lo
amé con mi vida y aún lloro su muerte. Aquí se ha dicho que soy una mujer ambiciosa, algo que en
el varón es una virtud, pero es el peor de los vicios en la mujer. Mi esposo me encomendó una
dura tarea, tal vez la más difícil a la que me he enfrentado jamás. Cuidar a mis hombres en medio
de una tierra extraña y hostil. Juré que los salvaría y los llevaría a buen puerto y así lo hice, a
pesar de los estorbos y conspiraciones de mi acusador y sus cómplices. Una vez en Manila, mi
acusador intentó difamarme, como ha hecho en Lima, pero sus artimañas quedaron al descubierto.
Mi único delito es ser mujer. Hace unos años la palabra de honor de mi esposo habría valido más
que el oro en esta ciudad, que amó y ayudó a construir. Hoy, su testamento es arrojado por los
suelos por un acusador que no está aquí para dar la cara. Puede que, al firmar su testamento, mi
esposo sin saberlo me condenara a la muerte. Muchos no perdonan que una mujer pueda ser
nombrada almiranta y gobernadora, en el mismo documento en el que donaba una gran cantidad de
oro a esta ciudad a la que amaba, y a sus vecinos a los que reverenciaba. Esperaba vuestras
lágrimas cuando regresara a Lima para anunciara su muerte, pero desde el principio he recibido
vuestros esputos y desprecios. Tal vez los merezca por atreverme a obedecer los deseos de mi
esposo moribundo.
Cuando terminé mi alegato, la mayoría de la audiencia tenía lágrimas en los ojos, algunos
gritaban “perdón” o pedían al virrey por mi liberación.
El virrey pidió que se presentaran todas las pruebas, después de examinarlas comenzó a
hablar.
—Señora doña Isabel Barreto, viuda de don Álvaro de Mendaña, yo os declaro inocente de
homicidio, ya que no hay pruebas de que vos intervinierais en la desdichada muerte de vuestro
esposo. Tampoco veo incumplimiento del contrato realizado a colonos y marineros, ya que el
gobernador de Manila ya sentenció a vuestro favor. Tampoco veo usurpación, conspiración ni
ninguno de los otros cargos que se le imputan. La financiación del viaje por don Marcelo de
Segovia, ciudadano libre de Manila, tampoco constituye un delito por lo que os declaro inocente
de todos los cargos, al igual que a vuestros dos hermanos. Se cierra la sesión.
Nos pusimos en pie cuando el virrey se retiró y comenzamos a abrazarnos. Estábamos aún
compartiendo nuestra alegría cuando se nos acercó un capitán de la guardia.
—Señora, el virrey quiere verla con su esposo en privado.
Salimos de la sala y recorrimos un pasillo largo y ancho, después el oficial llamó a una puerta
y nos franqueó la entrada. El virrey se había quitado la capa y estaba tomando una copa de vino.
—Pasen vuesas mercedes, lamento que su llegada a Lima haya sido tan desagradable, pero
tenía que tomarme la acusación muy en serio. No quiero que el pueblo perciba que los nobles no
tienen que cumplir con la ley como los plebeyos.
—Gracias pos vuestra benevolencia —le contesté.
—Simplemente he aplicado justicia, como aprendí de mi padre. El piloto mayor fue muy
insistente, intentó de todas las formas posibles que le enviara de nuevo a las islas Salomón, hasta
me pidió un barco, hombres y provisiones, pero no se lo concedí.
—¿Cuál fue la razón?
El virrey se sentó. Nos miró largamente y después dejó la copa en la mesa.
—Su majestad el rey don Felipe II le legó esas posesiones a su esposo y este a vos. El único
que puede cambiar de parecer es el mismo rey. Don Pedro Fernández de Quirós se encuentra de
camino a España. Llegará antes que vos, sin duda, pero dado que me ha engañado y ha intentado
torcer la justicia, quería entregaros un documento que avale vuestro buen hacer, no sé si esto
convencerá a nuestro amado rey, pero espero que al menos ayude.
Nos entregó un documento firmado de su puño y letra.
—Muchas gracias excelencia, nos hace un gran honor.
—Con respecto a vuestro alegato, os aconsejo que no mencionéis la condición femenina, en
Madrid no son como aquí, están convencidos de que una mujer no puede gobernar a hombres. Tal
vez, este sea de verdad un nuevo mundo, pero las leyes que rigen son las del antiguo, no lo olvide
jamás, doña Isabel.
43. Chile
Al atravesar el umbral de mi palacio se me saltaron las lágrimas. Miré con cariño cada pared,
cada cuadro y adorno, todo me recordaba a Álvaro, a pesar de que iba del brazo de mi querido
Fernando. En el salón principal me esperaban todos mis hermanos y amigos. Los abracé uno a uno,
derramando mis lágrimas por el tiempo de ausencia. La vida había continuado en Lima mientras
yo me hallaba en el otro extremo del mundo. Mis hermanos habían preparado un gran banquete en
mi honor. La mesa ya estaba dispuesta, con un mantel di lino blanco, la cubertería de plata y los
mejores manjares que da la bella tierra del Perú.
—Queremos brindar por el nuevo miembro de nuestra casa, don Fernando de Castro —dijo mi
hermano Gregorio.
—Gracias, legión de amados cuñados y cuñadas. Yo, hijo único, huérfano desde temprano, me
ha venido a dar Dios una extensa familia. ¡Brindo por todos!
Les relatamos durante horas nuestras aventuras y desdichas, cómo eran los habitantes de las
diferentes islas en las que habíamos recalado y, sobre todo, el aspecto de las islas Salomón.
—Me hubiera gustado ir con vos —comentó Gerónimo, el más pequeño.
—Ya perdimos a muy buenos hombres por el deseo de alcanzar la gloria, algunos deben
quedarse mientras que otros tienen que partir —le contesté, como si fuera la madre que apenas
recordaba. Me sentía responsable de todos ellos.
—¿Cuándo iréis a España para reclamar vuestro derecho? —me preguntó Mariana, que había
estado callada casi todo el tiempo, como si la falta de su amado esposo se le hiciera aún más
insoportable en aquel lugar donde tanto le había amado.
—No tenemos fortuna, tampoco oro o bienes que vender. Me temo que cuando logremos reunir
la cantidad que necesitamos, Quirós ya se habrá hecho con nuestro derecho.
—Eso jamás —dijo Gregorio—. Hay una forma.
Le miré curiosa, aún no me acostumbraba a ver a mis hermanos tan crecidos, en mi mente
seguían siendo muchachuelos.
—Decidme pues.
—Las encomiendas de Chile, si las vendéis, podríais sacar suficiente para viajar a España.
Apenas recordaba esa parte de la herencia de nuestro tío.
—Eso no es solo mío, Gregorio, os pertenece a todos.
—Puedes hacer con ellas lo que deseéis —añadió Diego y, poco a poco, todos dijeron lo
mismo.
—No lo aceptaré, es vuestra herencia.
—Hemos logrado mantener a flote esta casa, varios de nosotros trabajamos para el virrey en
cargos importantes, casaremos a Leonor dentro de poco con un hombre rico.
Leonor le dio un golpe en el hombro a Gregorio.
—Eso lo decidiré yo, aquí no hay padres que me puedan obligar.
—Todos somos tus padres —bromeó Luis.
—Os ayudaremos para que podáis llegar a Chile y vender las tierras. Después lo único que os
restará será pedir el permiso real y tomar una nave en Cartagena.
Todos aplaudieron el plan de Luis y en las semanas siguientes preparamos el viaje a Chile.
Guañacos distaba casi mil leguas de nuestra amada Lima, además de la travesía en nao,
debíamos atravesar montañas, aunque nuestro plan era ir hasta Concepción y conseguir algún
comprador.
Tardamos tres meses en reunir el dinero para el viaje, después otros dos en encontrar un navío
que nos llevara hasta allí. Al menos, al poco de estar en la ciudad, encontramos a un noble
sevillano interesado en nuestras tierras, que vendimos a buen precio.
Tras siete meses de espera ya estábamos listos para emprender nuestro viaje a España.
Al llegar de nuevo a Lima, mis hermanos nos recibieron de nuevo con mucha alegría y nos
dieron las nuevas de lo que había acontecido. Mientras comíamos todos juntos nos hablaron de
Tomás Escobar, la bella judía Sara y su amado, además del matrimonio de Leonor.
—Tomás partió con una expedición hacia Acapulco, le hubiera gustado despedirse de ambos,
pero no podía desaprovechar aquella oportunidad de ser piloto por primera vez —nos dijo Diego.
Mi hermano Luis se había alistado en el ejército y estaba pacificando las tierras de Chile.
—Esperamos que Dios le prospere, le contesté.
—Sara de Segovia y su amado no sufrieron tan buena suerte. Hará dos meses que llegó hasta
aquí su padre Marcelo, logró que se considerara nulo el matrimonio de su hija y se la llevó de
nuevo a Filipinas, la pobre lloraba desesperada cuando la embarcó aquel hombre. Su amado dio
con sus huesos en la cárcel, aunque no creo que por mucho tiempo.
Mariana parecía triste mientras nos contaba la historia de la muchacha.
—¿Estáis bien? —le pregunté.
—Sí, pero tengo que pediros algo. He logrado reunir un poco de dinero y querría ir con
vosotros a España. Lima ya no puede retenerme, son demasiados los recuerdos.
—¿Estáis segura?
—Nada podría hacerme más ilusión.
Nos abrazamos. A pesar de la compañía de Fernando, mi hermana era la persona que mejor me
comprendía en el mundo, no tenía que hablar, simplemente observando mi semblante sabía mi
estado de ánimo.
A las dos semanas ya nos encontrábamos a punto de partir, cuando el gobernador nos mandó
llamar.
Acudimos a la audiencia con el corazón en vilo, no sospechábamos para qué deseaba vernos
don Luis. Nos recibió de inmediato, con su austera amabilidad y nos pidió que nos sentásemos.
—Ya sé que están a punto de partir, he recibido noticias de Madrid y Quirós ya está en la
corte. Si aceptan un consejo, no gasten sus esfuerzos y hacienda en esta empresa. Nos son más
útiles en Lima. Les ofrezco el gobierno de una ciudad, tendrán rentas de sobra, no son las islas
Salomón, pero no tendrán que pleitear y dejar el Nuevo Mundo. Les aseguro que la Corte es un
lugar oscuro y lleno de intrigas, tendrán que gastar una fortuna para ver a su majestad y otra para
intentar que se ponga de su lado. No creo que el rey apoye su causa, doña Isabel.
Aquella fue la mayor de las tentaciones antes de nuestra partida. Una vida tranquila y sosegada,
una ciudad a nuestra disposición y terminar con nuestra interminable querella con Quirós.
—La decisión en este caso es de mi esposa, excelentísimo virrey.
Los dos me miraron y yo bajé la cara, por un segundo lo pensé, pero mi respuesta no podía ser
otra.
—Soy hija de una larga tradición de hidalgos, no cruzamos la mar océana para que un
malnacido y mentiroso se quedara con lo que nos pertenece. Si Dios quiere y me da fuerzas, iré a
España a defender mi causa.
—Así sea.
El virrey mandó llamar a uno de sus sirvientes y nos entregó una pesada bolsa de piel.
—Esto les abrirá algunas puertas.
—No podemos aceptarlo —le supliqué.
—Sí podéis, además os entrego esta carta para el secretario del rey
Nos entregó un sobre lacrado y lo guardó Fernando.
—Muchas gracias, no tenemos palabras.
—Disfruten de España. Al menos eso no puede negároslo nadie.
Salimos del palacio del virrey animados, teníamos la sensación de que la fortuna nos sonreía
de nuevo, aunque sabíamos que aún nos quedaba por delante un peligroso y largo viaje.
Quinta parte: España
44. Viaje a España
Cartagena, 15 de agosto de 1599

El viaje hasta Cartagena fue muy arduo y peligroso. Nos embarcamos en el Callao, desde allí
viajamos hasta la ciudad de Panamá. Tardamos casi veinte días en llegar a ella. Tuvimos que
recorrer caminos polvorientos hasta Portobello, sufriendo a los mosquitos y a lomos de unas
mulas sucias y lentas. Nos embarcamos en una fragata que salía todas las semanas hasta
Cartagena. Tras una travesía de siete días, llegamos al puerto más importante del Nuevo Mundo.
La ciudad se encontraba inquieta, los ingleses habían enviado una escuadra de naos feroces
que habían intentado tomar el puerto. El conde de Cumberland había tomado Puerto Rico y, no
saciado con su conquista, asediaba a las naos que partían del puerto de Cartagena cargadas de
oro.
Nos costó mucho hallar un barco que se atreviera a salir de la ciudad y llegar a La Habana.
Don Luis Fajardo, capitán general de la Armada de Guarda de la flota de las Indias, se había ido
con la escolta de galeones que custodiaban el oro, apenas siete meses antes. Nos enteramos que
Quirós había logrado subir en su barco.
Nuestro galeón era muy viejo, pero logramos llegar a La Habana en algo más de veinte días.
En la ciudad, un viejo marino nos contó que la flota real había tenido que dar la vuelta y esperar a
emprender su viaje, debido a una tormenta en enero de aquel mismo año. Gracias a Dios, nuestro
enemigo había perdido un tiempo precioso, por lo que calculamos que llevaba mucho menos
tiempo del que creíamos en Madrid.
Desde La Habana teníamos que encontrar otro barco que nos llevara a Sanlúcar de Barrameda,
pero no parecía que hubiera muchos dispuesto a recorrer el océano sin escolta.
Nos alojamos en un mesón cerca del puerto, era lo mejor que encontramos. Recorrimos todas
las naos del puerto, esperando que alguna nos llevara como pasajeros. Agotados de caminar nos
sentamos en una mesa cercana de un mesón. Un capitán estaba bebiendo vino y al vernos llegar
comenzó a conversar con nosotros.
—Bienvenidos a La Habana, espero que la estancia en la ciudad les sea de provecho.
—Buscamos una nao que parta de inmediato a España, pero por temor a los ingleses el
comercio se encuentra detenido.
El capitán nos pidió permiso para sentarse en nuestra mesa tras escuchar las palabras de mi
esposo.
—Yo parto para allí en unos días, llevamos tabaco y otras mercancías, no temo a los ingleses,
mi nao es la más rápida de la flota española.
Negociamos el pasaje con el capitán don José Miraflores, que así era como se llamaba el
capitán y esperamos a que estuviera cargado la Santa Inés, que era como se llamaba su nao.
Logramos salir de La Habana a finales de septiembre y llegar al puerto de Sanlúcar a
mediados de octubre, cuando el otoño ya podía observarse por todas partes. Afortunadamente no
nos cruzamos con naves inglesas, ya que la nuestra no estaba bien armada.
Al llegar a la ciudad tomamos pasaje en otra embarcación que remontaba el Guadalquivir hasta
Sevilla, la ciudad más populosa de España. Fue emocionante recorrer sus callejuelas, que
parecían las de una ciudad mora más que las de una cristiana. Visitamos su maravillosa catedral y
allí rezamos y dimos gracias a Dios por aquel largo y dificultoso viaje.
A la mañana siguiente visitamos la Casa de Contratación, Fernando tenía un viejo amigo allí
que podía darnos noticia de Quirós. Si había pasado por la ciudad habría quedado registrado.
Llegamos al inmenso edificio situado junto a los Reales Alcázares y la catedral. No había visto
plaza más hermosa jamás, Mariana parecía disfrutar tanto como yo de esta etapa de viaje. Atrás
quedaban las fatigas y las largas horas en medio del océano.
Un secretario nos llevó hasta la sala del escribano, amigo de mi esposo. Se saludaron
efusivamente, ambos habían estudiado para monjes, pero ninguno de los dos había seguido la vida
religiosa.
—Tenéis una gentil esposa y ella es…
—Mi hermana, doña Mariana.
El hombre, con su barba rubia y sus ojos verdes, se la quedó mirando un buen rato.
—Vayamos a una taberna, tenemos que celebrar este encuentro.
Salimos del edificio y nos metimos por las callejuelas que se extendían detrás de la catedral.
Jamás había visto tantos sitios juntos para comer. Entramos en uno que parecía elegante y pedimos
una mesa.
Aquel hombre pidió algunas viandas que no habíamos probado desde nuestra partida al Nuevo
Mundo, después bebimos el mejor vino del mundo.
—Se nota que vuesas mercedes echaban de menos las delicias de España.
—Gracias por concedernos vuestro tiempo.
—Para vos, lo que haga falta —contestó a mi esposo.
—Nos dirigimos a Madrid.
—¡Ese poblacho manchego! Sevilla o Santiago deberían ser la sede de la Corte real. Dicen
que el valido del joven rey es el que maquina para hacerse rico con el dinero de los alquileres en
la ciudad.
—¿El nuevo rey? —preguntó Fernando.
Hace poco más de un año que falleció su majestad Don Felipe II, ahora está en el trono su hijo,
que por lo que he oído únicamente se preocupa en oír misas y en cazar. El que realmente gobierna
es un joven noble amigo suyo, el duque de Lerma.
Nos quedamos boquiabiertos, su majestad el rey había sido para muchos el padre del imperio.
Ahora que no estaba, ¿quién sostendría tan magno edificio?
—Queríamos preguntaros por un piloto mayor que sabemos que pasó hace poco tiempo por la
ciudad, don Pedro Fernández de Quirós.
—Quirós pasó por aquí hace meses, tuvo que firmar en el registro. Pensamos que pediría
nuevo destino, pero pidió permiso para ir a Roma, según dijo para peregrinar y ver al Santo
Padre.
—¿Al papa? —le pregunté sorprendida.
—Eso dijo, que deseaba pedirle una merced para la evangelización de nuevas tierras.
—Es más astuto de lo que pensábamos —comentó Mariana.
El amigo de mi esposo la miraba como si no hubiera nadie más en la bodega.
—Quiere el favor del papa, para que el rey ceda antes.
—No sé de qué hablan vuesas mercedes. El papa, el rey, ceder…
—Este hombre pretende quedarse con mis derechos de gobernanza de las islas Salomón.
—¿Erais vos la esposa de don Álvaro de Mendaña?
—Sí, lo era.
—Sois la reina de Saba, por Dios, la almiranta de los mares del sur, la gobernadora de las
islas Salomón. Los marineros que venían de Nueva España contaban vuestras hazañas, pero todos
creíamos que se trataba de una leyenda.
Nos sorprendió que la gente de España tuviera noticias de nuestras aventuras.
—Quedaos en mi casa hasta que podáis partir para Madrid. Los caminos son malos e
inseguros.
—¿Cuántos días de viaje?
—Unos veinte días si vais ligeros, aunque lo normal es que sean veinticinco. Dentro de un mes
los caminos pueden cortarse a causa de las nieves.
Sabíamos que nuestro enemigo aún no habría llegado a Madrid y debíamos aprovechar la
ventaja.
—Partiremos en dos días —contesté, mi esposo me miró sorprendido.
—Estamos agotados de viajar, unos días de descanso no nos vendrán mal —comentó mi
hermana, que parecía atraída por el escribano.
—Me iría mañana mismo, pero debemos buscar un transporte seguro. Antes de que lleguen las
nieves tenemos que estar en la Corte.
Sabían que no era sencillo que cambiara de opinión, dos días más tarde logramos unos pasajes
en uno de los carruajes que partían a la capital. El viejo amigo de mi esposo, don José, nos
prometió que se reuniría con nosotros unas semanas más tarde, porque tenía unos asuntos que
resolver en la Corte. Todos éramos conscientes de qué asuntos se trataba, pero al ver a mi
hermana enamorada de nuevo, sentí una felicidad tan grande que lo hubiera llevado yo misma
hasta Madrid para que se casara con ella.
El camino en carroza por España fue mucho más pesado e incómodo que todos los mares y
océanos que habíamos tenido que atravesar para llegar hasta allí. Lo único que nos daba
esperanzas era que, por fin, parecía que lograríamos llegar a nuestro destino antes que Quirós.
45. La Corte
El caos se había apoderado de la ciudad, las malas lenguas decían que el valido del rey, el duque
de Lerma, había decidido trasladar la Corte a Valladolid para especular con las decenas de casas
que había comprado en dicha ciudad. Su majestad, que parecía atado a sus caprichos, había
dejado todo el gobierno en sus manos.
Nos instalamos en una casa cercana al Alcázar, un palacio viejo y oscuro, donde los reyes de
España vivían cuando no pasaban los calores del verano en El Escorial. Intentamos dar con el
secretario que nos había recomendado el virrey del Perú, pero ya no trabajaba en la Corte.
Al estar trasladando la cancillería el desorden era total, a cada lugar que acudíamos nos
enviaban a otro nuevo. Hasta el punto de que comenzamos a perder la esperanza de que su
majestad atendiera nuestra causa.
A los dos meses, en pleno invierno, llegó don José, el amigo de mi esposo, que al ser muy
avezado en asuntos administrativos se las ingenió para buscar la forma de que alguien nos
atendiera en la Corte.
Su majestad el rey Felipe III no se encontraba en Madrid, agotado por las mudanzas y el agobio
de la Corte se había refugiado en el monasterio de El Escorial, el refugio de su padre durante
muchos años. Don José era íntimo amigo del bibliotecario del monasterio, que había estudiado
con él durante un tiempo. El rey no era tan aficionado a los libros como su padre, pero solicitaba
pequeños breviarios y devocionales, para calmar los temores de su espíritu.
Nos trasladamos a San Lorenzo de El Escorial, misión casi imposible, porque todos los que
necesitaban la ayuda del rey alquilaban pequeñas casas y cuartos, esperando una audiencia. En
eso también nos ayudó don José, ya que su amigo, que vivía dentro del monasterio, tenía una
encantadora casa a poca distancia del pueblo.
Salimos de Madrid en un carruaje que logró atravesar con dificultad la montaña nevada por el
camino real, pero comparado con los largos viajes de las últimas jornadas, fue un paseo
agradable. La casa realmente se encontraba en una pequeña plaza en San Lorenzo de El Escorial.
Tenía un huerto, un salón con chimenea y tres habitaciones. Don José ocupaba una, otra Mariana y
la última mi esposo y yo. Cada día veía a mi hermana más encariñada con nuestro valedor en
Madrid. Lo cierto era que, a pesar de no ser tan apuesto como Lope, su atención y cortesía lo
suplían con creces.
Una mañana me asomé al balcón que daba al huerto y vi a los dos abrazados, mi hermana lo
besó. Me alegró tanto verla salir de su ensimismamiento, de la melancolía que llevaba a rastras
desde la pérdida de su esposo, que solamente por aquello había merecido la pena el viaje
realizado.
El asunto de la audiencia se alargó más de lo que pensábamos, para nuestra desesperación y la
dicha de Mariana. El invierno dejó paso a la primavera y esta al verano. El rey estuve yendo y
viniendo a Valladolid, hasta que por fin rondando ya más de un año de estancia en España,
logramos que nos recibiera.
Nos vestimos con nuestras mejores galas, no todos los días nos recibe el rey del Mundo, ya
que sus dominios eran tan grandes y extensos que en ellos no se ponía el sol. El bibliotecario nos
explicó el protocolo y las formas que debíamos guardar, como inclinarnos ante su majestad, no
levantar la vista ni dirigirnos a él, a no ser que este lo hiciera primero.
Alquilamos un carruaje que nos dejó delante de la gran explanada. Ya habíamos visto el
edificio por fuera en otras ocasiones, resplandeciente, de aquel granito grisáceo que asemejaba a
una montaña monolítica e inexpugnable. Bajamos del carruaje y dos soldados vestidos con
armaduras nos franquearon el paso, el bibliotecario ya nos esperaba impaciente en la puerta.
—Gracias a Dios han llegado a tiempo, su majestad no soporta la impuntualidad, es lo único
que le queda de su ascendencia alemana y borgoñona, además es un enamorado de los relojes.
Al cruzar la puerta vimos un patio cuadrado, forrado de piedra y la fachada de la basílica, pero
el bibliotecario torció a la izquierda, subimos unas escaleras a toda prisa y nos dejó en una amplia
sala.
—Les recibirá en la biblioteca, son mis dominios y no estará su valido presente. Me ha
costado mucho que cediera a recibiros, algunos asuntos aquí se demoran años.
—Muchas gracias, querido amigo —le dijo don José que nos había acompañado.
El hombre nos dejó solos, miramos los altísimos techos y la austera belleza del magno
edificio.
Los minutos nos parecieron horas, caminábamos nerviosos de un sitio a otro. Hasta que un
criado nos pidió que lo siguiéramos. Cruzamos un pasillo y, de repente, salimos a la majestuosa
biblioteca. Estábamos boquiabiertos, los frescos de las paredes y techos, las estanterías, los
libros y manuscritos centenarios. En el centro un gran globo terráqueo y mesas de las más finas
maderas, artesonadas y labradas con esmero.
Su majestad estaba sentado en una sencilla silla, no en su trono, aquello nos tranquilizó, al no
contemplarlo en toda su gloria.
Inclinamos nuestras cabezas y las dejamos así, mientras el bibliotecario nos presentaba.
—Doña Isabel Barreto —dijo el monarca con una voz fina, sin acento, clara y que pronunciaba
cada palabra lentamente.
—La viuda de don Álvaro de Mendaña es gobernadora de las islas Salomón y almirante,
Majestad.
El monarca lanzó una risita que nos inquietó. Se puso en pie y se acercó hasta nosotros. No era
muy alto, pero al permanecer inclinados, únicamente veíamos sus finos zapatos.
—Ya me ha explicado mi bibliotecario lo que os ha traído desde tan lejos. Los mares del sur,
apenas puedo imaginar su belleza. Nos apenas hemos salido de Madrid y Valladolid, ser rey no es
una tarea fácil. Siempre atendiendo asuntos, resolviendo problemas.
Don Felipe miró por la ventana que daba al pueblo, con sus tejados de pizarra y las paredes de
piedra.
—Este es uno de los pocos lugares donde puedo refugiarme de las obligaciones de mi cargo.
Su esposo y vos recorrieron mundos nuevos. Lo que no entiendo es su petición. ¿Podéis
presentármela vos misma?
—Su majestad, gracias por recibir a sus siervos y dedicarnos unos minutos de su valioso
tiempo. Disculpad que os importune con nuestro asunto. Mi esposo y yo costeamos una flota para
colonizar y poseer las islas Salomón descubiertas por don Álvaro años antes. El viaje no estuvo
exento de dificultades y pruebas, como la pérdida de una nao y la desaparición de mi amado
cuñado y esposo de mi hermana don Lope de Vega. Al llegar tuvimos querellas con el maese de
campo y algunos de sus hombres, que mi esposo tuvo que resolver con su ajusticiamiento. Tras
enfermar, mi amado esposo me nombró gobernadora, como heredera única de sus derechos y
hacienda, dejando a mi hermano don Lorenzo, como almirante de la flota. La muerte de ambos me
llevó a ser almiranta y gobernadora definitiva de las islas Salomón. Este, que es mi derecho, ha
sido cuestionado por don Pedro Fernández de Quirós, piloto mayor de la expedición, que ha
vertido infamias sobre mi persona y el resto de mi familia. Dos veces me ha denunciado ante las
autoridades, una en la ciudad de Manila y la otra en Lima, en ambos casos he ganado los pleitos,
pero ahora, el piloto mayor quiere apelar a vos.
El rey se sentó de nuevo en la silla.
—No veo cómo puede él pedir para sí un derecho que no le pertenece, pero debo consultar a
los letrados, estos asuntos se escapan de mi control. Os prometo que se os hará justicia y se
defenderán vuestros derechos. Cuando el asunto se hay resuelto, mi cancillería les hará saber
nuestra resolución.
Inclinamos todos la cabeza y nos fuimos lentamente, dando pasos hacia atrás, hasta que, al
estar a cierta distancia, nos giramos y salimos de la biblioteca. El criado nos dejó de nuevo en la
misma estancia y esperamos un rato a que llegara el bibliotecario.
—¿Cómo habéis visto a su majestad? ¿Qué pensáis del asunto?
—Tranquilícense vuesas mercedes, el asunto está bien encaminado, ahora los secretarios
tienen que revisarlo y resolver.
El bibliotecario nos acompañó hasta el gran patio y al ver que observábamos con atención el
frontal de la basílica nos preguntó si querríamos visitarla.
Cruzamos el patio empedrado, subimos la escalinata y entramos por el centro de la nave.
Miramos hacia arriba, su tamaño era descomunal, los pilares cuadrados, el altar mayo recién
labrado y brillante, nos dejó atónitos.
—Vuesas mercedes se encuentran ante el gran esplendor y la gloria del rey de España, un
monarca sin igual en la cristiandad. No son muchos los que pueden entrar aquí, al templo donde
los reyes entran en contacto directo con Dios.
Después nos acompañó a la salida, esperó a que subiéramos al carruaje y nos despidió por la
ventana.
—Vayan con Dios, confíen en Él, que es el que defiende todos nuestros pleitos y nos cuida de
todas nuestras aflicciones.
El carruaje se puso en marcha, el silencio de la plaza se rompió con el sonido de los cascos de
los caballos. Mientras nos alejábamos contemplé la fachada, era como un gigantesco galeón de
piedra en un océano de árboles. Me abracé a Fernando, parecía que el final de nuestra lucha se
encontraba cerca o, al menos, eso era lo que yo pensaba en aquel momento.
46. El valido
El resto del año pasó deprisa, el bibliotecario nos prometió que, antes de que acabara el siguiente
año, el asunto estaría resuelto a nuestro favor. Empezaban a menguar nuestras rentas, don José iba
y venía de Sevilla, pero en la primavera del siguiente año, mi hermana y él nos sorprendieron con
el anuncio de su boda. Su esposo don Lope de Vega no estaba oficialmente muerto, pero después
de tantos años desaparecido, don José consiguió que Mariana pudiera casarse de nuevo.
La ceremonia íntima fue en una sencilla capilla del pueblo, el oficiante un sacerdote común,
que no tardó mucho en casarlos. Además de los contrayentes y nosotros, que ejercimos como
testigos, se encontraba el bibliotecario, que en un día tan especial fue portador de malas noticias.
—No he querido decir nada en la iglesia ni al principio de la celebración, pero debéis saber lo
sucedido.
Nos encontrábamos en el huerto, sentados en la mesa nupcial, adornada con flores y finos
manjares. Dejamos las copas de vino y atendimos al bibliotecario.
—A veces el destino nos depara malas nuevas, los secretarios estaban a punto de dictaminar a
favor de vuestra causa, cuando el valido del rey el duque de Lerma, le pidió a la cancillería que
detuviese la causa. Don Pedro Fernández de Quirós solicitó hace unos días una audiencia y no sé
por qué extraña complicidad del duque, mañana recibirá el rey a vuestro enemigo. Trae una carta
del papa de Roma, además de varias recomendaciones de nobles y grandes de España.
Aquellas palabras me dejaron desolada, no quise mostrar mi angustia delante de Mariana el
día de su casamiento, pero en cuanto pude me retiré a mis aposentos y comencé a llorar.
Mariana acudió a los pocos minutos, se tumbó a mi lado y me acarició el pelo.
—Querida hermana, ¿os acordáis cuando éramos niñas poco antes de irnos de España?
Teníamos temor y excitación por lo que la vida nos quisiera regalar. Entonces me dijisteis algo
que quedó para siempre grabado en mi corazón: recordad que todo lo que os pase en la vida
debéis tomarlo como si fuera un milagro.
Sonreí entre lágrimas al pensar en aquellos años y en el tesoro que mi hermana había guardado
durante todo aquel tiempo para devolvérmelo en aquel momento tan difícil.
—Hemos hecho todo lo posible, aún no hemos perdido, pero este viaje y la vida no han sido en
balde.
Sus palabras acomodaron mi alma, respiré hondo y salimos de nuevo a la fiesta. Disfrutamos
como si nada hubiera sucedido. Todavía no había perdido mi causa, seguiría luchando mientras me
quedasen fuerzas.
Unos días más tarde, el bibliotecario nos informó de la reunión de Quirós con el monarca,
logró contemplar la audiencia desde un pasillo secreto.
—Don Pedro Fernández de Quirós llegó con su memorial y se lo entregó a su majestad, el rey
no le prometió nada, simplemente que lo estudiaría. Apenas había salido del salón, cuando fue
viendo cada una de las cartas de todos los miembros del Consejo de Estado. Primero a don Juan
Idiaquez, después al confesor de su majestad, más tarde a don Pedro de Franqueza. Además de la
carta del papa, el virrey del Perú también le firmó otra.
—No es posible —le interrumpí—, don Luis falló a nuestro favor.
El bibliotecario se encogió de hombros y continuó con su relato.
—La única forma de impedir que el piloto mayor reciba una cédula con el permiso para
conquistar las islas Salomón es hablando con el valido, el duque de Lerma. Aunque para que él
nos atienda, lo único que abre su corazón y su despacho es una buena cantidad de oro.
—¿Más oro? —preguntó Fernando preocupado. Apenas nos quedaba para subsistir unos meses
más.
—Será muy caro, os lo aseguro. No hay otra forma.
Habíamos perdido toda nuestra hacienda en aquel empeño y, ahora que parecía la resolución
tan cerca, de nuevo se cruzaba en nuestro camino Quirós.
—Yo pondré lo necesario —dijo don José, que se había trasladado a vivir con nosotros y
ahora servía de secretario a uno de los miembros del Consejo de Estado.
—No podéis, ya habéis hecho suficiente por nosotros.
—Somos familia y esta causa también me compete —añadió mientras mi hermana le abrazaba
orgullosa.
Mariana insistió para que aceptásemos su ayuda, su esposo era el único heredero de un conde
gallego, su fortuna no era considerable, pero sí lo suficiente para poder pagar un soborno.
Unos días más tarde, el duque de Lerma accedió a recibirnos. Tenía su despacho en San
Lorenzo de El Escorial, nos presentamos allí a primera hora de la mañana, cuando la niebla
convertía el monasterio en un fantasmagórico edificio que surgía de la nada. Entramos por una de
las puertas laterales, para estos asuntos el duque prefería la mayor discreción. Un criado con un
candelabro nos guio por un laberinto de pasillos y escaleras hasta una torre. Llamó a la puerta y un
hombre vestido completamente de negro nos hizo entrar. Después nos introdujo en un despacho
con unas increíbles vistas a la montaña.
El duque nos miró con indiferencia. Lo había imaginado como un hombre mayor, tosco y
aspecto descuidado. En cambio, vimos a uno maduro, bien parecido, peinado hacia atrás, con el
bigote y la barba cuidados hasta la coquetería.
—Queridos amigos, gracias por venir tan prestos. Me gusta que los negocios sean como el pan,
recién horneados y comidos calientes.
En la mesa había una bandeja con pequeños bollos aún humeantes.
—Tomen los que quieran, los hace el pastelero real. Estoy echando barriga por su culpa.
Nos sentamos las dos damas, mientras los dos hombres se mantuvieron de pie.
—Conozco su largo y pesado pleito. Sin duda merecen la justicia del rey, por ello estoy
dispuesto a ayudarles. No tengo intención de aprovecharme de vuesas mercedes, pero es muy
costoso poner en marcha la lenta y pesada maquinaria del estado. La única forma es animando
voluntades y eso, desgraciadamente, cuesta mucho oro.
—Lo entendemos, por eso estamos aquí —dijo don José, que era el que tenía algo de
experiencias en ese tipo de tratos.
—Vos sois don José, espero que pronto pueda ascender en la carrera pública, necesitamos a
hombres como usted en el Consejo de Estado.
—Tenemos entendido que don Pedro Fernández de Quirós, también está intentando hacerse con
la misma cédula real —dijo Fernando, todos le miramos a la vez para que se callara.
—Cierto, señor don Fernando, hay dos caballos en liza, únicamente uno de ellos puede ganar
la carrera. Sin duda será el más veloz. Aquí les dejo lo que el piloto mayor ha ofrecido por mis
servicios. Si son capaces de superarlo, la cédula y el derecho de conquista será de doña Isabel.
El hombre nos extendió un pedazo de papel escrito, tuvimos que desenvolverlo para ver la
cifra. Al contemplarla los cuatro nos quedamos atónitos, era mayor de lo que esperábamos.
—Siento decirles, que necesito una respuesta inmediata, el rey firmará mañana mismo la
resolución que le ponga delante.
—No podemos —dije, pero don José me detuvo con la mano.
—La aumentamos, si mañana nos entrega la cédula, antes de concluir este mes, le pagaré la
suma completa.
El duque de Lerma sonrió, después tomó uno de los bollos y comenzó a saborearlo despacio,
como si no quisiera perder ni un matiz de su sabor y textura.
—Lo lamento, pero ya le he dicho que mañana el rey firmará la cédula y tiene que estar
redactada. Les he comentado que el caballo ganador se lleva el premio.
Don José se puso en pie y sacó un estuche del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. El duque lo
observó intrigado, abrió el estuche y vio un collar de oro con un diamante amarillo de 300
quilates.
—Este collar ha pertenecido a mi familia desde hace dos cientos años, pensaba regalárselo a
mi esposa, como mi padre hizo con mi madre, pero creo que ella preferirá que mantenga a salvo el
derecho de su familia antes que lucirlo en su hermoso cuello.
—Perfecto, esto paga su deuda con creces. Mañana mismo tendrán la cédula del rey, pasen a
recogerla por la mañana.
Don José se puso en pie y tomó el collar para guardarlo después en el estuche.
—Mañana esto será suyo.
El duque frunció el ceño, como si le hubieran quitado de las manos el juguete más preciado.
No dijo nada, se limitó a tomar otro dulce mientras salíamos del despacho.
Bajamos por las escaleras, desandamos el camino y salimos al lateral de la plaza. La niebla
aún era tan espesa que apenas podía verse a un metro de distancia.
—No podéis pagar tanto —le dije a mi cuñado.
—Es una joya, mi familia la ha poseído durante generaciones, mi bisabuelo se la quitó a un
general musulmán tras la toma de Granada. Nunca ha servido para nada útil, al final podré
beneficiar a alguien con su venta.
—¿Estará segura en nuestras manos? —preguntó Mariana.
—La protegeremos con nuestra vida —contestó mi esposo mientras comenzábamos a caminar
hasta nuestra residencia. El sol intentaba tímidamente aparecer en el horizonte, pero la oscuridad
se cernía por los alrededores de lo que muchos consideraban el centro del mundo.
47. Lágrimas
Recorríamos los senderos arbolados mientras la niebla nos helaba los huesos. Me gustaban los
aromas que desprendía el bosque, el canto de los pájaros y cómo el viento mecía los árboles con
aquel sonido suave, como los silbidos de un muchacho llamando a su rebaño. Caminábamos en
parejas, por delante nuestros maridos hablando de sus asuntos, detrás nosotras platicando de lo
que haríamos cuando regresáramos a casa. Hacía poco tiempo que había recibido una carta de
Leonor, anunciándonos su pronto alumbramiento. Diego y Luis habían vuelto a embarcarse,
mientras que Gerónimo se encargaba de los negocios familiares y Gregorio se había casado con
una hermosa joven de Lima.
—No os he dicho algo de vital importancia —comentó mi hermana mientras me agarraba del
brazo.
—Pues es extraño, vos no me ocultáis nada.
—Estoy embarazada —comentó entre sonrisas.
—¡Cielo santo! Eso sí que es una buena noticia. Tendríamos que salir de España lo antes
posible, para que no tengáis a vuestro hijo en un barco.
—Eso quería comentaros, mi esposo ha conseguido un puesto importante en el Consejo de
Estado, me temo que deberíamos quedarnos un tiempo.
En un momento mi alegría se tornó en tristeza, Mariana era más que mi hermana, se había
convertido en mi confidente, mi apoyo y mi paño de lágrimas.
—Me alegro por ti, sé que tu esposo te hará muy feliz.
—Volveré a Perú y os visitaré en las islas Salomón si os establecéis allí. Os lo juro.
—Será lo que Dios quiera —le contesté. Prefería cambiar de conversación. Lo importante para
mí era su felicidad, por otro lado, deseaba fervientemente alejarme de Madrid y regresar a mi
casa.
Estábamos ya cerca del pueblo cuando escuchamos unos caballos que se aproximaban al
galope. Nos echamos a un lado, pero cuando nos adelantaron se pararon en seco y se giraron. Los
jinetes tenían el rostro enmascarado. Sin mediar palabra se lanzaron sobre nuestros esposos, sin
darles apenas tiempo a reaccionar. José se quedó en el suelo inmovilizado, mientras el jinete le
quitaba el estuche del collar; mi esposo aún forcejeaba con el otro hombre, hasta que este sacó un
puñal y se lo clavó repetidas veces por todo el pecho.
—¡Dejadlo, por Dios! —grité mientras corría hacia él.
Los dos hombres, tan rápidamente como habían llegado, subieron a sus caballos y
desaparecieron entre la niebla.
Cuando llegué hasta el cuerpo de mi esposo, apenas respiraba. Tenía los ojos abiertos, como si
la muerte le encontrara desprevenido, subí su cabeza y comencé a besarle en la frente.
—¡Dios mío, no te lo lleves! Perdona todos mis pecados y culpas, llévame a mí.
José se había logrado sobreponer y comenzó a pedir ayuda, mientras Mariana se puso de
rodillas a mi lado.
Fernando intentó hablar, pero la sangre le salía a borbotones por la boca, le manchó la camisa
y mis manos.
—Te traje hasta aquí para esto, perdóname amor mío. Espero reunirme contigo pronto, la vida
sin ti no tiene sentido.
Notaba cómo se me iba el alma con cada suspiro suyo, sentía que la vida se escapaba sin que
yo pudiera hacer nada para impedirlo. Comencé a verter mis lágrimas sobre su rostro, hasta que
sus ojos se quedaron fijos y sin vida. Mientras la niebla nos envolvía hasta convertirnos en
fantasmas, en espectros que vagan por lo mares, buscando un sitio en el que reposar para siempre.
Epílogo
Tras el entierro de mi esposo, mi hermana y José me acompañaron a Galicia, pensaba ingresar en
una orden religiosa, pero antes quería ver la tierra de mis antepasados por última vez. Recorrimos
la costa, visitamos nuestro pueblo y terminé comprando con la poca fortuna que aún me quedaba
una pequeña casa frente al mar. Me hice con una criada, vieja y algo torpona, pero que me haría
compañía en aquel destierro solitario.
Mi hermana se resistió a abandonarme, pero su esposo tenía que regresar a la Corte y ella se
encontraba cada vez más cerca de dar a luz. Nos despedimos entre lágrimas, a pesar de que el
sufrimiento me había ayudado a encontrar un sosiego inesperado.
Muerta la ambición, lo único que me quedaba era la vida, por lo que comencé a disfrutar de
largos paseos por los acantilados, el cultivo de un pequeño jardín, una comida hecha con amor.
Aquellas pequeñas cosas que siempre me habían robado el afán y el deseo de hacerme un nombre.
Escribí estas memorias no para que el mundo recuerde mi nombre, Isabel Barreto. Siempre
seré una simple mujer, un caballo salvaje galopando por estos montes desiertos y hermosamente
misteriosos.
Mis hermanos me enviaron noticia unos meses más tarde que don Pedro Fernández de Quirós
se fue pavoneando por Lima con la cédula real que le concedía la exploración y conquista de las
islas Salomón. No me importó, aquel lugar ya no significaba nada para mí.
La reina de Saba estaba muerta, la leyenda, la mujer que había sido almirante y gobernadora, la
dueña de su destino, ya no existía. Ahora, entre aquellas paredes de piedra, en las largas y frías
tarde junto a la chimenea, únicamente quedaba una mujer libre, que por las mañanas ojeaba las
cartas esféricas para no olvidar los maravillosos sitios que había visto con sus propios ojos,
lugares que ni el rey más poderoso del mundo vería jamás, pero, sobre todo, en cada uno de
aquellos puntos minúsculos del mapa se encontraba la memoria de las personas que había amado y
aquel era el mayor tesoro que había logrado descubrir: que el oro y la plata perecen, mientras que
el amor permanece para siempre.
Algunas aclaraciones históricas
La reina de Saba es una novela histórica, pero está basada en los verdaderos sucesos de la
segunda expedición de don Álvaro de Mendaña a las islas Salomón, su desdichada muerte y la
increíble aventura del regreso a Manila y más tarde al Nuevo Mundo. También es veraz la vida de
Isabel Barreto y su lucha por los derechos heredados de su esposo.
Todo lo narrado sobre la organización del viaje, la requisición de la nao San Jerónimo, el
apoyo de don García Hurtado de Mendoza, cuarto marqués de Cañete, el matrimonio entre
Mendaña y su esposa Isabel son veraces.
La descripción de las cuatro naos que participaron en el viaje: la San Jerónimo, nave capitana,
un galeón de 300 toneladas, cuyo capitán piloto mayor era Pedro Fernández de Quirós; la Santa
Ysabel, nave almiranta, de 300 toneladas, cuyo capitán era Lope de Vega; la San Felipe, galeota
de 40 toneladas, cuyo capitán era Felipe Curzo, y la Santa Catalina, fragata de 40 toneladas, cuyo
capitán era Alonso de Leyra.
El 7 de septiembre de 1595 desapareció la Santa Ysabel, con su capitán Lope de Vega, cuñado
de Isabel Barreto y esposo de Mariana, con el que se había casado en el viaje.
El 10 de diciembre de 1595, camino de Manila, desapareció la galeota con toda su tripulación.
El 19 de diciembre de 1595, ya por las islas Filipinas desapareció la fragata Santa Catalina,
aunque la mayor parte de sus tripulantes fueron encontrados por isleños.
Es veraz la historia Pedro Marino Manrique, el maese de campo que acompañaba a la
expedición y que se rebeló en numerosas ocasiones hasta que fue ajusticiado por Mendaña.
También es real la historia del piloto mayor Pedro Fernández de Quirós, famoso navegante,
que ambicionó el derecho a conquistar las islas Salomón y descubrir la Tierra Austral.
La historia de Mariana, Luis y Diego Barreto son reales, excepto el segundo matrimonio de
esta. Tampoco hay constancia que acompañara a su hermana a España.
Es ficticio el personaje de Tomás Escobar, así como el prestamista de Manila, Marcelo de
Segovia, su hija Sara, el inquisidor que acompañó en el viaje de vuelta a doña Isabel y don
Fernando.
Fernando de Castro, segundo esposo de Isabel, es un personaje real. No sabemos las causas de
su muerte, aunque algunas crónicas apuntan a que fue gobernador de una pequeña ciudad en Perú y
murió allí, tras regresar con su mujer de España.
Son ficticios los dos juicios, tanto el de Manila como el de Lima, aunque sí es cierto que
Quirós presentó su causa ante el virrey Luis de Velasco y Castilla, marqués de Salinas.
Son inventados el tifón de Manila, el intento de asalto de los ingleses a los barcos en el viaje,
así como la llegada a la Isla de Guam al regreso y el encuentro de ingleses en California, en la
ciudad de Albión, aunque es cierto que Sir Richard Drake fundó dicha ciudad.
La historia de Isabel Barreto es ante todo la de una injusticia y agravio, producido por su
condición de mujer, ya que era un hecho poco común que una mujer fuera gobernadora y almiranta.
Las descripciones de las islas y sus habitantes son veraces.
Sirva esta novela como homenaje a Isabel Barreto y a otras mujeres como ella que lograron
superar los prejuicios de su época y conseguir prodigios que muchos hombres no alcanzarán
jamás.
Gran parte de los acontecimientos históricos de este libro los he extraído de la crónica escrita
por Luis Belmonte Bermúdez y titulada Historia de los descubrimientos de las regiones
australes, escribano de Quirós y que redactó para él una relación de sus viajes. En dicho escrito,
sobresalen los prejuicios hacia Isabel, a la que Quirós quería desprestigiar, pero es una de las
pocas fuentes de la época sobre dicho viaje.
El encuentro de Isabel Barreto con el rey Felipe III y su valido el duque de Lerma son
inventados, pero pudieron producirse en términos parecidos.
Ruta del primer y segundo viaje de don Álvaro de Mendaña

PRIMER VIAJE

1. 20 de noviembre de 1567. Salida del Callao, puerto de Lima.


2. 15 de enero de 1568. Llegada a la isla de Jesús (nombre actual Nui, en Tuvalu).
Islas Salomón:
3. 1 de febrero. Baxos de la Candalaria (Ontong Java).
4. Del 7 de febrero al 17 de agosto. Santa Ysabel.
5. En las semanas siguientes se descubrieron: la isla de Ramos (Malaita), San Jorge
(al sur de Isabel), las islas Florecida, Galera, Buenavista, San Dimas, y Guadalupe
(grupo de islas Florida o Nggela Sule), Guadalcanal, Sesarga (Savo), islas San
Nicolás, San Jerónimo y Arrecifes (grupo islas Nueva Georgia), San Marcos
(Choiseul), San Cristóbal (Makira), Treguada (Ulawa), Tres Marías (Olu Malua),
San Juan (Uki Ni Masi), San Urbán (isla de Rennell), Santa Catalina y Santa Ana.
6. Baxos de San Bartolomé (atolón Maloelap, islas Marshall).
7. Isla de San Francisco (hoy islas Wake).
8. 22 de julio de 1569, Mendaña regresa al Callao.

SEGUNDO VIAJE

1. 9 de abril de 1595. La flora salió desde el puerto del Callao (Lima).


2. 16 de junio. Tras tomar colonos parte desde Paita hacia el Pacífico o mar del Sur.
3. Del 21 de julio al 5 de agosto. Llegada a las Marquesas de Mendoza (islas
Marquesas).
Magdalena (Fatu Hiva).
Dominica (Hiva Oa).
Santa Cristina (Tahuata).
San Pedro (Moho Tani).
20 de agosto. San Bernardo (Pukapuka, islas Cook).
29 de agosto. La Solitaria (Niulakita, Tuvalu).
4. Islas Salomón:
7 de septiembre. Tinakula.
8 de septiembre. La Huerta (Tomotu Noi), Recifes (islas Swallow).
5. Del 8 de septiembre al 18 de noviembre. Santa Cruz (Nendö, islas Santa Cruz).
1 de enero de 1596. Llegan a la isla de Guam, camino de Manila.
6. 11 de febrero de 1596. Llegada al puerto de Manila.

VIAJES POSTERIORES
1. Año 1597. Regreso al Nuevo Mundo, llegada a Acapulco.
2. Año 1598. Viaje a Guañacos (Capitanía General de Chile hoy perteneciente a
Argentina).
3. Viaja a España (posible ruta, año desconocido).
—Viaje en barco hasta puerto de Panamá.
—Desde Panamá a Portobello por tierra.
—Barco de Portobello hasta Cartagena de Indias (Colombia).
—Viaje en barco desde Cartagena a La Habana (Cuba).
—Travesía desde La Habana hasta Sanlúcar de Barrameda (Cádiz).
—Viaje en barco de Sanlúcar a Sevilla.
—Traslado a Madrid, posiblemente también a Valladolid.
—Viaje a Pontevedra.
Datos de personajes históricos

ISABEL BARRETO

Isabel Barreto de Castro, posiblemente nacida en Pontevedra en 1567. Navegante española y la


primera mujer en convertirse en almiranta. Casada con don Álvaro de Mendaña, adelantado y
almirante español.
Se desconoce la mayoría de datos sobre su juventud. Se cree que pudo ser nieta de Francisco
Barreto, marinero portugués y gobernador de la India. Algunos historiadores creen que sus padres
pudieron ser Nuño Rodríguez Barrero, conquistador del Perú y Mariana de Castro. Isabel tenía al
menos tres o cuatro hermanos y dos hermanas, otros historiadores hablan de tres hermanas.
Se casó con Álvaro de Mendaña en la ciudad de Lima en 1585, con apenas dieciocho años. Al
quedarse viuda en las islas Salomón fue nombrada por el testamento de su esposo gobernadora y
almirante.
Se casó de nuevo en Manila con Fernando de Castro, general y sobrino del anterior gobernador
de Filipinas. Se cree que, tras volver a Perú, viajó a España a reclamar sus derechos sobre las
islas Salomón. No se sabe la fecha exacta ni el lugar de su muerte. Algunos la sitúan en
Castrovirreyna (Perú) en 1622, otros en Galicia.

ÁLVARO DE MENDAÑA Y NEIRA

Don Álvaro de Mendaña nació en Congosto (El Bierzo) en la provincia de León en 1541. Hijo de
Rodrigo Mendaña e Isabel de Neira. Embarcó para Perú con su tío Lope García de Castro,
hermano de su madre. Una vez allí hizo varias exploraciones. Al escuchar de los indios quechuas
la existencia de unas islas llenas de oro, Álvaro y su tío creyeron que se trataba de las famosas
islas de Ofir, donde el rey Salomón sacaba su oro. Mientras su tío fue virrey provisional de Perú,
le ayudó a organizar una expedición y salió con dos galeones de 300 y 200 toneladas, llamados
Los Reyes y Todos los Santos. Llegó a las islas Salomón y logró regresar el 22 de julio de 1569.
Años después intentó una segunda expedición, pero no consiguió organizarla hasta que el
virrey García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, le apoyó. Partió con cuatro naos y su
esposa el 16 de junio de 1595. Murió de unas fiebres el 18 de octubre de 1595.

PEDRO FERNÁNDEZ DE QUIRÓS


Pedro Fernández de Quirós fue un navegante portugués. Nació en Évora, Portugal, en el año 1565.
Se convirtió en marino y se unió a la Armada española. En 1595 se enroló como piloto mayor en
la segunda expedición de Mendaña. Intentó tras el regreso a España, conseguir el favor real para
la exploración de la Tierra Austral y de las islas Salomón.
En 1605 salió de Perú para descubrir la Terra Australis Ignota. Partió con tres naves la Santos
Pedro y Pablo, San Pedro y Los Tres Reyes. Logró descubrir nuevas tierras, aunque se cree que no
logró llegar a Nueva Zelanda ni Australia.
Fundó la orden de los Caballeros del Espíritu Santo, debido a su gran vocación religiosa.
Falleció en Panamá en 1615.
LUIS BELMONTE BERMÚDEZ

Luis Belmonte nació en Sevilla se cree que hacia el año 1587. Era poeta, dramaturgo y cronista.
Viajó en su juventud a Nueva España y más tarde a Perú. Fue cronista y secretario de Pedro
Fernández de Quirós. Tras acompañar en varios viajes a este y escribir la crónica de dichas
expediciones regresó a España en 1616. En su tierra fue un conocido poeta y dramaturgo. Se cree
que falleció en Madrid en el año 1650.

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EN EL NOMBRE DEL ESPÍRTU.

CRÍMENES DEL NORTE 3.


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¿Estás listo para recordar?
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"A veces la memoria nos pone a prueba y no nos atrevemos a recordar quiénes somos".
Internacional Falls, Minnesota, 4 de julio, una mujer es encontrada inconsciente y cubierta de
sangre en el Parque Nacional de Voyager. El resto de su familia ha desaparecido y ella no parece
recordar nada. El doctor Sullivan, director del centro psiquiátrico de la ciudad, y Sharon Dirckx,
ayudante del Sheriff, intentarán que recuerde todo lo sucedido aunque sin saberlo pondrán en
juego sus vidas, su idea de la cordura y los llevará hasta dudar de lo que la paciente le está
contando. El tiempo corre en su contra y cada minuto cuenta para dar con los tres desaparecidos,
antes de que sea demasiado tarde.
Con un estilo ágil e imágenes impactantes, Mario Escobar construye un thriller que explora los
límites del ser humano y rompe los esquemas del género de suspense. Amor, odio, venganza,
terror, intriga y acción trepidante inundan las páginas de la novela.

EL DILEMA
"A veces la verdad es más difícil de aceptar que la mentira".
Es un mal día para el ladrón Atila Haldor. Tras elegir la casa del juez Alan Hillgonth para dar
su próximo asalto, descubrirá que el magistrado oculta un secreto terrible. En el sótano de la casa
descubre a una joven encadenada y repleta de magulladuras.

Antes de que pueda reaccionar al terrible descubrimiento, escapará de la casa al escuchar que
el juez ha regresado con su familia. Atila, tras el golpe fallido no sabe cómo actuar, si denuncia el
caso a la policía puede terminar en la cárcel.
Al final decidirá regresar a la mansión para liberar a la chica, pero es demasiado tarde, la
joven ya no está en el sótano. Unas semanas más tarde, la desaparición de una nueva adolescente
le lleva a sospechar que se trata del mismo individuo, el juez Alan Hillgonth, un hombre casado y
con hijos, al que se le considera uno de los pilares de la comunidad de Nueva Orleans.
¿Podrá demostrar la verdadera naturaleza del juez? ¿Se librará de convertirse en sospechoso
de secuestro y asesinato? ¿Su decisión de atrapar al asesino pondrá en peligro a su esposa Patty y
sus hijos?
EL INOCENTE
"Todos debemos enfrentarnos alguna vez en la vida con nuestra conciencia".
Annette y Jeffrey Green son una exitosa pareja de escritores. Tras varios fracasos
sentimentales parecen haber encontrado la felicidad en su maravillosa casa en Lancaster,
Pensilvania.
Es verano, mientras toman algo de vino al lado de la piscina recuerdan algunos de sus mejores
momentos. Annette se marcha a dormir, pero lo que Jeffrey no sabe es que será la última vez que
la vea con vida. Tras un desgraciado accidente, su esposa se cae por las escaleras y muere
desangrada. La comunidad parece apoyar al pobre viudo, hasta que una carta anónima relaciona la
muerte de su esposa con la de otra mujer, muerta en similares circunstancias en España en los
años ochenta. El fiscal acusará a Jeffrey de asesinato y todo su turbio pasado se volverá contra él.
¿Podrá demostrar su inocencia? ¿Logrará que su propia familia le crea? ¿Dos muertes
similares pueden ser casualidad?

El Círculo
“Tras el éxito de Saga, Misión Verne y The Cloud, Mario Escobar nos sorprende con una
aventura apasionante que tiene de fondo la crisis financiera, los oscuros recovecos del poder y la
City de Londres”

Argumento de la novela El Círculo:


El famoso psiquiatra Salomón Lewin ha dejado su labor humanitaria en la India para ocupar el
puesto de psiquiatra jefe del Centro para Enfermedades Psicológicas de la Ciudad de Londres. Un
trabajo monótono pero bien remunerado. Las relaciones con su esposa Margaret tampoco
atraviesan su mejor momento y Salomón intenta buscar algún aliciente entre los casos más
misteriosos de los internos del centro. Cuando el psiquiatra encuentra la ficha de Maryam Batool,
una joven bróker de la City que lleva siete años ingresada, su vida cambiará por completo.
Maryam Batool es una huérfana de origen pakistaní y una de las mujeres más prometedoras de
la entidad financiera General Society, pero en el verano del 2007, tras comenzar la crisis
financiera, la joven bróker pierde la cabeza e intenta suicidarse. Desde entonces se encuentra
bloqueada y únicamente dibuja círculos, pero desconoce su significado.
Una tormenta de nieve se cierne sobre la City mientras dan comienzo las vacaciones de
Navidad. Antes de la cena de Nochebuena, Salomón recibe una llamada urgente del Centro. Debe
acudir cuanto antes allí, Maryam ha atacado a un enfermero y parece despertar de su letargo.
Salomón va a la City en mitad de la nieve, pero lo que no espera es que aquella noche será la
más difícil de su vida. El psiquiatra no se fía de su paciente, la policía los persigue y su familia
parece estar en peligro. La única manera de protegerse y guardar a los suyos es descubrir qué es
“El Círculo” y por qué todos parecen querer ver muerta a su paciente. Un final sorprendente y un
misterio que no podrás creer.
¿Qué se oculta en la City de Londres? ¿Quién está detrás del mayor centro de negocios del
mundo? ¿Cuál es la verdad que esconde “El Círculo”? ¿Logrará Salomón salvar a su familia?
ACERCA DEL AUTOR

Autor Betseller con miles de libros vendidos en todo el mundo. Sus obras han sido traducidas
al chino, japonés, inglés, ruso, portugués, danés, francés, italiano, checo, polaco, serbio, entre
otros idiomas. Novelista, ensayista y conferenciante. Licenciado en Historia y Diplomado en
Estudios Avanzados en la especialidad de Historia Moderna, ha escrito numerosos artículos y
libros sobre la Inquisición, la Reforma Protestante y las sectas religiosas.
Publica asiduamente en las revistas Más Allá y National Geographic Historia.
Apasionado por la historia y sus enigmas, ha estudiado en profundidad la Historia de la
Iglesia, los distintos grupos sectarios que han luchado en su seno, el descubrimiento y
colonización de América; especializándose en la vida de personajes heterodoxos españoles y
americanos.

[1] A ti, oh Dios, te alabamos,


a ti, Señor, te reconocemos.
A ti, eterno Padre,
te venera toda la creación.

Los ángeles todos, los cielos


y todas las potestades te honran.
Los querubines y serafines
te cantan sin cesar:

Santo, Santo, Santo es el Señor,


Dios de los ejércitos.
Los cielos y la tierra
están llenos de la majestad de tu gloria.

A ti te ensalza el glorioso coro de los apóstoles,


la multitud admirable de los profetas,
el blanco ejército de los mártires.

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