El fallecimiento de Alfredo Moffatt corrió entre todos los que hemos compartido una clase, una charla, una experiencia con él. Y somos tantos que la noticia corrió de una boca a un oído y así por miles, porque era de esa forma y no las manera viralizadas actuales, la forma que a él le hubiera gustado se conociera su muerte: mediante encuentros de personas de carne y huesos en algún bancadero de la ciudad. Estuvo siempre presente en situaciones de crisis y tratando de no sólo ayudar, sino reflexionar acerca del acto que se estaba llevando a cabo. Su vida fue un privilegio que tuvimos muchos de nosotros al compartirlo, porque sus desafíos y sus pensamientos nos volvían distintos, era un subversivo del pensamiento y el acto. Por eso no le alcanzaba ninguna institución para albergar su creatividad y su locura. No creía en esa separación entre cuerdos y locos. Cuando se sacaba alguna foto en algún manicomio, si no lo conocías, no sabías quién era quién, con esa cercanía a la lucidez más extraordinaria que sólo da esos quiebres propios de la locura y la sinrazón, siempre volvía con una palabra de extrema lucidez y cercanía a nuestros oídos

Recuerdo un día que fui a su casa estudio y le pedí algunas fotos para un libro que estaba realizando acerca de la obra de Vicente Zito Lema y sin ningún problema, me hizo entrar a su altar que era biblioteca, estudio, casa y tantas cosas más y me facilitó una cantidad tan grande de fotos, que las llevo como una proeza en mi vida. Son fotos sacadas del tiempo en los largos pasillos de los manicomios. Se lo ve a él recorriéndolos y haciendo reuniones y sacando fotos de cómo estaban, de cómo vivían y sufrían en esta Argentina siempre en crisis, esas personas. Y esas fotos fueron parte del libro y son parte de mi vida. Luego lo acompañé a tomarse la presión a la farmacia de la esquina, una vejez incómoda pero siempre con gente alrededor queriéndolo ayudar y poniendo su grano de arena para que tuviera años no tan malos, los últimos porque jamás se ocupó como la cigarra de juntar comida para el invierno. Y entonces allí estuvimos muchos y muchas para devolverle lo que es imposible, esos recuerdos de tantos congresos y jornadas donde su nombre era buscado en las mesas y en las plenarias.

Tantos y tantas hemos escuchado sus palabras que decir alguna de ellas nos sería fácil hoy cuando él ya no está. Ya lo extrañamos, su inconfundible voz, su mirada que parecía atravesarte y sus palabras que no sabías cómo saldrían y hacía donde repercutirían en tu alma. Por eso su forma de hacer psicología no podía ser sino grupal, lo que decía uno repercutía en el otro, tenía consecuencias en el cuerpo del otro, por eso estas palabras también seguramente le llegarán y se reirá con nosotros, porque los grandes maestros no creen en la muerte, no se mueren, porque saben que seguirán repercutiendo en muchísimas almas que seguimos a su lado.