Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Oteiza, el escultor que fabricaba hombre

Texto Juan Pablo Huércanos [Com 94], subdirector del Museo Oteiza Fotografías Cortesía del Museo Oteiza Museoa

Diez años después de su fallecimiento y de la apertura de su Museo, la relevancia de la figura de Jorge Oteiza se materializa en numerosas publicaciones, exposiciones y un amplio reconocimiento social.


Una década después de su fallecimiento, la figura de Jorge Oteiza se amplifica con los años. El paso del tiempo, ese elemento que el artista luchó por desterrar de sus esculturas, para anclarlas en una espacialidad plena y eterna, es ahora el gran aliado de su memoria. La relevancia de las aportaciones de este artista a la evolución de los lenguajes plásticos de la segunda mitad del siglo xx resulta hoy incuestionable, y su vigencia constituye el mejor retrato de un autor que encarnó la idea de que la finalidad del arte no es la obra sino la realidad transformadora y trascendente de la experiencia estética.

Varias razones explican la resonancia del legado de Jorge Oteiza (Orio, 1908- Donostia-San Sebastián, 2003). Por un lado, la capacidad de su proyecto creativo de encarnar con precisión la dimensión espacialista del lenguaje escultórico, en un momento clave de la historia del arte, marcado por la disolución de los límites del objeto y la ampliación de su campo fenomenológico. Por otro, la dimensión múltiple de su pensamiento y de su acción, que le llevó a abordar ámbitos diversos como la arquitectura, la poesía, la estética, el cine, la antropología o la educación. Y en estricta relación con todos ellos, la convicción de que el arte es la herramienta que toda sociedad necesita para «realmarse» y dotar al hombre de la capacidad de tomar conciencia íntima de sí mismo. Porque, para Oteiza, es la creación la que permite «elaborar un tipo de sensibilidad existencial para la percepción libre de la realidad.»

 «Yo nací con el cubismo», solía repetir, y la influencia de las vanguardias dejó en Oteiza la convicción del poder transformador de la experiencia estética y la confianza en el papel de activador social que encarna el artista moderno. Con esos postulados tejió un camino artístico que se inició en la década de 1930 y que, tras una larga estancia en diversos países de América Latina, explotó a finales de los años cuarenta con un proyecto escultórico que se desarrolló hasta finales de los cincuenta y que propuso un nuevo marco simbólico. Un proyecto que liberara al espacio de la esclavitud de la materia, de su sometimiento al paso del tiempo, a su condición mortal. Así comenzó Oteiza a fraguar un alfabeto de estructura y forma en el que el espacio emergió como un nuevo escenario simbólico: aquel que puede encarnar, que no representar, el anhelo espiritual, metafísico y trascendente de un nuevo lugar de protección estética frente a la angustia existencial y la muerte. Sus esculturas, el arte en general, resultarán para Oteiza –y para el espectador que contempla sus obras– una «herramienta espiritual» nacida de una intensa pulsión existencial. 

Desde esa posición radical, Oteiza reivindicó que el lugar del arte es un lugar espacial, que ha de ser el «resultado de su nuevo dinamismo», capaz de incorporar al espectador, de construirse con el otro. En caso contrario, se convierte en ilustración o simulacro. Esa es la gran encrucijada en la que Oteiza coloca a quien contempla su obra: si el espectador es capaz de experimentar la condición trascendente de un espacio mental, que en su esencia más literal no contiene nada (el espacio vacío), si supera esa prueba, podrá mirar al mundo y advertir realidades insospechadas. De ese modo, la experiencia del mundo habrá cambiado y el arte habrá cumplido con su función transformadora. «El supremo y único objeto metafísico del artista –escribió Oteiza en 1952– queda determinado por la necesidad absoluta del hombre de vencer a la muerte, de situarse en el más allá, en lo Absoluto, en Dios. El ser estético fabricado, consciente o inconscientemente, por la voluntad inmortal de salvación, es el objeto metafísico alcanzado».

El triunfo de su escultura en São Paulo. El premio al mejor escultor internacional recibido, en 1957, en la IV Bienal de São Paulo, fue el primer reconocimiento público que recibió su planteamiento escultórico. Le precedieron en esa distinción grandes escultores como Max Bill y Henry Moore, que habían recibido el galardón en ediciones anteriores, constituido en el evento artístico de mayor trascendencia en aquellos años en América. En esa célebre cuarta edición, Oteiza compartió palmarés con autores consolidados como Giorgio Morandi (gran premio de la Bienal) o Ben Nicholson (premio al mejor pintor internacional), junto con otros artistas brasileños premiados. En São Paulo, Oteiza presentó su Propósito Experimental, un proyecto formado por veintiocho esculturas agrupadas en diez familias experimentales, que contienen diversas fórmulas de apertura y desocupación del objeto escultórico, en su transición hacia una unidad espacial. Su proyecto fue el resultado de años de intenso trabajo de taller, plasmado en su impresionante Laboratorio Experimental. Formado por más de dos mil pequeñas piezas, el Laboratorio contiene toda su investigación formal y estructural en cientos de pequeñas variaciones, que encarnan el permanente conflicto entre materia y espacio al que estuvo abocada su escultura. Dos años después del premio en Brasil, tras concluir algunas de las series experimentales iniciadas en su Propósito, Oteiza anunció que su investigación escultórica había concluido y que, por tanto, no quedaba otra opción que el abandono de su experimentación plástica. 

A partir de ahí, su alejamiento del llamado mundo del arte, de la industria cultural, se vio reemplazado por la voluntad de satisfacer las necesidades de la sociedad en la que el artista debía participar de modo más directo. «El arte se ha convertido en una producción de obras para el consumo, se ha integrado en la sociedad –reflexionaba el artista–. La fabricación de obras es continua. Hay que defender al hombre en lugar de aprisionarlo». Es el momento en el que, concluido su proceso de experimentación, levantó la mirada del laboratorio y se encontró con el paisaje del hombre. «Al afirmar que abandono la escultura quiero decir que he llegado a la conclusión experimental de que ya no se puede agregar escultura, como expresión, al hombre y la ciudad. Quiero decir que me paso a la ciudad», iniciando así un fértil periodo de socialización de su saber estético.

La acción social. Si bien realizó proyectos concretos y retomó la praxis escultórica en diversos momentos de su vida, a partir de su renuncia a la escultura como escenario de ensayo y experimentación, Oteiza desplazó su campo de acción hacia la arquitectura, la ensayística y la creación poética, principalmente. En 1963, hace ahora medio siglo, publicó su libro Quousque Tandem…! Ensayo de interpretación estética del alma vasca, en el que abordó muchas de sus preocupaciones estéticas, abrió nuevos caminos en la interpretación de la cultura vasca y se convirtió en un texto de gran influencia cultural y política. A este título le precedió su obra Interpretación estética de la estatuaria megalítica americana (1952) y le siguieron otros como Ejercicios Espirituales en un túnel. En busca y encuentro de nuestra identidad perdida (1983), o Goya mañana. El realismo inmóvil. El Greco. Goya. Picasso (1997) que, junto con otros títulos y numerosos artículos y textos diversos, configuran su rico pensamiento estético. La preocupación por la ciudad como escenario de vida y transformación del hombre le llevó a desarrollar diversos proyectos arquitectónicos en los que colaboró con otros artistas y arquitectos (Arantzazu, 1952-1969; Monumento a Batlle en Montevideo, 1959; Capilla para el Camino de Santiago, 1954; Proyecto para la construcción de Cementerio en San Sebastián, 1985; Alhóndiga de Bilbao, 1988, entre otros) en los que defendió la idea de la integración de las artes y la superación de la mentalidad disciplinar como modelo de actuación. Su actividad fue febril y múltiple, como lo corrobora su interés por el lenguaje cinematográfico, plasmado en el proyecto de película Acteón (1963), finalmente realizada por Jordi Grau. Pero, en todos estos casos, la participación de Oteiza no se limita exclusivamente a responder a las necesidades concretas de los proyectos, sino que provoca un caudaloso brotar de reflexiones e intuiciones que rebosan actitud y expresión vital. En Oteiza, todo es un continuo desbordamiento.

En el inicio de la década de 1960 y a lo largo de la siguiente, Oteiza simultaneó sus proyectos más artísticos con su interés en el desarrollo de dinámicas pedagógicas y de construcción colectiva. En esos años, perfiló su proyecto para la creación de un Instituto de Investigaciones Estéticas Comparadas, que intentó implantar en diversos lugares y en diferentes momentos  y que proponía un nuevo modelo de formación artística basada en la simultaneidad y el diálogo interdisciplinar, buscando así romper con el aislamiento de las diferentes artes y sus creadores. 

Otras acciones ideadas por Oteiza, como los proyectos para la Universidad Infantil Piloto en Elorrio, el Museo de Antropología Estética Vasca en Vitoria o la Escuela de Deba, pretendían convertir el arte y la cultura en elemento central de la colectividad social, y sus objetivos resultan claramente innovadores frente a los espacios de formación artística existentes. Un ejemplo de esta voluntad de provocar nuevas dinámicas en torno al arte se materializó en la constitución, en 1966, del Grupo Gaur, que reunió a un colectivo de artistas formado por Chillida, Ruiz Balerdi, Basterretxea, Mendiburu, Sistiaga, Zumeta o Amable Arias. Todos se plantearon, junto con Oteiza, convertir la cultura y la creación artística en el patrimonio central del conjunto social. Esta dinámica socializadora se encontraba muy arraigada en el pensamiento de Oteiza, convencido de que el artista concentra en su obra la actuación anónima de un pueblo. De ahí su responsabilidad implícita y su fracaso, «cuando solo representa su cultura individual», tal y como lo manifestó en su texto sobre la Interpretación de la estatuaria megalítica americana.

La mayoría de esos proyectos no alcanzaron sus objetivos. En muchos casos, ni siquiera consiguieron ponerse en marcha. Esta recurrencia en la imposibilidad de culminar muchas de sus acciones comenzó a tejer una vinculación entre Oteiza y la idea de fracaso, en gran parte promovida, enfáticamente, por el propio artista. Sin embargo, el fracaso da buena medida de la ambición del autor, de su ambición total frente a la creación y su voluntad de activación social, que, en la mayoría de las ocasiones, provocó cierta incomprensión y se encontró con la dificultad de encajar el idealismo del artista con el funcionamiento real de las estructuras políticas o culturales. Quizá lo fundamental sea que esta posición constante y mantenida a lo largo de aquellos años permitió, pese a lo aparentemente fallido, satisfacer otras funciones esenciales encarnadas por el artista: la de abrir espacios al pensamiento heterodoxo y no oficial, permitir otras realidades al margen del cerrado discurso de la época y lanzar propuestas que adelantaron un nuevo mapa simbólico a una comunidad necesitada de referentes. Oteiza, de este modo, creó a su paso espacios de libertad que ayudaron a conformar una nueva identidad: la del poder ser; creador, educador, renovador, vanguardista o social. Una dinámica que amplió el tejido de la comunidad más allá de los límites de la oficialidad.

Porque, por encima de todo, Oteiza siempre confió en la eficacia de las ideas. De este modo, su capacidad de influencia en su entorno más inmediato, primero, y en el arte y la cultura general, después, es una realidad creciente. Como una inmensa obra vital sin concluir.

Alzuza y el museo oteiza. A mediados de la década de 1970, Oteiza se instaló en Alzuza (Navarra), en la vivienda que hoy forma parte de su Museo. A partir de ese periodo, su actividad se centró en la creación poética, una pulsión que le había acompañado toda su vida desde la publicación de un primer poemario titulado Androcanto y sigo (1954), pero que adquirió un mayor peso con la publicación de Existe Dios al Noroeste (1990), que reveló la madurez de un poeta de indómito sentir vital, en continua búsqueda de la palabra que lo conforme. La creación poética («¿Quién tiene terror a la página en blanco? Es mi Dios de papel») se completó después con sus estudios lingüísticos sobre las raíces del euskara y la aproximación a una estética que vinculara lo formal del arte con las estructuras propias de este idioma ancestral, como reflejó después en Nociones para una Filología vasca de nuestro preindoeuropeo, publicado en 1991. 

En esos tiempos, comenzó a consolidarse otro fenómeno que le acompañó hasta los últimos años de su vida. A la vez que su figura fue adquiriendo dimensiones casi míticas, su obra plástica quedó ensombrecida por una cierta invisibilidad. El éxito de São Paulo le había permitido iniciar una carrera internacional con ciertas garantías de éxito, pero, en respuesta, el artista declaró que no podía perder tiempo en preocuparse por la difusión de su obra y que el taller y la ciudad reclamaban toda su atención. Eso provocó que, durante muchos años, su obra apenas obtuviera presencia pública y que quien se acercara al artista para posibilitar la exposición de su trabajo escultórico se encontrara por respuesta las palabras escritas en el cartel que, durante años, colgó del exterior de la puerta de su casa navarra: «Déjenme tranquilo, estoy tratando de sobrevivir».

Este alejamiento cambió definitivamente a partir de 1988, cuando se celebró, en Madrid, Barcelona y Bilbao, la primera gran exposición antológica que permitió una visión integral de su obra, tras lo cual el artista fue invitado a participar en la Bienal de Venecia. Ese mismo año, recibió la Medalla de las Bellas Artes y el Premio Príncipe de Asturias, iniciando una larga lista de reconocimientos y homenajes que le acompañaron hasta el final de sus días. En 1992, el artista donó su obra al pueblo de Navarra, y en 1996 se creó la Fundación Museo Jorge Oteiza, promovida por el Gobierno de Navarra y el propio artista. Oteiza falleció en 2003, año en el que se inauguró su Museo de Alzuza, donde el artista había establecido su vivienda casi tres décadas antes. Desde entonces, la presencia de su obra se ha multiplicado dentro y fuera de su Museo, en grandes proyectos como la exposición Oteiza, Mito y modernidad, que se celebró entre 2004 y 2005 en las sedes de la Fundación Guggenheim en Bilbao y Nueva York, así como el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, de Madrid. En 2007, su obra se incluyó en la que quizá sea la exposición de arte contemporáneo más importante del mundo: la documenta 12 Kassel (Alemania), centrada en aquella edición en la disyuntiva Is Modernity Our Antiquity?, una revisión que destacó la centralidad de su obra en el discurso artístico del siglo xx.

En 2013 se cumplieron diez años del fallecimiento del artista y también la primera década de existencia del centro. Por tanto, esa coincidencia ha emparejado estos dos aniversarios para siempre. La reflexión acerca de las condiciones que provocan la vigencia del artista y su legado pasan irremediablemente por el espacio de Alzuza y la intensa labor de análisis y difusión de su legado. En estos años, el Museo ha organizado diferentes exposiciones que combinan el carácter monográfico con el contextual, y se han publicado cuarenta y cinco libros relacionados con el artista, además de una intensa actividad pedagógica en ámbitos educativos y sociales. Desde su inauguración, este espacio ha situado el fomento de la investigación en el epicentro de sus acciones, trazando un camino referencial en la aproximación al artista y, por extensión, a los lenguajes artísticos del siglo xx. Un elemento clave en este trabajo ha sido la clasificación y digitalización del archivo artístico, que se puede consultar en el sitio web del Museo y que ya ha recibido más de veinte mil consultas. 

En Alzuza, la obra de Oteiza permanece viva y en continua actividad, alentada siempre por la potencia de este gran artista, cuya estética gana día a día el pulso contra el paso del tiempo. Igual que su creador, que advirtió en uno de sus poemas que nada podría contra él, sino él mismo: «Duermo con los brazos en alto, pero no me rindo / moriré de rabia, pero no de viejo».