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¿Por qué las salas de cine nos torturan durante 15 minutos?
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¿Por qué las salas de cine nos torturan durante 15 minutos?

Los tiempos han cambiado y quizá sea un abuso cobrar 10 euros por ver una película tras cuarto de hora de publicidad

Foto: Sala de cine.
Sala de cine.

La nostalgia es personal e intransferible, y nada impide, en efecto, que alguno de nosotros eche de menos pasar 15 minutos viendo anuncios. En el siglo XXI, a la hora que es, solo hay una posibilidad de revivir aquellos enriquecedores cuartos de hora llenos de Zanussi y Evax que TVE1 o Telecinco nos asestaban en los años 90, y es ir al cine.

En el cine, aparte de preservar un arte surgido a finales del siglo XIX, se preserva algo más importante y diríamos que propio del Medievo: la publicidad obligatoria. Desaparecidos los azotes en la escuela, el garrote vil y la guillotina, aún queda esperanza para el masoquismo del personal. Un pequeño puñado de locales en tu ciudad ofrece este servicio: 15 largos minutos de spots publicitarios ininterrumpidos. Como los clubs de swingers y los circuitos de BDSM, este placer culpable y amoral no es gratis, sale por unos 10 euros. Aunque no conocerás gente como en las orgías, conocerás, sin embargo, el nuevo coche que ha fabricado Nissan. No puedes quejarte.

Este placer culpable y amoral no es gratis, sale por unos 10 euros

A lo mejor a las orgías me animaba, pero la verdad es que Dios no me ha llamado para que me guste la publicidad por un tubo. El otro día fui a ver As bestas, de Sorogoyen, en una sesión matinal, y en la entrada ponía que la película empezaba a las 12.15. A fin de no tragarme los anuncios, entré en la sala exactamente a las 12.15 y me tragué todos los anuncios. Fue, en efecto, un cuarto de hora.

La sala, medio llena una mañana de domingo, aguantaba el tipo con ese principio de vicio nefando que hemos apuntado más arriba. Solo yo resoplaba, me removía en el asiento, tanteaba el dispendio que supondría irme sin más a mi casa, ni As bestas ni nada.

En mi casa, no sé usted, me pongo películas en HBO o Prime Video y no aguanto ni el sello de la productora, que aparece en pantalla dos segundos: lo adelanto; y adelanto también siempre la cortinilla de una serie, incluso del piloto; si la serie no es genial, veo otra; si la película me aburre, pongo otra. En YouTube los anuncios duran cinco segundos, y ya se nos hacen eternos. Pero en el cine penamos 15 minutos de reloj, 900 segundos.

¿Por qué?

La sala de cine honra muy poquito el cine mismo si destruye uno de los placeres del espectáculo: la ilusión del comienzo. Igual que en los conciertos, la audiencia contiene la respiración, se euforiza y erotiza ante lo inminente. Con la sucesión indiscriminada de cortes publicitarios sin ton ni son, la película no empieza nunca, uno se pregunta constantemente si ya empieza, si esto es de hecho ya la película. Cuando la película por fin empieza, tienes la sensación de haberte puesto de mal humor mientras llegabas a una fiesta.

Si acudes con niños, el suplicio es indescriptible. "¿Esto es la película?", pregunta el niño. "No". "¿Esto es la película?". "No". "¿¿Esto es la película??". "Creo que no". (Y a lo mejor sí lo es). "¿Esto es la película?". "¡No lo sé!".

Ni siquiera sabes cuándo empieza una película, ¿qué clase de padre eres?

¿Hay algo más cruel que obligar a un padre a reconocer ante su hijo pequeño que no sabe distinguir los comienzos de las cosas?

Cuando por fin empieza la película, uno ya no recuerda qué película ha ido a ver. Esto es gracioso porque a veces la película que empieza es una que en efecto querías ver.

¡Que tenemos que soportar anuncios del Ministerio de Igualdad, por el amor de Dios; o un rap sobre el Metro de Madrid!

La publicidad previa te ha desecado las ilusiones, te ha confundido, te ha molestado e, incluso, te ha agredido. ¡Que tenemos que soportar anuncios del Ministerio de Igualdad, por el amor de Dios; o un rap sobre el Metro de Madrid! Viendo estos spots gubernamentales, comprendes los padecimientos del protagonista de La naranja mecánica: el sonido está tan alto en la sala de cine que no puedes no escuchar; la pantalla es tan grande y totémica que no puedes dejar de mirarla más de cinco segundos. Estás siendo manipulado por la Comunidad de Madrid, el ministerio de la Montero, Nissan, la Warner y el propio cine. Y tú solo querías salvar las salas de su cierre definitivo y ver As bestas.

Por si fuera poco, la propia sala se recrea en tu tortura. Absurdamente, te recuerda que pueden comprarse palomitas, que no uses el móvil, que en la entrada, por detrás, hay no sé qué oferta, que el cine cumple 100 años o cinco, que el lugar donde estás se llama Yelmo Ideal o Salas Pepi, que hay más cines de la cadena por ahí, esperando a que vayas a ser torturado.

Recordemos por último que muchas películas hoy en día duran dos y hasta tres horas. A ello hay que sumar el impuesto revolucionario sobre tu tiempo: 15 minutos.

La paciencia es bonita; es, de hecho, una virtud teologal. Pero, si te cobran diez euros, no puede exigirte paciencia ni Dios.

Es curioso que el único motivo por el que voy al cine sea obligarme a ver una película entera y de un tirón, y lo que consigo es que me teletransporten a Antena 3 en 1995 un sábado por la noche con demasiados anuncios en una peli cuyo final no veías porque te ibas a dormir.

La nostalgia es personal e intransferible, y nada impide, en efecto, que alguno de nosotros eche de menos pasar 15 minutos viendo anuncios. En el siglo XXI, a la hora que es, solo hay una posibilidad de revivir aquellos enriquecedores cuartos de hora llenos de Zanussi y Evax que TVE1 o Telecinco nos asestaban en los años 90, y es ir al cine.

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